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viernes, 29 de abril de 2011

ROMA, 'CINECITTÀ' ABIERTA



Tras 74 años de existencia, los estudios cinematográficos Cinecittà en Roma se ponen de largo para presentarse en sociedad. Nacida esta ciudad de la fantasía —La fabrica dei sogni— en el extrarradio de la Ciudad Eterna, el 28 de abril de 1937, ha permanecido cerrada al público hasta este momento.

En mi última visita a Roma, me propuse visitar las míticas instalaciones de la via Tusculana, a menos de 10 kilómetros del centro de Roma. Pero, un amigo residente en la ciudad me advirtió que, excepto para algunos tours programados con antelación, no había posibilidad de entrar, a menos que me disfrazara de extra (esto es, de romano…) o, sorteando a los guardas de seguridad, intentase colarme. Comoquiera que mi complexión no aconsejaba lucir muslos ni escalar vallas, decidí dejarlo para otra ocasión, en la que pudiese acceder convenientemente, por la puerta principal y con el ticket en la mano.

Ahora ya no hay excusa. Ahora es el momento de hacer realidad el sueño de revivir la atmósfera y los escenarios donde rodaron Fellini y Rossellini, De Sica y Visconti, donde actuaron Sophia Loren y  Anna Magnani, Marcello Mastroianni y Alberto Sordi, y, en fin, donde trabajaron todos los grandes del cine italiano clásico y moderno. Una cinematografía que, particularmente, adoro.


Los estudios Cinecittà  son, por lo demás, nuestro Hollywood europeo. No hay parangón en el viejo continente. En el año 1997, visité los estudios Babelsberg, en Postdam, ciudad próxima a Berlín, intentando encontrar alguna huella de Murnau o de Fritz Lang, pero la experiencia resultó bastante decepcionante, la verdad sea dicha.


La visita al «Hollywood del Tíber» promete, en cambio, ser todo un espectáculo. Aquí se rodaron cientos de películas italianas, pero igualmente algunas grandes producciones europeas y norteamericanas: Quo Vadis (1951), Vacaciones en Roma (1953), Ben Hur (1959), El puente de Casandra (1976), Las aventuras del barón Munchausen (1987), El paciente inglés (1996), Gangs of New York (2002). Sin olvidarnos —tampoco en esta ocasión— de series de televisión memorables, como Roma, producida por HBO/BBC. En particular, por sus espléndidos decorados, que pueden recorrerse y admirarse directamente desde ya.

Set de rodaje de Gangs of New York (2002)
Desde el 29 de abril hasta el mes de noviembre, dos pabellones de los estudios romanos —«Presidencial» y «Fellini»— acogen la exposición «Cinecittà si mostra» («Cinecittà se muestra»).
En Roma, finalmente, Cinecittà, la ciudad del cine, abierta.


lunes, 25 de abril de 2011

UN CLÁSICO DE FORD, DE LOS PIES A LA CABEZA



No hay actor o actriz en quien no descubramos algún tic, mueca, postura, gesto o rictus recurrente, cuya persistencia llegue incluso a convertirse en su santo y seña. Los signos a los que me refiero no están necesariamente unidos a la interpretación. Suelen ser marcas personales, señales externas de la persona y la personalidad del individuo, que aprovechadas inteligentemente sí pueden llegar a sellar una determinada forma de estar y de actuar.
Marilyn Monroe mueve los labios al hablar como si besase. En fin, es Marilyn.
Cuando fuma un cigarrillo, Humphrey Bogart lo saca de la boca como si estuviese desatascándolo. Una leve parálisis del labio superior favorecía el embrujo de Marlboro, en Boggie. También el movimiento de ajustarse el cinturón —la cintura del pantalón— ayudó a forjar el estereotipo de un mito en la pantalla.
También son apreciables algunas posturas recurrentes que están muy presentes en filmes de directores célebres. Veamos, a continuación, una manera bastante confortable de sentarse —o mejor, de recostarse— a pierna suelta, todo un clásico en el cine de John Ford: poner los pies sobre la mesa, de un barril, un poste, un árbol.
Pónganse cómodos y disfruten de la vida y el cine, mientras puedan.
 El joven Lincoln (Young Lincoln, 1939)

 Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) 


 Dos cabalgan juntos (Two Rode Together, 1961)

John Ford con John Wayne en el rodaje de El Álamo (1960)



¡Extra! ¡Extra!
 El joven Lincoln (Young Lincoln, 1939)

El director español José Luis Garci, cinéfilo empedernido y entusiasta del cine de Ford, rindió un hermoso homenaje a este reposar largo y tendido en una de las secuencias del filme Ninette (2005). Un detalle del fotograma sirvió para ilustrar el cartel definitivo de la película. Elsa Pataky no tiene largas piernas, como Henry Fonda, aunque tenga sus propios encantos. 
Encantos que pueden advertirse, asimismo, en el cartel original de la película española, y que nos invita a otro sugestivo juego de afinidades. La imagen fue retirada a raíz de la polémica provocada por su parentesco (primas hermanas) con un conocido cartel publicitario. 

Sea como fuere, la bella Pataky, en ambos casos, sale por piernas. Aunque sin ninguna prisa. Ni carreras en la media… distancia.


jueves, 14 de abril de 2011

A PRAIRIE HOME COMPANION (2006): EL ÚLTIMO ALTMAN


Título en español: El último show
Año: 2006
Duración: 103 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos          
Guión: Garrison Keillor
Música: Richard A. Dworsky
Fotografía: Edward Lachman
Reparto: Woody Harrelson, Tommy Lee Jones, Meryl Streep, Lily Tomlin, Kevin Kline, Lindsay Lohan, Virginia Madsen, John C. Reilly, Garrison Keillor, Maya Rudolph, Rim Russell, Geoff Schilz, Sue Scott, Jim Westcott, Linda Williams, Robin Williams
Producción: GreenStreet Films / River Road Entertainment / Picturehouse

Robert Altman (1925-2006) pertenece a la casta de directores que podríamos caracterizar como «corredores de fondo» del Séptimo Arte. Trotan a baja intensidad durante la mayor parte de la carrera, para, al aproximarse a la meta, acelerar y dar lo mejor de sí mismos. Tras cubrir un largo trecho en la profesión, en la que realiza algunas obras correctas, cosecha algún éxito comercial (MASH, 1970), suma sonoros fracasos (Popeye, 1980) y firma bastantes títulos prescindibles, frisando los setenta años, dirige El juego de Hollywood (The Player, 1992). 


El film representa un giro copernicano en su filmografía. Este exquisito y meticuloso trabajo impulsa, por lo demás, una sucesión de producciones de gran calidad (con algunos tropezones, bien es verdad), a la que imprime un sello propio que sólo la muerte ha podido cerrar, colgando en su espalda, cual negra inocentada, el rótulo de The End. El magistral plano-secuencia que abre The Player nos anticipa ya los buenos momentos que nos tendría reservados el cineasta nacido en Kansas City.
 Llegado a este venturoso punto de inflexión, el director norteamericano adopta un estándar cinematográfico que mantendrá hasta el último suspiro, hasta el último show: el modelo narrativo «vidas cruzadas» (variante del «cine coral», que por nuestros pagos ha tenido un superior maestro: José Luis García Berlanga). Dicha estructura narrativa, tiene como precedente uno de los mejores títulos de la «primera etapa» de Altman: Nashville (1975). Tomando este film como un notable precedente, en la «segunda etapa», dirige títulos de gran relevancia: Vidas cruzadas (Short Cuts, 1993), Prêt-à-Porter (1994), Kansas City, (1996), Coockie’s Fortune, (1999), Gosford Park (2001) y, claro está, el film que ahora nos ocupa.
Cuando otros autores preparan la jubilación, Altman, ave fénix del celuloide, levanta el vuelo transformándose en el Plutarco de las vidas paralelas del cine contemporáneo.

La vida pasa volando, sobre todo, en la edad postrera. Y a quien alto subió en el otoño de su existencia, le llegó la hora del canto del cisne. A Prairie Home Companion, película titulada en España «El último show», constituye una muestra ejemplar de «testamento cinematográfico». Altman fallece tan sólo cinco meses después de terminada la película. Pero eso no es más que un suceso. El propio argumento representa en sí mismo, por encima de la elegía, un genuino canto fúnebre. Altman se despide del mundo con un musical country, vibrante y alegre, tierno y turbador, una comedia inteligente y madura, regocijante, pero también con un fondo de melancolía, amargura y hasta negrura. Porque así es la vida. Así es la muerte


La muerte es la protagonista absoluta del film, directamente «encarnada» por el personaje Asphodel (Virginia Madsen), una enviada del Hades con perfume de narciso, una rubia vestida para matar con trinchera blanca. E, indirectamente, por el «Axeman» (Tommy Lee Jones), encargado de supervisar los últimos latidos del teatro donde va a celebrarse el último show antes de pasar a los nuevos propietarios que tienen el propósito de transformar el negocio (concluida la inspección, y de vuelta al aeropuerto, Asphodel sube con él al coche cambiándole así el destino). De manera tragicómica, realidad y ficción comparten en este film un mismo hado que les hace avanzar en la misma dirección.
En el teatro Fitzgerald de St. Paul, Minnesota, tiene lugar la despedida de una emisión veterana en una cadena de radio, A Prairie Home Companion, programa de variedad y música que ve la luz en 1974 y se retransmite en directo todos los sábados de 5 a siete de la tarde (hoy, todavía sigue en antena). Garrison Keillor, creador y conductor del programa en la realidad, introduce a los artistas, hace de portavoz de las cuñas publicitarias radiadas, canta los jingles y acompaña a los cantantes cuando es menester. En el film, se interpreta a sí mismo, además de firmar el guión y no desprenderse apenas de la larga corbata de clown que casi le llega a las rodillas. Todo un showman.

La película representa la última función del programa, mientras, entre bambalinas, pasillos y camerinos, también en el exterior del teatro, se suceden situaciones cotidianas de los personajes. Meryl Streep y Lily Tomlin interpretan los papeles de Yolanda y Rhonda Johnson, cantantes de country. Muy conmovedor resulta el momento en que entonan el himno Goodby to My Mama, canción de adiós a los familiares fallecidos, y que, en esta ocasión, rodando el moribundo Altman, cobra un especial significado. La escena es realzada gracias a un sutil montaje. Mientras las cantantes interpretan la pieza con incontenible emoción, se introducen varios insertos:
1) Lola Johnson (Lindsay Lohan), hija, a su vez, de Yolanda (encadenado de generaciones) sigue atenta la función. Obsesionada con la idea del suicidio, escribe poemas sobre jóvenes asfixiados por el gas del tubo de escape del automóvil. Su debut en el show está resuelto de modo muy divertido. Canta la célebre balada Frankie and Johnny, popularizada, entre otros, por Johnny Cash y Elvis Presley. Tras superar satisfactoriamente las primeras estrofas, la joven olvida, de repente, el resto de la letra de la canción. Zozobra, improvisa, finalmente, hace que los personajes de la balada mueran… ¡inhalando gas del tubo de escape del automóvil!;
2) Es descubierto el cadáver de Check Akers (L. Q. Jones), veterano country singer, quien, en el camerino, acabada su participación en el show, acude a una cita con la amante, pero, Asphodel se la ha adelantado, poniéndose en el lugar de Venus. Tal vez así fantaseó el viejo Altman con el momento de su propia muerte, abrazado, en el último show, a una mujer, como, por cierto, le ocurrió a Ernst Lubitsch. Puede haber muerte más dulce.
3) «The Axeman» (Tommy Lee Jones) observa desde el palco principal la actuación. Su imperturbable perfil, en primer plano, es el contrapunto de un busto de Scott Fitzgerald, efigie-símbolo del teatro, que vemos al fondo. «Creció aquí en St. Paul», informan previamente al «hombre de los despidos y quiebras» (en este film crepuscular todo son despidos y despedidas) cuando, al mostrarle el local, preguntara quién ese tipo: «Oh, es un tipo que, eh, solía venir a ver los programas.»
Altman dice adiós (el largo adiós) al cine y a la vida, ofreciendo al público un film que arranca como un «film noir». Guy Noir (Kevin Kline), encargado de seguridad del show, sale de un restaurante y se dirige al teatro. Una voz en off nos pone en situación: «Era una noche lluviosa de sábado en St. Paul. Yo acababa de comer un sándwich de queso tostado con frijoles para terminar, y era hora de regresar al trabajo del otro lado de la calle. Soy un detective privado. Me llamo Noir. Guy Noir.» Ya dentro del local, comienza el espectáculo sobre los últimos días de radio. It’s showtime, folks

sábado, 9 de abril de 2011

EL PAPEL DE KUROSAWA EN EL CINE

Muerte de Yamagata Masakage, la bandera del fuego. Kurosawa Production Inc.

Hasta el 12 de junio de este año puede contemplarse en el Museo ABC de Dibujo e Ilustración de Madrid «La mirada del samurai: los dibujos de Akira Kurosawa», una amplia muestra de dibujos y storyboards realizados por el cineasta japonés. La exposición contiene 115 trabajos en papel que sirvieron de esbozos para el rodaje de sus seis últimos filmes: Kagemusha, la sombra del guerrero (Kagemusha, 1980), Ran (1985), Los sueños de Akira Kurosawa (Konna Yume Wo Mita, 1990), Rapsodia en agosto (Hachi-gatsu no kyōshikyoku, 1991), Espera un poco (Madadayo, 1993) y El mar que nos mira (Umi wa mitrita, 2002).


Se ha dicho que Kurosawa rodaba una película de samuráis como si se tratase de un western. La admiración que siempre sintió por John Ford es, en efecto, pública y manifiesta. En el Prólogo de su Autobiografía, leemos, por ejemplo, esta confesión:

«[Además de Jean Renoir] Hay otra persona a la que gustaría parecerme a medida que me hago mayor: al fallecido director de cine norteamericano John Ford. También me ha motivado [escribir las memorias] mi pesar de que John Ford no dejase una autobiografía. Claro está que comparado a estos dos maestros ilustres, Renoir y Ford, yo no soy más que un pequeño chaval.» Kurosawa, cuando escribió estas líneas, contaba setenta y un años. Acababa de estrenar Kagemusha. Todavía tenía muchas más cosas que decir.

Noche en el cuartel del ejército de Takeda. © Kurosawa Production Inc.

También es verdad que el western, pero también el cine en su conjunto, deben mucho a la mirada y al oficio de este descendiente de samuráis que nos ha dejado obras cinematográficas tan imprescindibles —aparte de las ya citadas— como Rashomon (1950), Vivir (Ikiru, 1952), Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954), Trono de sangre (Kimonosu-jo, 1957), Derzu Uzala (1975).



Dibujado y dirigido por Akira Kurosawa.


lunes, 4 de abril de 2011

DEADWOOD: EL NACIMIENTO DE UNA CIUDAD FRONTERIZA


Producida por la Red Board Productions y la Roscoe Productions en asociación con la HBO, Paramount Televisión y la CBS (en la tercera temporada), y emitida, en su estreno, por la cadena HBO, Deadwood (2004-2006) es una de esas series de TV que destilan cine (de calidad) por todos los poros. Destila cine y whisky, sexo y violencia, acción y espíritu pionero, historia y leyenda. Todo lo que el espectador, y el cinéfilo, puedan desear, servido de un trago, dejándole un buen sabor en el paladar. Un producto notable, original, innovador.
Serie creada por David Milch, Deadwood es un western. Eso para empezar. Un western que aporta una nueva mirada cinematográfica al género. Los precedentes estéticos más directos los encontraríamos, por ejemplo, en Sin perdón (Unforgiven, 1992) de Clint Eastwood, entre otros títulos recientes. Pero, Deadwood es otra cosa. La mirada ahora es todavía más realista (realismo «sucio»), menos estilizada, despejada y recreativa que en los filmes precedentes del Oeste.  

El ambiente del saloon, uno de los iconos del género, nunca ha sido filmado como en esta serie, donde la iluminación «natural» (si bien, rodada en estudio), crea un espacio contrastado, entre tinieblas, ilustrado con luces de candil y sombras de sordidez, que aporta un especial grado de «verismo» a la historia. La dirección de fotografía en la serie destaca como uno de sus mayores atractivos. Aunque no sea el único.
Y es que, circunstancia extraordinaria en el género, estamos ante un western de interiores. Las verdes praderas, los horizontes lejanos, los ríos multicolores sin retorno, las montañas rocosas, están ausentes en Deadwood. Apenas hay tiroteos, y los duelos no son a tiro limpio, sino con los puños. En Deadwood, se disparan, sobre todo, las lenguas. El lenguaje, soez y rudo, tiene en la palabra «fuck» a su principal protagonista: sólo en la primera hora de la serie se pronuncia 43 veces. El escenario es sencillo, mugriento y austero. El decorado, indecoroso y parco: la calle principal embarrada, salones sórdidos y burdeles impúdicos, algunos hoteles con aspiraciones de respetabilidad, restaurantes de genuino fast food, comercios incipientes, aunque atiborrados de objetos múltiples. Real como la vida misma en una ciudad de frontera en el lejano Oeste. Deadwood en lo formal y lo argumental, tiene un eco de tragedia. Diría, incluso, que aires de ópera. La fanciulla del West de Puccini, en versión hard… Drama, pasión y oro.
Deadwood, 1876
El título de la serie —Deadwood— remite a la ciudad fronteriza de Dakota del Sur, en los tiempos en que estaba por definir su estatuto territorial y administrativo, hasta ser, finalmente, anexionada por el territorio de Dakota. Corre el año 1876 en el «salvaje Oeste», expresión que acaso nunca haya tenido más sentido que en esta ocasión. El general Custer acaba de morir con las botas puestas y el grito de ¡Oro! produce una fiebre alta y una quimera contagiosa que a algunos hará ricos y a casi todos conducirá a la mala vida. Ante la llamada de la mina, la pepita y el polvo, ¿qué mejor sitio adonde ir que a Deadwood?
Deadwood no es sólo una ciudad sin ley ni orden. Es una ciudad sin vergüenza, abierta en canal, como una res, igual que un libro de contabilidad, afín a un código regido por la violencia, lo mismo que un nicho de votos electorales, semejante a una veta de oro, tal que una ramera de burdel, equivalente, en fin, al comienzo de una nueva vida para unos hombres y unas mujeres sin tierra ni nada que perder, aunque con mucho pasado por detrás y un futuro incierto por delante. Deadwood, ciudad de pioneros, emerge en territorio indio, una región por colonizar y civilizar. Pronto se convierte en un melting pot de razas, oficios y destinos cruzados; en el objetivo de rufianes, meretrices, jugadores de póquer y políticos; en una comunidad primitiva, rudimentaria, inaugural. Deadwood, 1876: el nacimiento de una ciudad fronteriza.
En Deadwood, historia y ficción unen sus fuerzas para ofrecer recreación de hechos y espectáculo. El arte (desde el primero hasta el séptimo… de caballería) no tiene la obligación de contar la verdad, para ese fin están el conocimiento y las ciencias. Ahora bien, aquello que se narra y describe, debe resultar verosímil. Pues bien, simplificaré mi punto de vista sobre la cuestión con la siguiente sentencia: la serie «Roma» es a la antigua Roma lo que «Deadwood» es al lejano Oeste americano.


En el libro Gregorio Doval, «Breve historia del Salvaje Oeste. Pistoleros y forajidos», reseñado en mi blog de viajes, leemos lo que sigue:
«Otro famoso centro de prostitución fue, cómo no, Deadwood, la problemática ciudad de Dakota del Sur. El primer contingente de chicas llegó casi a la par que los primeros colonos en junio de 1876, en una caravana conducida por Charlie Utter [Dayton Callie], en la que también viajaban Wild Bill Hickcok [Keith Carradine] y Calamity Jane [Robin Weigert].
Cuando la ciudad alcanzó su auge definitivo, destacaron, sobre todo, dos madamas también muy famosas Dora DuFran y Mollie Johnson.» (pág. 302)

Entre corchetes he añadido al texto, por mi cuenta, el nombre de los actores y actrices que interpretan en la serie a esos personajes reales. Las célebres gerentes de casa de colipoterras, Dora DuFran y Mollie Johnson no están directamente representadas, aunque sí indirectamente, al inspirar ambas el personaje de Joanie Stubbs  [Kim Dickens, también en el reparto de Treme], madama delegada del saloon The Bella Union, primero, y, posteriormente, co-propietaria del burdel The Chez Amis. Con todo, el personaje principal de la serie es Al Swearengen (histórico, a su vez), propietario de  The Gem Saloon —epicentro de la serie— y auténtico factótum de la ciudad, muy bien interpretado por el actor inglés Ian McShane. En cuanto a Timothy Olyphant, que se pone en la piel del personaje principal de la serie, el sheriff Seth Bullock (sí, sí, existió, existió), mejor intentar ignorarlo y concentrarse en el resto.


 Deadwood, tras recorrer tres temporadas con gran acogida de público y crítica, abruptamente ha visto cancelada su continuación, dejándonos a los seguidores de la serie a tres velas. Como causa de la interrupción, háblase de problemas de financiación, así como de desacuerdos serios entre sus responsables. Llegó a proponerse hasta realizar dos largometrajes para el cine que sirviesen de colofón, cerrando de paso las secciones de la historia que han quedado abiertas. Pero, de momento, la serie Deadwood ha quedado descabalgada. Una lástima.

¡Extra! ¡Extra!
Para finalizar, es justo hacer una mención especial a la cabecera de la serie Deadwood, un tema éste que seguimos con interés en Cinema Genovés


De tan sólo un minuto y treinta y ocho segundos de duración, no puede tildarse de ejemplar, aunque sí de muy ilustrativa y, claro está, concisa. Lo bueno, si breve… Los momentos más brillantes del opening tal vez sean las imágenes en las que el oro en polvo y el escanciar del whisky, dos tesoros dorados, acaban confundiéndose en el montaje. O advertir a un minero que, rastreando pepitas de oro en la canalización de agua, acaba encontrándose con su propio diente en la mano. Curiosamente, gran parte de la secuencia está rodada en exteriores naturales. Una cabecera para una serie filmada en interiores…
La música de la secuencia inicial de títulos de crédito está compuesta por David Schwartz. Sin tratarse tampoco de una creación espectacular, se trata de una pieza que suena a puro Oeste, a tierra de conquista, a un country party junto a un carreta y un fuego de leños. Los violines y las guitarras dialogan, con un eco de percusión sobre tripa tirante, rasgan las cuerdas en esta música rabiosa, de ritmo frenético, arrancando de su vientre de madera agudos acordes y cimbreantes acentos. Finalmente, van apagándose los compases y los tambores cercanos, como cuando se relaja una tensión para vivir en la cuerda floja.