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miércoles, 29 de septiembre de 2010

LOSEY, DEL CINE-CLUB AL OLVIDO


Joaquín Vallet, Joseph Losey, Colección Signo e Imagen / Cineastas, Cátedra, Madrid, 2010, 327 páginas.

Para la solidez narrativa y visual demostrada, así como por el notable volumen, de su obra cinematográfica, no es el cineasta norteamericano Joseph Losey autor muy conocido entre el público, más allá del selecto grupo de cinéfilos y estudiosos del séptimo arte. Sus películas no se reponen con frecuencia en cines ni en televisión y la producción editorial y crítica de su cine tampoco rebosa de títulos. Este hecho queda todavía patenta si lo comparamos con otros autores de su generación, por ejemplo, Nicholas Ray, nacido dos años antes que Losey y oriundos ambos del mismo Estado norteamericano.
A fin de cubrir estas carencias, al menos por lo que respecta al segundo apartado, la editorial Cátedra acaba de publicar un completo ensayo sobre Losey a cargo del crítico de cine Joaquín Vallet (Valencia, 1978), subrayando la circunstancia de que se trata del primer libro editado en castellano consagrado a este director de cine.


Autor de cabecera y de culto para los aficionados a los cine-clubs durante los años sesenta y setenta, Losey pertenece, sin reservas, al grupo de cineastas de Arte y Ensayo, al de los cineastas “con mensaje”, realizadores de “cine intelectual”; y aun más de “cine comprometido”, unas tendencias muy celebrado en aquellas dos décadas prodigiosas. Tal vez sea ésta uno de las principales causas de que sus películas hayan envejecido mal y que vistas hoy resulten en exceso pretenciosas y aleccionadoras.
Joseph Losey, nace en La Crosse (Wisconsin, EEUU) en el año 1909. Ya desde joven muestra una gran inclinación artística por el teatro, afición que dejará una profunda huella en sus trabajos cinematográficos. Tras unos primeros pasos en la dirección de obras teatrales en Nueva York, llevando a la escena textos tan representativos como Galileo de Bertolt Brecht, Losey se traslada a Hollywood donde tiene la oportunidad de dirigir su primer filme en 1948, El muchacho de los cabellos verdes. Durante los años 50, realiza varios trabajos prometedores dentro del género de cine policíaco y de thriller. Sin embargo, en plena Guerra Fría, su militancia izquierdista (había viajado en los años 30 a la URSS para conocer de primera mano los métodos soviéticos de arte y propaganda y en los años 40 ingresa en el Partido Comunista), así como su empeño en dejarla reflejada dicha condición en sus filmes, le lleva a ser investigado por el Comité de Actividades Antiamericanas.
Losey emigra a Europa en 1952 y ya no regresará a EEUU. En el Viejo Continente desarrolla una abultada producción, casi una película al año, a veces, dos. A esta etapa pertenecen películas muy famosas en su momento como El sirviente (1963), Accidente (1967), El mensajero (1971), El asesinato de Trosky (1972), El otro señor Klein (1976) o la adaptación al cine de la ópera de Mozart Don Giovanni (1979). Muere en Londres en 1984.

El libro de Vallet, siguiendo el formato de la Colección Signo e Imagen / Cineastas de Cátedra, se estructura en dos grandes bloques: el primero, dedicado a la biografía del autor y a ponderar el conjunto de la producción cinematográfica de Losey; y el segundo, a reseñar y comentar la totalidad de su filmografía. Se ofrece, asimismo, un anexo informativo sobre la edición discográfica de las películas del autor, así como la edición de las mismas en DVD y una preceptiva bibliografía general sobre el cineasta y su obra.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

MADRES E HIJAS (2009)

Madres e hijas (2009). dirigida por Rodrigo García

MUJER: NATURALEZA VIVA

Comencé a interesarme por el cine de Rodrigo García (Bogotá, 1959) a raíz de la grata impresión que me produjo (que me produce: todavía tengo pendiente de asistir a algunas citas/capítulos de la serie) En terapia (In treatment, 2008), producida por la cadena norteamericana de cable HBO, de la que es su principal responsable artístico. Tal vez escriba largo y tendido algún día, aquí en Cinema Genovés, sobre la agudeza narrativa y la fuerza dramática de esta notable serie televisiva, interpretada, a la cabeza del reparto, por Gabriel Byrne. Será, en cualquier caso, cuando culmine la terapia ante la pantalla.
A la vista de lo anterior, decidí conocer más realizaciones del director colombiano, las cuales, en general, me han resultado interesantes. Sus primeras películas hay que entenderlas como una etapa de prácticas de dirección y montaje cinematográficos. En algunos casos, bastante logradas, en especial, y para mi gusto, su primer filme Cosas que diría con sólo mirarla (Things You Can Tell Just by Looking at Her, 2000). Buen narrador de historias, brillante guionista, sobrio planificador de escenas, está más influido por el «realismo sucio» norteamericano que por el «realismo mágico» latinoamericano, para entendernos. Hecho el rodaje o aprendizaje previos, llega el momento de la madurez como realizador, la hora del rodaje (shooting) como cineasta completo. El de su film más reciente, por ejemplo. Empecemos, pues, por lo último, por el momento, de Rodrigo García: Madres e hijas (Mother and Child, 2009).
A la hora de hacer la crítica de esta inteligente y valiente película, propongo olvidar de entrada las categorías tópicas que ya se han lanzado sobre ella, zumbando a su alrededor como moscardones, impidiendo poder escuchar su propia voz. No falta quien la ha etiquetado como obra de «cine independiente». También he leído/oído que se trata de una película «para mujeres» ¡e incluso «feminista»! El primer tópico lo dejaremos de lado, sin más contemplaciones, por tratarse de un cliché ideológico y no de una distinción artística, por ser, en suma, una caracterización confusa, oblicua y nada rigurosa. Por lo que respecta a la segunda cuestión, no cabe duda de que Madres e hijas es una película de mujeres, en primera persona, aunque componiendo un mural en grupo, un mosaico, quizás un rompecabezas, de vidas entrecortadas, vidas de mujeres en primer plano, con los hombres al fondo. De mujeres llenas de vida, pero que no tienen claro cómo darle salida.
Atiéndase al título, sin ir más lejos: mujeres en cinta, de generación a generación. Los principales papeles de la historia son femeninos, el argumento trata sobre la circunstancia de ser mujer, de ser madre e hija. He aquí la cuestión, pues. La cuestión cruda, en carne viva, de una obra situada en las antípodas del feminismo, que incluso, sospecho, irritará a progresistas y simpatizantes de ideologías sexistas.


Tres mujeres: Karen (Annette Bening), Elizabeth (Naomi Watts) y Lucy (Kerry Washington).
Karen dio a luz una niña a la edad de catorce años. Presionada por su progenitora, la entregó recién nacida en adopción a través de una institución católica. Ahora, más de treinta años después, es una mujer madura, otoñal, fisioterapeuta de profesión, que cuida también, personalmente, en casa, de su anciana madre enferma, a las puertas de la muerte. Con serios problemas emocionales y de comunicación, mujer amargada, Karen no logra superar el hecho de haber abandonado a su hija, a las puertas de la vida. Ni siquiera ha decidido iniciar la búsqueda, angustiada por la perspectiva de enfrentarse a la hija y a una incierta, aunque muy probable, reacción de rechazo.
Elizabeth, la hija de Karen, más que buscar a la madre (acaba, finalmente, decidiéndose a hacerlo), se busca, sobre todo, a sí misma. Con un brillante currículo profesional, ejecutiva agresiva, abogada de éxito, pero de inestable vivir, errante, de mudanza permanente, siempre vuelve, sin embargo, a su ciudad natal, Los Ángeles.
Lucy, la tercera mujer que completa este mural de vidas entretejidas como telas de araña, regenta con su madre una pastelería. Casada, pero yerma, ha decidido, por su cuenta, adoptar un bebé, cueste lo que cueste. Tres vidas insatisfechas, incompletas, las de madres e hijas.
Con este prometedor punto de partida, Rodrigo García realiza un soberbio fresco social y humano siguiendo el patrón (casi ya un género cinematográfico) de «vidas cruzadas», en el que ha demostrado una sobrada habilidad con sus anteriores realizaciones. Un film coral que muestra el patrón de relaciones humanas —especialmente, de pareja— hoy vigente, con mayor o menor grado, en las sociedades occidentales modernas, o pasadas de modernidad. Las mujeres de hoy en día han escalado niveles, dominan la situación y, efecto necesario de ello, han pasado a ser dominantes. En el plano de las decisiones, de las posiciones y aun de las posturas, incluidas las sexuales. Toman la iniciativa en todo momento, marcan la pauta. Solas o en compañía de lobos domesticados —maridos, compañeros, colegas, amantes—, la mujer es la que habla, la que lleva la voz cantante, la que resuelve.


Tras la revolución sexual, los varones, despojados de sus privilegios históricos, han sido reducidos. Quiero decir, han visto reducido su papel social al de «hombre objeto»: en la cama, en la casa, en la comunidad de vecinos, en el trabajo. Banco de semen, mero medio para alcanzar un escalafón profesional o para servir de «objeto sexual» en una vendetta entre mujeres, acompañante callado y pasivo al servicio de las damas, el hombre de hoy es actual, es un prometeo encadenado, un ídolo caído, un varón a la sombra de la fémina. Los tiempos han cambiado, ¿no es cierto? Han cambiado las tornas. Ya lo anunció Lenin: para hacer una tortilla hay que romper los huevos. Y ya lo advirtió Guillermo Cabrera Infante, casi como respuesta al líder bolchevique: la utopía acaba inevitablemente en Etiopía.
Ocurre, ni más ni menos, que es imposible, y perverso, torcer la naturaleza de las cosas. A pesar de todo. El orden social dominante, el de la dominación, no obstante, ha cambiado. La relación hombre/mujer ha sido permutada, transfigurada, volteada, invertida. Las mujeres hoy mandan. Están más liberadas, pero acaso son menos libres, y, probablemente, menos felices también.
Algunas formas de entender la liberación acaban necesariamente en la isla soledad. Elizabeth vive sola en un edificio de apartamentos, sola como la mayoría de los inquilinos. Así se lo hace notar de manera mordaz, una vecina solícita y entrometida, presumiendo de marido, que callado lleva al lado. La casada ofrece, generosa, compañía a la soltera. No sabe, en realidad, en qué se está metiendo. Elizabeth le devolverá la ofensa, más tarde, donde más duele.
El precio de la liberación sin deliberación ha sido a menudo muy alto: negando el propio instinto o, simplemente, frenándolo o reprimiéndolo. Véase, la maternidad, la relación madres e hijas, la relación de pareja, la adopción de bebés, con el tema del aborto al fondo, insinuándose, dejándose traslucir (los remordimientos de Karen podrían, perfectamente, equipararse a los de una mujer que ha abortado; el asunto ya lo abordó Rodrigo García en su primer film).

La madre de Lucy anima a su hija a la adopción. La importancia del afecto, sostiene muy convencida, reside en el tiempo, no en la sangre.  El marido de Lucy, por el contrario, desea tener un hijo propio, una criatura de su misma sangre. Simple comparsa de la vida conyugal opta, finalmente, por seguir su propio camino. La madre biológica, prevista donante del bebé, decide en el último momento no traspasar a la hija a una extraña. El ser abandonado es ahora Lucy. Karen, por su parte, acaba bajando de la torre de marfil en la que estaba instalada (refugiada), suavizando la actitud severa y exigente habitual en ella, a fin de ordenar la vida afectiva con un compañero de trabajo que la pretende. Sucede que no todo hombre que se acerca a una mujer es un presunto acosador o violador. Y Elizabeth…, en fin, no desvelaré la conclusión del film.
Y, justo es decirlo, en el último tramo de Madres e hijas la trama declina, pierde verosimilitud, cede ante el fácil melodrama y las transformaciones «milagrosas» de algún personaje. Lástima. Con todo, el filme, aunque acaba tambaleándose, de ningún modo se derrumba. La historia sigue en pie, se sostiene. La planificación, la puesta en escena y la dirección de actores son, por lo demás, magníficos; las actrices y los actores, muy solventes; Samuel L. Jackson, siempre sobrio, convincente, en su lugar.
La propia sangre, el instinto, la naturaleza humana, no pueden violarse impunemente. La película, aun conteniendo un potente asunto moral y vital en sus entrañas, no resulta moralista ni sensiblero (el final, ay, casi que sí). Sencillamente, muestra asuntos principales de la mujer (y del hombre, ¿no?): nacer, vivir, morir.


sábado, 18 de septiembre de 2010

EL CINE TRAS EL 11-S (y 2)


En la segunda, y última parte, del presente ensayo sobre el tratamiento cinematográfico de la tragedia, comentamos en particular dos producciones de distinto signo a propósito del 11-S: Flight 93 (United 93, 2006) de Paul Greengrass y Tierra de abundancia (Land of plenty, 2004) de Wim Wenders
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Recrear la tragedia o recrearse en la tragedia
Cierto. Era cuestión de tiempo que diera comienzo la producción de películas con el argumento explícito de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Tras el pistoletazo de salida, la gran parada del espectáculo del horror va a ser ya, me temo, imparable, además de inquietante (que nadie diga «imprevisible», si conoce el sector y tiene un poco de vergüenza). Por lo tanto, es necesario prepararse para lo que se nos echa encima. Lléguese uno a una librería española, o europea, y arrímese a la sección de política internacional o, más en concreto, allí donde se expongan los libros que tratan sobre el 11-S (en algunas librerías sospechosas: sección ciencia-ficción). Práctica unanimidad en los títulos y tratamientos: Bush es un criminal y América, el Imperio culpable de todos los males del mundo; culpables ambos de lo ocurrido aquella jornada. Lo que ya se ha registrado (y todavía sucede) en la industria editorial, es más
que probable que salga de los progresistas estudios de cine norteamericano de nuestros días (y Dios nos libre de que alguna productora europea o egipcia o libanesa sienta la tentación de poner en marcha una producción sobre este argumento). No hay, pues, exageración en la sospecha.
Ya ha pasado por las pantallas algún discreto telefilme, como The Flight That Fought Back, que aborda el asunto. La cadena de televisión NBC anunció asimismo hace meses la cancelación del proyecto de una miniserie, idea que, finalmente, ha tomado en sus manos la empresa rival ABC produciendo The Path to 9/11 (El camino hacia el 11-S), serial de seis horas de duración que cuenta en el reparto con Harvey Keitel y Patricia Heaton, entre actores y actrices, cuyo lanzamiento ha coincidido con el quinto aniversario de la tragedia y parece que apuesta por la acusación a la Administración de Bush de imprevisión política…
La gran producción cinematográfica sobre el tema es, de momento, World Trade Center, del realizador Oliver Stone, con el actor Nicholas Cage al frente del reparto. El preestreno tuvo lugar en la ciudad de Nueva York el 4 de agosto de 2006 (un mes después de la fiesta nacional del 4 de julio) y fue estrenada en Hollywood el día 9 del mismo mes. Argumento: el rescate de dos policías atrapados en las Torres Gemelas el día de la vesania, sus vivencias personales y la de sus familias. Ya veremos[1].
Para el admirador de la Revolución de Fidel Castro y autor de la hagiografía filmada del dictador cubano, Comandante (sólo un Stone, además del actual ministro de Asuntos exteriores español, Miguel Ángel Moratinos, y algún que otro personaje más de la farándula, del cine o la política, puede emplear en estos términos para referirse al tirano), entre otras hazañas, no hay asunto que le queme las manos. Declaraciones del realizador de JFK en la promoción del filme sobre el
dictador cubano: «No hay ningún daño en mirar a esa fecha [11-S] y buscar los demonios que nos han llevado hasta aquí». ¿Demonios, dice? ¿Demonios exteriores o interiores? Hmmm...
Por otra parte, y por simple decoro, dejaré a un lado en este puntual listado a Michael Moore y su producto Fahrenheit 9/11, aunque sí me referiré más adelante al «ensayo en imágenes» de Wim Wenders, Tierra de abundancia (Land of plenty, 2004), una peliculita que cabría archivar como versión un poco más refinada —o, mejor, más cursi— del discurso progresista antisemita y antiamericano en boga hoy en el gremio cinematográfico sin fronteras. La distancia entre los brochazos de Moore y las puntadas de Wenders (tanto montaje, montaje tanto: même combat) no significan, después de todo, más que la diferencia que podría existir entre un rodaje realizado en España sobre el 11-S a cargo de Santiago Segura o Javier Bardem o, por ejemplo, bajo la dirección y producción de Pedro Almodóvar o Fernando Trueba. Es un decir.
Pero hablemos en serio. Atendamos para ello, y en primer lugar, al filme United 93 de Paul Greengrass, y dejemos para después la lata (cinta o rollo cinematográfico) de Wenders.
United 93 no deja de ser una obra modesta, creada para la televisión, con los condicionamientos y las limitaciones de producción y de orden estético que ello supone. Afirmar, sin embargo, y a continuación, que se trata de un trabajo honesto, fiel y leal, ya es decir bastante en este mar embravecido de cineastas à la mode que levantan tempestades y convierten lo más próspero en objeto cautivo. Correctamente realizada, eligiendo con buen criterio actores poco conocidos y ciñéndose lo más posible a los hechos, United 93 no engaña a nadie, ni aspira a ser algo más que lo que es: una recreación, una reconstrucción, de aquella jornada trágica narrada desde la posición del «cuarto» avión y sus ocupantes, instrumentalizados todos como objeto sacrificial, junto a los otros tres elegidos, a fin de emular el Apocalipsis ahora. Tratándose, entonces, de un sincero homenaje a las víctimas de la matanza, y a la vista de la situación dominante en el medio y los medios, ya es mucho.
El flight 93 de United Airlines, procedente de Boston y con destino a San Francisco, se estrelló en una pradera al este de Pittsburg, en Somerset County, Pennsylvania. Ninguno de los que iban en la aeronave pudo contarlo. Ahora son otros compatriotas quienes nos relatan lo que allí sucedió.
Narrada en tiempo real, mientras las torres de control de los aeropuertos del país seguían con angustia el secuestro de los aeroplanos señalados por el dedo vesánico, asistimos en el filme a la reconstrucción del asalto de los terroristas a la tripulación, al degüello de varios pasajeros como demostración de su fe, a cómo se hacen con los mandos de la nave y, desviándolo de la ruta prevista, al propósito de hacerlo llegar hasta Washington, para allí hacerlo impactar, como un ariete de fuego y acero, contra la Casa Blanca o acaso el Capitolio. Al percatarse de la situación, una parte de la tripulación y de los pasajeros se revuelven contra los asaltantes y procuran reducirles. Pero, ya es demasiado tarde.
Cámara en mano, pulso nervioso, secuencias sin grandes efectos especiales, las imágenes de la película consiguen, con todo, trasmitir el horror vivido en aquel terrible episodio, dejando flotar en el aire un mensaje limpio y nítido, explicitado al final de la cinta: con la rebelión de parte del pasaje contra los asaltantes comienza el primer acto de la guerra de América contra el terrorismo.
El director Paul Greengrass, junto al equipo de rodaje de United 93, contaron en todo momento con la ayuda de los familiares de las víctimas a la hora de llevar a cabo el proyecto, lo cual favoreció mucho la fidelidad del resultado. La película, presentada en el último Festival de Cine de Tribeca, barrio de NYC, es, en conclusión, una obra bienintencionada, ejemplarizante, digna. Documento —más que documental— realista y conmovedor, no pasará a la historia del cine como una obra maestra de perfección cinematográfica, aspiración que, según hemos indicado antes, tampoco abriga. Con todo, su visión —entiéndase lo que sigue en sentido literal por el dramatismo de las imágenes— vale la pena.
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La abundancia según Wenders
Tampoco pasará a la historia selecta del cine Tierra de abundancia de Wim Wenders, aunque en este caso sí lo pretenda, como ocurre, por lo demás, con todo lo que sale de la cabeza de este pretencioso director. Tierra de abundancia representa, en rigor, la antítesis del filme anteriormente comentado. United 93 nace de la rabia y el orgullo de las víctimas (familiares y compatriotas) que han sufrido en casa propia el azote del terrorismo; Tierra de abundancia, por el contrario, mana y mama de la «indignación» que sienten algunos intelectuales progresistas por el hecho de que el terrorismo sea denunciado y combatido. United 93 aspira a recrear algunos episodios de la tragedia del 11-S; Tierra de abundancia busca, en cambio, recrearse en la catástrofe, y, casi, casi, hacer una comedia sobre la tragedia 11-S.
A Wenders, en definitiva, no le preocupa lo más mínimo el tiempo de la narración, ni el distanciamiento, ni la diferencia entre los géneros narrativos de los que hemos hablado en la primera parte de este ensayo. Sucede que Wenders tiene prisa. Prisa por hacerse ver y por hacerse notar. Prisa para mandarlo todo a rodar.
El director alemán, ricamente radicado en Estados Unidos, su segunda y muy confortable residencia, donde privilegiadamente mueve sus negocios (América: tierra de la abundancia), reconoce sin recato que tardó sólo dos semanas en preparar el borrador del filme de marras, durante el verano del 2003, mientras «hacía tiempo» hasta lograr financiación con la que rodar la siguiente película proyectada, Don´t Come Knocking, con el actor y escritor Sam Shepard. El guionista acreditado de Land of plenty, Michael Meredith, remata la faena en otras cuatro semanas más. Y ¡acción!, que en este rodaje, con en los de Ed Wood según Tim Burton, hay que ir inmediatamente a positivar. Filme rodado con cámara DV durante dos semanas más (en total, seis), Tierra de abundancia es, pues, literalmente, un producto de compromiso...
Todo en la cinta resulta ligero y precipitado, excepto el tempo del filme —lento, soporífero, fastidioso —, cualidad habitual en este realizador nacido en Dusseldorf el año 1945, aunque posteriormente americanizado, con tremenda culpabilidad (y superioridad) por su parte. He aquí el signo de Europa. Si no me equivoco, tan lejos y tan cerca del Viejo Continente, Wenders sigue manteniendo el puesto de Presidente de la Academia de Cine Europeo.
El título provisional del filme dicen que iba a ser Angustia y enajenación en América. ¡Lástima que no prosperara, Mérimée! Aquél es título, sin duda, mucho más acertado que Tierra de abundancia. El título previsto, o sospechado, expresa su auténtica voluntad de género: cine de arte y ensayo. Tierra de abundancia es denominación sospechosa, en rigor, ridícula y fachosa, Aunque, por lo demás, constituye un testimonio fiel de hasta dónde alcanza la fuerza de la «gracia» del director germano (culpablemente) americanizado.
Sea a propósito del 11-S que golpeó Nueva York, o del huracán Katrina que azotó Nueva Orleans, no falta quien aprovecha la calamidad y el dolor de América para poner en marcha la propaganda del odio, el rencor y el resentimiento. Su mensaje: América no es tierra de promisión ni de abundancia (¿capta el lector la sutil ironía de Wenders?), sino el paradigma de la pobreza y la injusticia, la depresión y la paranoia, el arquetipo de la desesperación, de la derrota. Para todos, menos para Wim Wenders.
Película de «buenos y malos», con personajes de caricatura, el argumento no puede ser más simple. Tras el 11-S, dos Américas quedan enfrentadas. La América del pistolero cibernético (cowboy new age), personificada por el «tío Paul» —o sea, el Tío Sam—, una mezcla de robocop y de facineroso pirado que rastrea el país en busca de terroristas con turbante y piel oscura. Y la América encarnada por la sobrina, Lana. Esta joven, a diferencia de su tío reaccionario, antiguo y varón, es «liberal» (en sentido anglosajón) y, claro, mujer, una chica comprometida y cristiana — cristiana «progre», como el pensamiento único manda—, compasiva y sensible, pacifista, que da de comer al hambriento y de beber al sediento, que materialmente asiste a los pobres de América (sin pobres y abundantes parias de la tierra no sabría vivir ni qué hacer) en una Misión de Los Ángeles regentada por un predicador negro muy convincente y bondadoso, aunque estricto en sus ideas contra la injusticia, no importa que tenga poco público a quienes promete la sopa boba y un café.
Lana vuelve a América tras haber pasado una temporada atendiendo a otros pobres y parias: ¡los palestinos de Cisjordania!, y antes, los necesitados de África. He aquí, pues, simbolizado y subrayado, según Wenders, el auténtico «ejército de salvación», no el de los marines mandados por el Pentágono al mundo entero como tropa invasora.
Aunque inocentemente, ingenuamente, pro-palestina, Lana, bendita sea, es amiga de un judío, Yael, con quien «chatea» en Internet, en un ordenador portátil Mac de lo más cool. Yael, como Lana, son ángeles sobre el cielo de Cisjordania, buena gente, porque simpatizan con la «causa palestina». Aunque piadosa y creyente, Lana no es, sin embargo, una monja, sino una jovencita que baila al son de la música rock sobre los tejados, cuando sus tareas filantrópicas y humanitarias se lo permiten. Lana vuelve a América para encontrar al tío (el Tío Sam, no lo olvidemos), a quien, al principio, no reconoce (de él sólo tiene una foto antigua: cuando las familias estaban unidas y eran felices; no como ahora, que con Bush tal cosa es imposible), y así enseñarle, como buena misionera, el camino: on the road.
Es tal el nivel de precisión y sutileza estilística de Wenders que, según comprobamos, para el director germano (culpablemente) americanizado hacer una road movie consiste sencillamente en filmar dentro de un coche en marcha y… rodar y rodar. ¿Ya no recuerda cómo filmar desde Paris, Texas (1984)? La cámara de Wenders, voluntariosa y concienzuda, registra la América «real» (¿la América profunda?) y recoge todo lo que hay: miseria, violencia, desesperación, soledad, basura, hambre, racismo, asesinatos en las calles.
Es tan fino el arte y ensayo de Wenders a la hora de describir el drama humano de la comunicación que le basta con hacer hablar en la pantalla a los personajes a través de artefactos diversos (pantallas, grabadoras, ordenadores, teléfonos móviles) para decirnos cómo va el mundo.
Milagro de Wenders: tío (el Tío Sam, esto es, el amigo americano) y sobrina se encuentran finalmente y simpatizan de inmediato. Sin perder tiempo, se ponen en marcha: salvan a un árabe y no aun tigre, viajan en camioneta (¿adónde van?) hasta… la Zona Cero en Manhattan, con una banderita americana fijada en el capó (ellos son verdaderos patriotas), y hablan y hablan y hablan sobre lo que está pasando en la América de hoy (hablando se entiende la gente).
Discurso final. La chica toma la palabra y esto, amigo lector, es más o menos, lo que viene a decir: yo sé bien lo que nos pasa, tío, vengo de Cisjordania, allí nos odian porque somos malos, luego no nos quejemos, porque aquí, delante nuestro, en Manhattan, ¿lo ves?, ha habido muertos, qué horror, pero también los hay en «Palestina», qué crimen, y ellos, los muertos todos, nos dicen que hay que parad la guerra, que en mi nombre, no, que ya está bien, tío.
Con una prédica misionera de este género dramático, ahí queda, flotando en el aire de Manhattan, la dulce, inocente y auténtica voz americana que ha tenido que venir (Lana torna) de los territorios de Cisjordania, de Oriente Medio, para salvar América de los americanos de G.I. Joe y así vencer la angustia y la enajenación en América.
El presente texto fue publicado inicialmente en la revista El Catoblepas, nº 56 octubre 2006, con el título de «11-S (y 2)»

NOTAS
[1] Ya está vista. Aun tratándose de una realización de Oliver Stone, y previendo un panfleto indigesto, debo decir que el producto me pareció aceptable. Quizá porque Stone ha dirigido un filme más próximo al género de catástrofes que al de género político. La película, pues, puede verse sin atentar a la sensibilidad. Menos da una piedra [septiembre de 2010].

sábado, 11 de septiembre de 2010

EL CINE TRAS EL 11-S (1)


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Preámbulo.

Tiempo de comedias y tragedias

A propósito del incipiente (y por lo visto ya imparable) desfile en la cartelera cinematográfica de películas que toman como argumento central el 11-S, he tenido la oportunidad de escuchar y leer en los medios un tópico de lo más ordinario, pero que, no obstante, contiene una profunda verdad, a saber: era sólo cuestión de tiempo que las productoras y los directores de cine decidieran acometer de modo explícito y crudo los trágicos episodios terroristas ocurridos el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos de América.

Tras la tragedia, los reportajes televisivos y las crónicas periodísticas sobre el tema no se hicieron esperar para salir a escena, tampoco las publicaciones (volúmenes más o menos oportunistas, cuando no corsarios), ansiosas de sacar partido de lo que algunos consideran, sin confesarlo, un filón o un botín de guerra. Por lo general, había en todo ello mucho resentimiento, poca solidaridad y casi nada de piedad. La referencia tácita o circunstancial, indirecta y perifrástica, de mayor o menor calado, a los fatales acontecimientos ya consta en los archivos y las hemerotecas, y en la mayor parte de los casos también en la historia de la infamia. El filme de Steven Spielberg, Munich, sería una prueba de la clase de delitos que señalo.

Hablo de «delitos» y no de simples hechos, por dos motivos esenciales. Primero, porque los maquinadores del 11-S aspiraban a algo más que a matar civiles y destruir ciudades. Buscaban, por encima de todo, asegurarse el impacto mediático mundial, armando al efecto un guión de propaganda, unos iconos y una banda sonora en multicolor y multidifusión con los que empujar o animar la yihad contra el mundo libre. Para culminar tal objetivo, era preciso contar con compinches y publicistas (literalmente: secuaces) locales, que desde dentro del sistema, en el interior, les hicieran, entre otros, el trabajo de mercadotecnia. Los atentados fueron transmitidos en directo. Luego, serían retransmitidos ad infinitum, ad nauseam, ad maiorem rei memoriam, ad necem.

Y segundo, porque estos acercamientos al asunto, presuntamente informativos, artísticos o «recreativos», no han sido inocentes ni equívocos ni neutros, sino muy claros, casi obscenos, aunque a menudo camuflados con el manto del disimulo; clarísimos, al menos, para que el no quiera taparse los ojos ni meterse debajo de la alfombra, allí donde previamente se habría ocultado la basura que en lugar de destruir se ha optado por tapar.

Sí, en efecto, era cuestión de tiempo que los distintos géneros artísticos — el cine, en particular— convirtiesen el drama en trama. Incluso en comedia, pues, justamente y no por casualidad, el tiempo constituye la medida o categoría principal del arte de hacer reír, ese propósito tan arduo y tan serio como acaso no haya otro en la acción humana. El drama es fundamentalmente materia de intensidad; la comedia lo es de duración, de oportunidad, de medida temporal, de extensión y, por lo tanto, de limitación. Cada cosa, pues, en su sitio.

Distinguirse en el arte de la comedia significa dominar el aprendizaje y el control de los tiempos, tener el don de conocer el momento oportuno en el que intervenir, salir o entrar, abrir o cerrar las puertas, hablar o callar, destacar o insinuar. Tras los silencios y los ocultamientos, lo que no es mostrado directamente sino sólo insinuado, sugerido o entrevisto, encontramos algunos de los momentos más brillantes e hilarantes de la historia de la comedia.

Una agudeza o una historieta demasiado larga, o repetida sin compasión a la misma persona en un breve lapso de tiempo; tres o más chistes contados de seguido y sin misericordia; un gag que no acaba de encontrar solución apropiada o digna salida; una farsa, en fin, inconveniente, una impertinencia, a destiempo o deshora, constituyen algunos ejemplos de actuaciones de mal comediante, de salidas de tono, de desmesuras, de poner los pies fuera del tiesto, de meter la pata, de cometer disparates. Hacer gracia es un don precioso que se arruina con facilidad, degenerando sin remedio en grosería, ramplonería, zafiedad o… delito. ¿Qué es la comedia, en suma, sino la técnica y el arte del comedimiento?



Woody Allen describió esta situación en uno de sus filmes más logrados: Delitos y faltas (Crimes and Misdemeanors, 1989). Lester, tipo llevado a la pantalla por Alan Alda, hermano del personaje principal, interpretado por el propio Allen, diserta en una escena sobre el significado de la comedia, sentenciando, con gran desenvoltura, sobre el significado de lo gracioso:


«si se curva, tiene gracia; si se rompe, no tiene gracia. […] Comedia es tragedia más tiempo». [1]


Además de comedimiento, la comedia exige, por tanto, distanciamiento. He aquí, verbigracia, la manifestación de la ironía, como compendio general de la comedia. Hay muchas clases de distanciamiento. Ahora aludo tan sólo al distanciamiento temporal. Quiero decir: para que una tragedia real pueda llevarse al terreno (al ámbito estético) de la comedia ficticia (la farsa, la chanza, la sátira) hace falta, sobre todo, que haya transcurrido un cierto tiempo.

Si esto es cierto, y aplicable, a la tragedia en sentido genérico, a una situación dramática entre otras muchas, ¿qué decir de la narración de las hecatombes, de la representación del Mal Radical o Absoluto, de la recreación artística del Mal indecible? ¿Cómo y cuándo abordar artísticamente los atentados terroristas del 11-S?

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Ser o no ser, esta es la cuestión… estética

Ernst Lubitsch rueda en plena II Guerra Mundial una comedia enloquecida sobre el nazismo, titulada Ser o no ser (To be or not to be, 1942). Hoy sigue entusiasmando y divirtiendo a todo buen aficionado al cine. La mayoría de críticos la consideran, por lo demás, la cumbre de la producción cinematográfica, ya de por sí soberbia, del director berlinés, aunque nacido en Grodno, Rusia. Mas ¿cómo fue recibida en el momento de su producción? Con división de opiniones, más que nada por motivos extra-cinematográficos, por razones de oportunidad. Todo aquel que conocía a Lubitsch era testigo (a veces también, víctima) de su sorna y socarronería. Tampoco cabía olvidar que era un judío que despreciaba a los nazis, así como toda forma de totalitarismo. Un personaje, pues, libre de toda sospecha. Ahora bien, ¿no pecó de inoportuno, de precipitación?

Muchas de los diálogos y situaciones que ideó en sus comedias todavía nos asombran por el grado de elegancia que demuestran. Sin embargo, un número del New York Times de la época, a propósito del estreno de Ser o no ser, incluye este comentario: «Casi se podría pensar que Mr. Lubitsch ha adoptado la actitud de hacer reír caiga quien caiga». Lo cual no tiene nada de elegante. Cuando en el día del preestreno, aparece la secuencia en que el oficial alemán Ehrhardt — «campo de concentración» (Sig Rumann)— lanza, como un misil, el juicio que le merece la producción teatral de Joseph Tura (Jack Benny) que da título al filme— «Nosotros estamos haciendo con Polonia lo que él [Joseph Tura] ha hecho con Shakespeare»— la sala quedó enmudecida. Corría el año 1942.

Relata su biógrafo, Scott Eyman, que tras la función, Lubitsch, el productor de la película, y algunos amigos, entre los que se hallaba Billy Wilder, se reunieron en un club nocturno de Sunset Boulevard para «hacer la autopsia» de la presentación pública del filme. Sólo Vivian, la esposa por entonces del director, se atrevió a opinar, a decir lo que pensaba sobre el asunto: la desafortunada frase debía ser eliminada. El resto de los presentes estuvo de acuerdo con Vivian. A Lubitsch le temblaba el puro en la boca, pero no dio su brazo a torcer. La frase y la película seguían adelante:


«Me pareció —afirmó más tarde— que la única manera de que la gente oyera hablar de los sufrimientos de Polonia era hacer una comedia. El público sentiría compasión y admiración por las personas que todavía eran capaces de reír en medio de la tragedia».[2]


Charles Chaplin era de la misma opinión. Prueba de ello es que, dos años antes, había realizado El gran dictador (The Great Dictator, 1940), filme que no sólo parodia a Hitler y sus hazañas, sino que llega a erigirse en paladín y portavoz de la democracia, dando una ruidosa prueba de ello en el celebrado discurso final, el cual a mí, francamente, sigue resultándome fatuo. Chaplin (¡maestro del cine silente!) dice con palabras lo que acaso no supo mostrar en imágenes. ¿Por qué, entonces, me pregunto, no escribir un ensayo político en vez de dirigir una película?

Hoy, ese mediocre clown italiano que es Roberto Begnini (excepto cuando es dirigido por cineastas americanos, como Jim Jarmusch), ha intentado parodiar a su vez a Chaplin (parodia de parodia) en la oscarizada —y, a mi parecer, fallida, inconveniente e… inoportuna— película La vida es bella (La vita è bella, 1997). ¿Por qué este juicio crítico? Porque considero el filme otra ligera demostración de la banalidad del mal envuelta en celofán artístico, aparte de otras carencias y debilidades cinematográficas (bastantes notorias y serias, por cierto) que no voy ahora a desmenuzar ahora. Como tampoco abordaré en este momento —cada cosa a su tiempo y en su lugar— el feo asunto de la caricatura la tragedia como arma propagandística y de «guerra psicológica», una consecuencia, se quiera o no, que comporta otro caso de licencia poética o condescendencia respecto al Mal.[3]

Para decidirse a hacer una comedia sobre la tragedia es preciso dejar que pase el tiempo. Pero, además, ocurre que hace falta tener talento para acometer el más difícil de los objetivos en el cine, y en el arte, en general: hacer reír y divertir.

Recuperando nuestro discurso sobre Lubitsch, y como coda del mismo, referiré una pequeña anécdota que, según creo, viene a cuento. Poco después de finalizar el rodaje de Ser o no ser, Carole Lombart, protagonista femenino del filme (y esposa de Clark Gable, a la sazón), fallece en un accidente de aviación junto a su madre, la tripulación y el resto del pasaje. La consternación entre el equipo de rodaje es mayúscula. Sin embargo, la vida sigue, el espectáculo debe continuar: It’s showtime, folks! Aunque, no todo sigue igual, o no del mismo modo, como si no hubiese pasado nada. En un momento de la película, Maria Tura, personaje que interpreta Lombart, pregunta ingenuamente: «¿Qué puede pasar en un avión?» (recuérdese que, en el guión del filme, la aviación juega un importante papel). Frase desafortunada, también, a la vista de lo que acontecerá poco después. Reunión en la cumbre, el equipo de rodaje delibera sobre qué hacer al respecto. Sin demasiadas dudas ni dilaciones, la línea desdichada del diálogo es suprimida del montaje final. En esta ocasión, sin oposición del director.[4]

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Gracia y oportunidad


La historia se repite, una vez más, aunque los protagonistas interpreten en cada momento el papel de distinta manera. En 1961, Billy Wilder, discípulo aventajado de Lubitsch, rueda en Berlín Uno, dos, tres (One, Two, Three), comedia trepidante, zigzagueante: screwball comedy, dicho en inglés, porque este género busca conseguir con las imágenes y los diálogos un efecto similar al pretendido con el buen lanzamiento de la pelota en el baseball. En la actualidad, las carcajadas están garantizadas en cada pase del filme. En el momento de su estreno, sin embargo, la chanza no hizo demasiada gracia, en particular, a los alemanes. De esta manera, sincera y discreta, cuenta el biógrafo de Wilder, Hellmutt Karasek, lo sucedido:


«La película no se recuperó de la construcción del muro. Durante el rodaje pasó de ser una farsa a ser una tragedia, o peor: tendría que haberlo sido. Porque de pronto, todo aquello que era divertido y exageradamente gracioso —una brillante sátira del conflicto Este-Oeste— producía el efecto de una cínica sonrisa. Cuando la película se estrenó en Berlín, en diciembre de 1961, el Berliner Zeitung escribió con amargura: “Lo que a nosotros nos destroza el corazón, Billy Wilder lo encuentra gracioso”.»[5]

Billy Wilder es un cínico fenomenal. Pero, no nos confundamos, es un cínico en el plano cinematográfico, no necesariamente a nivel personal o real. Cuando, en el año 1986, Uno, dos, tres es reestrenada en Alemania, el éxito es sencillamente colosal. Lo que en 1961 no resultaba gracioso, veinticinco años después hacía a los espectadores germanos retorcerse de la risa («si se curva…»). ¿Cómo explicar semejante fenómeno? ¿Cómo descifrar este presunto misterio? El responsable principal de la desternillante comedia, con 80 años cumplidos, hace memoria y se explica públicamente:


«Un hombre que corre por la calle, se cae y vuelve a levantarse es gracioso. Uno que se cae y no vuelve a levantarse deja de ser gracioso. Su caída se convierte en caso trágico. La construcción del muro fue una de esas caídas trágicas. Nadie quería reírse de la comedia Este-Oeste que tenía lugar en Berlín, mientras había gente que, arriesgando su vida, se tiraba por las ventanas para saltar por encima del muro, intentaba nadar por las alcantarillas, recibía disparos, incluso moría de un disparo. Naturalmente, también se puede bromear con el horror. Pero yo no podía explicarles a los espectadores que había rodado Uno, dos, tres en circunstancias distintas a las que reinaban cuando la película se proyectó en los cines».


¿Son éstas las maneras y las palabras de un cínico integral? Creo que no.

Una breve glosa más, para ir acabando este Preámbulo. Roberto Begnini convoca al actor Horst Buchholz (más que anciano, decrépito) para que interprete un papel secundario, aunque relevante, en la ya citada película La vida es bella. Nada menos que de oficial nazi. Por supuesto, malvado (es un grandísimo egoísta, sólo preocupado por sus obsesiones y manías…), aunque tampoco demasiado (no se muestra duro ni brutal con su antiguo camarero: hay nazis y nazis…). Como es sabido, el actor alemán interpretó a Otto Ludwig Piffl, el joven comunista berlinés convertido al capitalismo merced a los encantos de la juvenal y pizpireta Scarlett Hazeltine (Pamela Tiffin), hija de un alto directivo de Coca-Cola en Atlanta, y a los enredos urdidos por el directivo delegado en Berlín de la «pausa que refresca», C. R. MacNamara (James Cagney). ¿Homenaje De Begnini a Wilder o fácil guiño cómplice? Lo primero, lo dudo. Además, ¡a cualquier plagio o remedo le llaman homenaje! Mas, si se tratase de lo segundo, ¿de qué clase de complicidad estaríamos hablando?

*

Vieja y difícil cuestión la que aquí refiero, que vemos repetirse sin cesar, incansablemente, y acaso también sin solución. Decía Karl Marx que cuando la Historia se repite, primero lo hace en forma de tragedia, luego, de farsa. Y añade Shakespeare, quien con tanta maestría dominaba el arte de la tragedia y la comedia, que la historia no es más que un cuento narrado por un idiota con ruido y con furia que no significa nada. Pues bien, transcurridos cinco años [nueve a día de hoy] de la tragedia del 11-S, sigue la función, y a la vista de las representaciones cinematográfica sobre los lamentables hechos, tiempo es de realizar las correspondientes críticas.

Para algunos se trata de montar un nuevo espectáculo (cine de catástrofes) o de otra oportunidad para echar más leña al fuego, hurgar en la herida y ofender a las víctimas y a las sociedades libres (cine político). Para otros, es hora de mostrar que no se olvida la afrenta, de denunciar el horror, de expresar la ira que todavía se siente contra la vesania terrorista, y la necesidad urgente de vencerla. En una próxima entrega —pues este ensayo continuará…— comprobaremos quiénes son, según el caso, los dramaturgos (los serios y los veraces) y quiénes los «comediantes» (los farsantes y los falaces) en esta historia trágica de apocalípticos e integristas.


NOTAS

[1] Lester (Alan Alda): “What makes New York such a funny place is that there’s so much tension and pain and misery and craziness here. And that’s the first part of comedy. But you’ve got to get some distance from it. The thing to remember about comedy is that if it bends its funny. If it breaks, it’s not funny… so you’ve got to get back from the pain… Comedy is tragedy plus time». (Del guión de Woody Allen, Crimes and Misdemeanors, 1989)

[2] Scott Eyman, Ernst Lubitsch: risas en el paraíso, traducción de Marta Heras, Plot, Madrid, 1999, págs. 290 y 291.

[3] Como digo, no voy a tratar el tema de las «caricaturas» en este momento. Sólo precisaré, sin embargo, adelantándome a aventurados reparos y para templar a tiempo juicios precipitados, que de ninguna manera considero identificables caricaturizar la tragedia y caricaturizar determinada religión o doctrina.

[4] Scott Eymann, en la biografía citada, y de quien tomamos la fuente, relata los hechos con estas palabras: «La muerte de Lombart hizo necesario realizar un pequeño trabajo de reedición en Ser o no ser para ocultar la supresión de una frase especialmente desafortunada: “¿Qué puede pasar en un avión?” Eso añadió otros 35.000 dólares al presupuesto. El coste total de Ser o no ser subió a 1.022.000 dólares». (op. cit., pág. 288). La frase en cuestión puede escucharse en las versiones que circulan en la actualidad. Si la historia arriba referida es cierta (y no tengo motivos para ponerla en duda), tendríamos aquí una nueva prueba confirmadora de lo acertado de nuestras observaciones, esto es: que la comedia y la gracia de sus bromas están sometidas al dictamen del tiempo y al principio de la oportunidad, amén del talento del autor, el cual, aunque no se dé por descontado, debería de presuponerse.

[5] Hellmutt Karasek, Nadie es perfecto, traducción de Ana Tortajada, Grijalbo, Barcelona, 1993, pág. 376.


El presente artículo es la primera parte de un ensayo publicado inicialmente en la revista El Catoblepas, nº 55, septiembre 2006, bajo el título de «Cine y 11-S (1)». ¿Para cuándo la segunda parte del texto en este blog de cine? Próximanente en Cinema Genovés.

jueves, 9 de septiembre de 2010

PRESENTACIÓN Y ESTRENO DEL BLOG


Aunque mi profesión y mi vocación remiten a la filosofía, a una filosofía de corte racional, confieso sentir pasión por el cine. Bien es verdad que a lo largo de los años, los filmes han ido compartiendo tiempo y espacio con mi otra querencia del alma artística: la ópera. Pero esa es materia para otros tinglados, y no es cuestión de airear ahora mis arias, lieder y barcarolas favoritas en este lugar reservado al séptimo arte. La profesión de uno puede cambiar, puede uno jubilarse, o estar excedente para buscar la excelencia. Mas la vocación nunca cesa ni varía mientras vivimos, ya que define el designio de nuestra existencia personal, la vida de cada uno. Queda advertido, entonces, el visitante: en este blog encontrará cine y más cine, pero su autor no podrá evitar (ni lo procurará) que la reflexión racional conviva con el sentimiento y la pasión cinéfila infiltrados e inflamados por tantas imágenes y tantos sonidos de película como bullen en mi recuerdo.
La afición y el gusto por el cine, tras muchas cintas visionadas (también, no pocos rollos vistos…) y de bastantes textos leídos sobre el tema, se tornaron cinefilia en mí, ya desde niño. He pasado muchas tardes de la infancia y juventud en los cines de sesión continua, desde las 4 de la tarde hasta cerca de las nueve de la noche, hora de volver a casa. Hoy, en el salón de mi casa —a veces, en las salas de cine también—, por la noche, raramente por las tardes, jamás por las mañanas, no hay jornada sin mi ración de cine. Un día sin sesión cinematográfica representa para mí un día perdido, o casi. Tras la cena, cine.
Arcadia todas las noches. Así titulaba admirado Guillermo Cabrera Infante uno de sus precisos y preciosos textos. Puesto que yo soy poco proclive a lo pastoril, bucólico y, menos aún, a lo utópico, denominaré, por mi parte, ese espacio maravilloso de la mente, mi olimpo particular de dioses y diosas de la pantalla, mi paraíso de estrellas del celuloide y del video. Paraíso, pues, todas las noches.