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jueves, 25 de diciembre de 2014

UNA NAVIDAD FELIZ CON GROUCHO Y CHICO MARX



«(Aporrean la puerta)

GROUCHO: Esto es un atropello, Ravelli: dejarnos fuera de nuestra propia oficina el día de Navidad. Yo, un ciudadano americano, y usted, que ni siquiera es americano. ¡Bonito día de Navidad! Tras despertarme esta mañana lo primero que he hecho es mirar en el zapato que puse bajo el árbol y ¿qué me encuentro? Su pie.
CHICO: ¿Y qué pasa? Usted me dio ese zapato.
GROUCHO: ¿Que yo le di ese zapato?
CHICO: Claro, ayer por la noche; le pregunté qué iba a regalarme para Navidad y usted me dijo que un zapatazo. 
[…]

 GROUCHO: Bueno, Ravelli, hemos empezado bien el día. Esta mañana he debido levantarme por el lado izquierdo de la mesa. Definitivamente, Santa Claus se ha olvidado de nosotros.
CHICO: Tal vez Santa Claus no ha querido bajar por nuestra chimenea porque le daba miedo que le disparasen.
GROUCHO: ¿Qué le disparasen en la chimenea?
CHICO: Claro. Seguro que ha oído usted hablar del tiro de la chimenea.

[…]

CHICO: Oiga, yo me sé dos villancicos.
GROUCHO: Si se sabe dos, cante uno.
CHICO (con voz de tenor): «Nevadá, Nevadá, blanca Nevadá…»
HORACE (un niño de siete años]: ¡Buaaa! 
[…]
GROUCHO: Está usted en muy mala forma. Escuche, Ravelli. Horace está llorando y suena mejor que usted.
CHICO: Sabe, jefe, es que yo canto de oído.
GROUCHO: ¿Que canta de oído? Y por qué no lo intenta alguna vez con la boca. Notará la mejoría.»





Fragmentos del serial radiofónico Flywheel, Shyster y Flywheel, episodio nº 5, emitido el 26 de diciembre de 1932 (Five Star Theatre) 
en Groucho & Chico Abogados (Tusquets, 1989).





lunes, 22 de diciembre de 2014

lunes, 1 de diciembre de 2014

LA ESPÍA NÚMERO 13 (1934)


Título original: Operator 13
Año: 1934
Duración: 85 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Richard Boleslawski
Guión: Robert W. Chambers, Harvey F. Thew
Música: William Axt
Fotografía: George J. Folsey
Reparto: Marion Davies, Gary Cooper, Jean Parker
Productora: Cosmopolitan Productions / Metro-Goldwyn-Mayer (MGM)

La década de los treinta en el siglo XX es, a mi juicio, una de las etapas más fructíferas y valiosas de la historia del cine, tanto en Hollywood como en el resto del mundo. El mencionado periodo culmina en 1939, el año acaso más fértil y feliz de todos los tiempos en materia cinematográfica, como he tenido ocasión de homenajear en Cinema Genovés. Con el cine sonoro ya asentado, la estética y la escritura fílmica del cine silente se encuentran todavía próximas —y aun en no pocos casos, vigentes— en los trabajos de los estudios, además de mantenerse por entonces en activo bastantes de los pioneros del Séptimo Arte, trátese de productores, directores, técnicos o actores.

Richard Boleslawski
Un perfecto ejemplo de lo dicho puede comprobarse en La espía número 13 (Operator 13, 1934), film producido por Cosmopolitan Productions / Metro-Goldwyn-Mayer y dirigido por Richard Boleslawski (1889 -1937). Nacido en Polonia, cuando todavía pertenecía al imperio ruso, Boleslawski huye de la revolución bolchevique al Oeste de Europa, instalándose, finalmente, en Estados Unidos en el año 1920. Con un sólido bagaje adquirido en la interpretación y la dirección teatral durante su juventud, no le costó ser contratado en Hollywood, donde no sólo se integra felizmente, sino que llega a erigirse en un acreditado y afamado profesional, el «más norteamericano” de los directores norteamericanos» (NUSINOVA, Natal’ja, «Los rusos en Estados Unidos. El cine de la primera emigración», en BRUNETTA, Gian Piero, Historia mundial del cine. Volumen primero: Estados Unidos. Tomo primero, Akal, Madrid, 2011). 

Por desgracia, fallece prematuramente, a la edad de 47 años, dejando una filmografía cercenada (poco más de veinte títulos), pero de sumo interés. De hecho, la muerte se lo llevó durante el rodaje de su último film, The Last of Mrs. Cheyney (1937), siendo terminado por Dorothy Arzner y George Fitzmaurice.


La espía número 13, aun sin ser distinguido, comúnmente, en su filmografía, merece ser conocido o, en su caso, revisitado. Además del aliciente de tratarse de un producto Boleslawski (garantía de buen hacer profesional), la cinta tiene el atractivo de lucir un reparto estelar, encabezado por Marion Davies y Gary Cooper, la actriz en su etapa descendente; el actor, en la ascendente. Sea como fuere, ambos realizan una espléndida labor en esta película ambientada en la Guerra Civil americana, centrada en uno de sus aspectos menos tratados: los servicios de espionaje en los ejércitos en liza.


La trama transcurre a lo largo de todo el conflicto militar y civil, y es la gran habilidad del cineasta para la transición narrativa, la elipsis y el montaje lo que permite que en menos de noventa minutos de metraje asistamos a una emocionante y muy entretenida película, en la que el género bélico, el drama romántico, la comedia y aun el musical se integran con gran pericia. Gail Lovelless (Marion Davies) es una artista de variedades, reclutada por el ejército del Norte con la misión de infiltrarse junto a una amiga, Eleanor Shackleford (Jean Parker), en territorio sudista (Gail con la cara tiznada —Al Jolson en femenino—, haciéndose pasar por sirviente de raza negra), intimar con la oficialidad local y conseguir información valiosa que favorezca las operaciones militares. 

Pero, ay, uno de los oficiales rebeldes es el capitán Jack Gailliard (Gary Cooper), de quien Gail se enamora perdidamente. Descubiertas las dos espías por los servicios secretos del Dixieland, consiguen escapar y vuelven al Norte, donde la joven adopta otra falsa identidad (gajes del oficio), si bien recupera su tez natural blanquísima. Dichos enredos generan múltiples confusiones y malentendidos, resueltos muy hábilmente tanto en el registro de la comedia como del drama.


Boleslawski es, sin duda, un director virtuoso, cuya tarea se vio favorecida por la colaboración de competentes colaboradores del estudio; George J. Folsey gana el Oscar a la Mejor Fotografía en el año correspondiente al estreno del film. Rueda con similar soltura tanto los números musicales como las secuencias románticas o las escenas de guerra, aunque respetando en cada momento las reglas propias de cada situación y género. Marion Davies interpreta muy graciosamente un número de varietés a partir de un juego de sombreros y gorras en los primeros compases del film, y los MiIls Brothers interpretan varias piezas, cuyas melodías van integrándose en momentos sucesivos de la banda sonora. 



Los encuentros amorosos encajan bien con las particularidades del argumento, exigiendo ternura y pasión o acción y emoción (la secuencia en la que huyen unidos por las muñecas con las esposas) según las circunstancias. Y muy meritorias son, en fin, las escenas bélicas, en especial, la que muestra a las tropas sudistas siendo repelidas por los del Norte mientras cruzan el río Potomac con intención de atacar Washington (estoy por asegurar que Sam Peckinpah visionó con gran interés y para provecho propio dichas secuencias).

Film recomendable, realizado por un cineasta que merece ser tenido en cuenta.




lunes, 24 de noviembre de 2014

EL MONSTRUO DE LA CIUDAD (1932)


Título original: The Beast of the City
Año: 1932
Duración: 86 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Charles Brabin
Guión: John Lee Mahin a partir de una historia de W.R. Burnett
Fotografía: Norbert Brodine
Reparto: Walter Huston, Jean Harlow, Wallace Ford, Jean Hersholt, Dorothy Peterson, Tully Marshall, John Miljan, Emmett Corrigan, Warner Richmond, Sandy Roth, J. Carrol Naish
Producción: Cosmopolitan Productions / Metro-Goldwyn-Mayer (MGM)

El género de cine de gángsters tuvo su época dorada, por poner dos notorios puntos de referencia, desde el año 1927, con el estreno de La ley del hampa (Underworld. Josef von Sternberg), hasta la producción en 1934 de Manhattan Melodrama (El enemigo público número 1. W. S. Van Dyke). En 1933 se deroga la Ley Seca, hecho relevante que impone una transformación radical en el mundo de la mafia y el hampa, dirigiendo su actitud criminal hacia nuevos objetivos. La creación artística de tal submundo ya no será igual. Entre las citadas dos fechas, en los viejos tiempos, no cabe olvidar algunos films emblemáticos sobre el tema: The Racket (1928. Lewis Milestone); Hampa dorada (Little Caesar, 1931. Mervyn LeRoy); El enemigo público (The Public Enemy, 1931. William A. Wellman; Scarface, el terror del hampa (Scarface, 1932. Howard Hawks). Según los gustos y pareceres de cada cual la lista podría incorporar más títulos. Estoy de acuerdo. A eso voy…


El espacio de esta semana en Cinema Genovés, con probada vocación por la revelación cinematográfica, está reservado a El monstruo de la ciudad (The Beast of the City, 1932), film muy estimable, pero que por distintos motivos suele olvidarse, excluirse o repudiarse sin más a la hora de seleccionar películas imprescindibles en el género gangsteril. Dirigida por Charles Brabin (1982-1957) y producida por Metro-Goldwyn-Mayer, la cinta se distancia notoriamente del tratamiento dado al género por otras empresas de la competencia, cuyas producciones son, por lo general, bastante comprensivas y aun complacientes con las labores del hampón y los mismos personajes mafiosos, retratados como “producto/víctima de la sociedad”, cuando no erigidos directamente en los “héroes” de las películas. Dicha perspectiva del gangsterismo, de la mafia y del hampa es particularmente reconocible en los productos facturados por Warner Bros. durante aquellos años, como he tenido la ocasión de analizar en mi monografía sobre el director Mervyn LeRoy. Al libro remito al lector interesado en conocer más detalle sobre el asunto.


En El monstruo de la ciudad, los policías son “los buenos” y el héroe del film es un oficial de la policía de Nueva York, Jim Fitzpatrick (Walter Huston), enérgico e impulsivo agente (“fanático” lo define Noël Simsolo en su libro El cine negro  [2005 ]) empeñado en vencer a la “bestia” de la ciudad, esto es, la comunidad matona que amenaza, extorsiona y aterroriza a la sociedad. En esta ocasión, el capo a quitar del medio (la bestia debe morir) es Sam Belmonte (Jean Hersholt), aunque para lograr dicho propósito muchos y honestos miembros del cuerpo policial den su vida en acto de servicio. También para los mismos mandos superiores del cuerpo de policía, Fitzpatrick es agente problemático, difícil de controlar y domesticar, demasiado recto y cumplidor (con su proceder pone en evidencia a quien no lo es…) hasta el punto de degradarle y enviarle, durante un periodo de castigo, para cumplir tareas administrativas a una comisaria de barrio; en verdad, excéntrica: los carruajes son arrastrados por caballos con sombrero y “aparcan” sin miramientos a las puertas mismas de la jefatura.


Fitzpatrick no sólo es persona íntegra en su profesión, sino también en el ámbito privado y familiar. El film consagra una buena parte del metraje en mostrar tanto la camaradería existente entre los miembros del cuerpo cuanto los afectos en la vida familiar. Para tal fin, la cinta recurre a menudo al humor y al toque de comedia: las adolescentes hijas gemelas del detective preparan para el desayuno unas tortitas incomestibles, que con disimulo acaban redirigidas al perro; el hijo (Mickey Rooney en su primera interpretación en la pantalla a la edad de 12 años) pide a su padre que le lea los cómics del periódico).


No obstante, hasta en el propio hogar, en los momentos decisivos se impone el elemento dramático. En la secuencia previa a la impactante y extraordinaria conclusión de la película, en la que los agentes de policía se baten en singular duelo a tiros con los miembros de la banda, Fitzpatrick, sabedor de grave riesgo que corre en su misión de detener a Belmonte y sus “muchachos”, sale de la casa de madrugada, no sin antes acariciar a su esposa, dar el último adiós con la mirada a sus hijos que duermen en sus respectivas habitaciones y dejar en el mueble del recibidor la póliza de su seguro de vida y la cartilla del banco con los ahorros de la familia.

El núcleo familiar incluye asimismo a Ed (Wallace Ford), hermano de Fitzpatrick, agente de policía a su vez, asignado al departamento antivicio. El detective le encarga una misión audaz y muy peligrosa, en verdad: vigilar a Daisy (Jean Harlow), amiguita de Belmonte. La presencia de Harlow en la película, sensual y provocativa en grado sumo, la sitúa en el epicentro del cine pre-code (aunque no sea éste el único rasgo caracterizador). Véase la rueda de reconocimiento en la comisaría donde hace su radiante aparición; el primer encuentro con el Ed, a quien se insinúa de modo muy excitante; y, en fin, en la secuencia que confirma su condición de amantes, Daisy ofrece a Ed (y paso al respetable público) una explosiva danza del vientre ciertamente para quitarse, como mínimo, el sombrero…





Amistad ciertamente peligrosa, las armas de mujer fatal de Daisy consiguen poner a Ed al límite, del deber y lealtad, de la pasión y la obligación, como hombre y como agente de policía, lo que desencadena una dramática situación que precipita los acontecimientos.

La secuencia final del film transcurre durante una fiesta que congrega a toda la banda en franca francachela. Se trata del momento culminante del film, rodado con brío y un buen oficio por parte de Brabin. Preside la celebración un muñeco que reproduce la efigie de Fitzpatrick. Repárese en la manera lúbrica, casi obscena, de escanciar Daisy el champaña de la botella asid a la mano derecha del Fitzpatrick de juguete que han querido convertir en marioneta. Hasta que Fitzpatrick irrumpe en carne mortal en el cotarro, dirigiendo la patrulla policial.



No puede hablarse aquí de final feliz en este film. Es verdad que Belmonte y los suyos se llevan su merecido, aunque a un precio muy alto a costa del cuerpo de policía de Nueva York.






El monstruo de la ciudad es un film muy bien narrado por un director apenas conocido. Nacido en Inglaterra, sépase que Charles Brabin emigró a EE UU a principios del siglo XX rodó más de cien películas, aunque acaso su mayor mérito haya sido estar varios años casado con la primera vamp de la historia del cine, Theda Bara. Brabin planifica La bestia de la ciudad con gran imaginación, agilidad y audacia, con sobrios y contenidos empleos de la grúa y el travelling, asegurando unas potentes imágenes que trasmiten un gran poder de sugestión. El film contiene, por si esto fuera poco, algunas sorpresas, homenajes y guiños al espectador, el cual no advertirá si no está atento a la pantalla. Como debe ser. He aquí una pista.


Atentos a la fotografía de la izquierda que puede verse en una de las escenas del film



lunes, 17 de noviembre de 2014

NOCTURNO (1946)


Título original: Nocturne
Año: 1946
Duración: 87 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Edwin L. Marin
Guión: Jonathan Latimer y Joan Harrison (no acreditada) a partir de una obra de Rowland Brown y Frank Fenton.
Música: Leigh Harline
Fotografía: Harry J. Wild
Reparto: George Raft, Lynn Bari, Virginia Huston, Joseph Pevney, Myrna Dell, Edward Ashley, Walter Sande, Mabel Paige, Bern Hoffman, Queenie Smith, Mack Gray
Producción: RKO Radio Pictures


Pocas, muy pocas, páginas tienen reservadas las enciclopedias, las historias y los libros de cine al director norteamericano Edwin L. Marin (1899–1951). A no muchos aficionados al cine les suena su nombre, y menos aún frecuentan sus películas. No obstante, se trata de un cineasta cuyo trabajo merece ser conocido. Perteneciente a la generación de realizadores pioneros en Hollywood, Marin se incorpora desde muy joven a los estudios. Con veinte años ya es ayudante de dirección, y en 1932 rueda su primer film, El beso de muerte, una muy original, entretenida y curiosa intriga (el actor Bela Lugosi, para variar, hace de “bueno”) a partir de la investigación de un asesinato durante la filmación de una película en el mismo set de rodaje donde se rueda el film (cine dentro del cine). Desde ese momento, el cineasta nacido en New Jersey hace su labor con regularidad, pero asimismo con variedad, tanto en lo que se refiere a estudios cinematográficos como a los géneros tratados, hasta llegar la completar una filmografía con más de cincuenta títulos.

Esta última circunstancia —la variedad— no obsta para que, al mismo tiempo, el nombre de Marin esté asociado a determinados actores y actrices. Hace ocho títulos, la mayor parte, westerns, con Randolph Scott; seis films con el actor Reginald Owen, entre ellos una adaptación cinematográfica de la novela Estudio en escarlata de Arthur Conan Doyle, en la que encarna a un peculiar —por no decir inverosímil— Sherlock Holmes; otras seis cintas con George Raft; y, en fin, cuatro films del serial —con diez entregas en total— basado en un popular personaje de ficción, la showgirl Maisie Ravier, interpretada por la actriz Ann Sothern.


Tan lejos de la caracterización del director convencional y rutinario como del innovador epatante, Marin es un cineasta inquieto y dinámico, que sabe sacar el mejor partido del trabajo en los estudios, sean grandes, medianos o pequeños, y de la colaboración con otros participantes en la producción de películas: guionistas, director musical y de fotografía, etcétera. Dicha particularidad resulta especialmente perceptible en Nocturno (Nocturne, 1946). 

En este sorprendente y muy atractivo film, Marin dirige una “orquesta” de competentes profesionales en la narración de una trama criminal muy bien hilvanada y mejor escrita por
Jonathan Latimer y Joan Harrison (sin acreditar), amenizada por un motivo musical —titulado justamente Nocturne—, compuesto por Leigh Harline, que va punteando el devenir de la historia y marcando algunos momentos de especial suspense y/o relevancia en el desarrollo de la misma.



El arranque de la película ya pone al espectador en guardia y con la mirada fija en la pantalla. Tras los títulos de crédito que discurren sobre una panorámica nocturna de Los Angeles, un largo travelling aéreo aterriza en el salón de la mansión en que reside el compositor Keith Vincent (Edward Ashley). Sentado frente al piano, da los últimos retoques a la pieza que está componiendo, Nocturno. Mientras tanto, hace saber a mujer que le acompaña en la estancia (sentada en un sillón, el rostro en la penumbra) que la relación que mantenían hasta ese instante ha terminado.

Vincent es un conquistador. Una de las paredes de la sala exhibe, cual trofeos, las fotografías de sus amantes, algunas de las cuales las presenta él mismo, introduciendo variaciones musicales al piano según las características de cada una:Esa era medio española. Me siguió por toda Sudamérica. Esto lo compuse para ella”. Poniendo, pues, música a su recado, pretende dejar claro a la última amante, allí presente, que ella sólo es una más y que todo ha acabado. Y tanto que ha acabado, sobre todo para el propio Vincent. De pronto, recibe un disparo en la cabeza. La mujer misteriosa y despechada desaparece, quedando el salón en silencio.



Efectivos de la policía se han visibles en el lugar de los hechos, entre ellos el detective Joe Warne (George Raft). La escena del crimen ha quedado compuesta (manipulada, en realidad) de modo que la muerte de Vincent parezca un suicidio. Dictamen que corrobora el oficial al mando de la investigación. No obstante, Warne tiene sus dudas al respecto, y solicita permiso para quedarse en la casa una vez el equipo policial da por completadas las primeras pesquisas del caso. 


Reparando en la partitura del tema Nocturno, que descansa sobre el atril del piano, advierte que lleva una dedicatoria escrita a mano: A Dolores. Guarda la partitura en el bolsillo y comienza la investigación que se torna cada vez más intrincada. Para empezar, debe localizar a la Dolores en cuestión, primera sospechosa. Mas, sucede que el finado denominada “Dolores” a todas sus incontables amantes…


Este dato lo han confirmado los miembros del servicio en la casa de Vincent, entre ellos una rubia y atractiva muchacha, durante el interrogatorio:

- ¿Cómo te llamas?
- Susan Flanders (Myrna Dell). Trabajo aquí.
- ¿De qué?
- De criada.
- ¿Has oído algún ruido inusual? ¿Algún disparo?
- Nada de lo que oiga aquí es inusual. Estaba durmiendo con tapones.
- ¿Tapones? ¿Por qué?
- No soporto su música. Es repulsiva. Además, estaba dormida.
- ¿A las 10?
- Siempre me acuesto a las 9.
- ¿Puedes demostrarlo?
- Resulta que duermo sola.
- Ven (Mostrando el cadáver a la criada)
- ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Romper a llorar?

He aquí una pequeña muestra de lo que espera al espectador que siga la indagación policial de Warne: intriga y emoción sazonadas por unos diálogos ingeniosos y muy agudos. El detective va tras los pasos (y las piernas) de una sospechosa muy particular, Frances Ransom (Lynn Bari), presentada al espectador en un virtuoso ejercicio de estilo por parte de Marin. Tras visitar al fotógrafo que firma las piezas ganadas en el singular museo de Vincent, Warne pide una copia fotográfica de Frances. Vemos la imagen de la muchacha, formándose en la cubeta de líquido para el positivado de fotos y, a continuación, fundiéndose con Frances misma emergiendo de una piscina.



En una secuencia posterior, Warne interroga a la profesora de baile a quien le cuesta tomarlo por oficial de policía. He aquí otra perla de diálogo:

- ¿Por qué dice que yo no soy detective?
- No sea tonto. ¿Desde cuándo los detectives se quitan el sombrero?

Al detective Warne le atrae mucho Frances, cosas que pasan de tanto seguirla, al tiempo que ésta se muestre misteriosa recelosa y esquiva. Solitario y maduro solterón, el detective vive con su madre, quien te proporcionará algunas pistas decisivas para la resolución del caso. En un momento concreto, le pide consejo:

- ¿Qué dirías si me casara con una asesina?
- No me importaría, mientras sea buena chica…


Deleites y amenidades de este género podrá disfrutar el espectador —también cameos de actores y actrices muy conocidos en aquellos años: Bernard Hoffman, Queenie Smith, Mack Gray; y más guiños cinéfilos de cine dentro del cine... — que se acerque a este thriller de la RKO, soberbio, inteligente, teñido por un barniz de ensueño, casi diríase de fantasmagoría.




lunes, 10 de noviembre de 2014

LOS CAUTIVOS (1957)


Título original: The Tall T
Año: 1957
Duración: 78 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Budd Boetticher
Guión: Burt Kennedy, basado en una historia de Elmore Leonard
Música: Heinz Roemheld
Fotografía: Charles Lawton Jr.
Reparto: Randolph Scott, Richard Boone, Maureen O'Sullivan, Skip Homeier, Henry Silva
Producción: Columbia Pictures



Budd Boetticher no es un director sobresaliente, para qué nos vamos a engañar, pero hizo películas muy interesantes. Acercarse a su filmografía supone una experiencia que merece la pena, que recomiendo a todo buen aficionado al cine. En particular, la aportación al western del cineasta nacido en Chicago la juzgo incuestionable, y aun valiosa. Mi primer contacto con el cine del Boetticher tuvo lugar con el visionado, hace un montón de años, de El desertor del Álamo (1953), y quedé fascinado. Nunca ha estado mejor Glenn Ford —por lo general, actor harto desabrido— en un papel protagonista, y alguna superproducción, pasada o reciente, sobre la célebre resistencia numantina en Texas queda en evidencia cuando la cotejamos con la modesta aunque potente cinta de aventuras en la frontera.

Curiosa coincidencia. Fue precisamente John Wayne —director de El Álamo (1960)— quien en buena medida alentó y favoreció la carrera de Boetticher, al producir Bullfighter and the Lady (1951), título que le introdujo en la industria cinematográfica por la puerta grande. Por si esto fuera poco, John Ford pidió visionar la película antes del estreno, la cual le encantó. Dispuesto a patrocinarla, puso como condición hacer un nuevo montaje de la cinta en el que se suprimiesen bastantes “minutos de mierda”, que, a su juicio, desmejoraban el resultado. Los metros de cinta finalmente suprimidos incidían en los elementos más autobiográficos del film. Cineasta principiante, Boetticher no replicó entonces al mejor director del mundo. Pero, poco después rompió relaciones con el Duke y el Papi.

Tal vez en el episodio mencionado se halle la clave del cine de Boetticher. Situado en ese momento, sin delicadezas ni medias tintas, en pleno dilema sobre qué destino seguir, debía elegir entre incorporarse de lleno al sistema de trabajo de los estudios de Hollywood o seguir su camino en el mundo del cine de la manera más independiente posible. Urgía decidirse entre la profesión o la vocación. Optó por la segunda opción. El balance consiguiente es una filmografía, ciertamente original y personal, pero también irregular, desigual, mediana. Una trayectoria que le llevó a facturar sobre todo producciones de bajo presupuesto, realizadas casi siempre con más pasión que destreza; por no denominarlas de “cine B”, calificación que el cineasta, claro está, detestaba, y en rigor acaso no sea justo ni riguroso aplicar en su caso.


Sea como fuere, Boetticher, emprendió su destino de caballero andante, sin poseer el talento de Allan Dwan, ni de Samuel Fuller, ni de Donald Siegel, pongamos por caso. Amaba más el mundo relacionado con el cine que el oficio cinematográfico mismo; aunque Boetticher no tenía el genio transitorio de John Huston. Rueda una serie de westerns paralelos con un mismo actor fetiche al frente y similar voluntad de crear un mundo propio, pero Boetticher no es Anthony Mann.

Con todo, el conjunto de la filmografía de Boetticher ofrece un panorama muy atractivo, conteniendo algunos episodios ciertamente notables; por ejemplo, el conocido como ciclo “Ranown”, el cual agrupa las películas filmadas bajo el sello de la productora del mismo nombre montada por el actor Randolph Scott y el productor Joe E. Brown, con la participación de la Columbia en la distribución.

Firma, en particular, algunos westerns memorables. De entre ellos, propongo reparar en el que he seleccionado esta semana en Cinema Genovés: Los cautivos (The Tall T, 1957).



El guión de Los cautivos está escrito por Burt Kennedy (quien también ejerció de realizador, con menos fortuna, a mi parecer, que en las tareas de escritor) a partir de una historia del consumado novelista Elmore Leonard, muchos de cuyos trabajos han sido adaptados a la pantalla, tanto en el género del western como en el policíaco. Pat Brennan (Randolph Scott) es un maduro vaquero que deambula por la pradera a pie, cargando la silla de montar sobre los hombros. Ha perdido el caballo en una apuesta con el dueño del rancho en que había trabajado durante años como capataz. Lo usual es que Boetticher principie los films con secuencias que muestran la silueta de un jinete solitario cabalgando por las colinas, las praderas o entrando en un poblado. En esta ocasión, Boetticher hace patente, más que nunca, de modo más trágico y explícito, la soledad del héroe: el vaquero descabalgado.




Brennan tiene la buena fortuna de que una diligencia lo recoja en el camino. La conduce un viejo amigo del vaquero, quien lleva en viaje privado a una pareja de recién casados: Willard y Doretta Mims (John Hubbard y Maureen O’Sullivan). La mala suerte viene poco después: unos bandoleros comandados por Frank Usher (Richard Boone) detienen el carruaje, confundiéndolo con el que hace la ruta habitual, según sus informaciones, portando una importante cantidad de dinero. Tras matar al conductor, mantienen retenidos a los pasajeros en el refugio de los malhechores, pequeño espacio donde transcurre la acción principal del film. Mientras tanto, vigilan la ruta de la próxima diligencia, la cual, pasando los días, no llega.

Nervioso y asustado, Willard Mims informa a Usher sobre la fortuna del padre de su esposa. Le propone pedir rescate por la liberación de Doretta, ofreciéndose él mismo a negociar el asunto y traer el dinero. Antes de partir, pide al raptor despedirse de mi esposa, ya que acaso puede preocuparse por su ausencia.

Frank Usher: Nosotros nos despediremos de ella por usted. (Dirigiéndose a Brennan). Ese tipo pone a su mujer en peligro y luego quiere un beso de despedida…
Brennan: Eso lo entiendo. Lo que no entiendo es por qué ha pedido de rescate sólo 50.000 $
Frank Usher: No soy avaricioso.


Frank Usher, magníficamente interpretado por Richard Boone, se me antoja el más interesante villano de los que frecuentan las películas rodadas por Boetticher. Es un rufián, en efecto, mas no un cínico. Tan despreciable como el miserable y cobarde Willard Mims representa, sin embargo, la otra cara, la imagen en negativo, de Brennan. Ambos desean, en esencia, lo mismo (una esposa, un pedazo de tierra, preservar el amor propio, ser respetados) aunque para alcanzarlo empleen medios distintos. He aquí una expresión más del habitual fondo moral de los westerns de Boetticher.

Frank Usher: Un día tendré una casa. Lo he pensado. Lo he pensado mucho. Un hombre debería tener algo suyo, algo a lo que pertenecer. De lo que estar orgulloso.
Brennan: ¿Cree que lo conseguirá así?
Frank Usher: A veces no hay opción.

Al final del film, cada cual recibe su merecido.


Y es que tampoco Boetticher es un cineasta cínico ni pretende trastocar los valores ni reinventar el cine. No es más que un viejo romántico, un héroe, a su vez, individualista y independiente, fiel a la tradición cinematográfica, ceñido con todo el esmero del que fue capaz a los estándares del cine clásico. Lo cual no es poca cosa. No estamos, como he señalado al principio, ante un director refinado ni sublime, pero sobre la honestidad y la pureza de su trabajo no tengo la menor duda.