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viernes, 29 de abril de 2016

BERKELEY SQUARE (1933)


Título original: Berkeley Square
Año: 1933
Duración: 84 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Frank Lloyd
Guión: John L. Balderston y Sonya Levien a partir de la obra de John L. Balderston
Música: Louis De Francesco
Fotografía: Ernest Palmer
Reparto: Leslie Howard, Heather Angel, Valerie Taylor, Irene Browne, Beryl Mercer, Colin Keith-Johnston, Alan Mowbray
Producción: Fox Film Corporation

Me encantan las películas de fantasmas y de fantasmagorías; así como, de apariciones y desapariciones, de historias fantásticas, allí donde vuela la imaginación y, en ocasiones, incluso los propios personajes a través del espacio y el tiempo. Temáticas ideales éstas para el medio cinematográfico, sobre todo desde que Georges Méliès liberó al cinematógrafo del documentalismo originario puesto en marcha por los hermanos Lumière. Y es que el Séptimo Arte, por medio de las imágenes en movimiento, con los trucos y tratos con las musas, los trucajes y el montaje, favoreció los oficios de la magia y el encantamiento, de la evocación y la ensoñación, penetrando así en el mundo de la fantasía y la figuración.

Aunque “ideal” para el cine, se trata de unos argumentos no exclusivos de dicho medio, pues anteriormente fueron ensayados, sin carecer de brillo y fortuna, en el teatro y la literatura. Este es el caso (el “extraño caso”) de Berkeley Square (1933), la adaptación cinematográfica de la obra de John L. Balderston llevada a la escena con el mismo título (y el mismo actor principal, Leslie Howard) en el West End londinense y el Broadway neoyorquino, pieza teatral inspirada, a su vez, en el texto (inacabado) de Henry James, El sentido del pasado. Si bien fue mucho mayor el éxito y el reconocimiento de la representación sobre las tablas que la producción fílmica, ésta conoció un remake en 1951, El hombre de dos mundos (The House in the Square), dirigida por Roy Ward Baker y protagonizada por Tyrone Power y Ann Blyth, al frente del reparto; a mi parecer, sin mejorar el original.



Leslie Howard en la escena: Berkeley Square.  London 1929

Sostiene el adagio que hay muchos mundos, pero están en éste. Sí y no. Fijados físicamente a la realidad del momento en que “nos ha tocado vivir”, impelidos a vivir en el presente (que no es lo mismo que el eslogan “vivir el presente”), el hombre ha afrontado, en toda época y lugar, seriamente, la posibilidad de viajar, por medio de la imaginación, en el espacio y el tiempo. Múltiples  problemáticas acompañan semejante traslación y revolución de las cosas, porque incluso en la aventura fantástica no todo es posible, si pretendemos que ésta resulte creíble. En el campo del arte no ordena el principio de verdad como correspondencia, mas sí el de coherencia; o dicho en otras palabras, las historias imaginadas exigen ser verosímiles para que la fantasía no acabe experimentándose como una quimera o una alucinación; a menos que ello se pretenda, en cuyo caso, hablaríamos de comedia, farsa o parodia: Un yanqui en la corte del rey Arturo, relato concebido por Mark Twain y llevado en varias ocasiones a la pantalla (grande y pequeña).

Berkeley Square se toma muy en serio este asunto de los desplazamientos espacio-temporales. Del mismo modo, que, por poner otros ejemplos, el film  El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, 1947. Joseph L. Mankiewicz/ 20th Century Fox) o Jennie (The Portrait of Jennie, 1948), historias todas ellas impulsadas por un profundo romanticismo, por esa clase trascendental de afrontar el asunto del amor; y por no referir con detalle las muchas y muy intensas expresiones fílmicas de dicha afección del alma dirigidas para el cine por el gran Frank Borzage.  De modo similar, en el magnífico film dirigido por Frank Lloyd, el amor adopta el sentido de un destino, el cual para alcanzar la plenitud debe atravesar “océanos de tiempo” y así encontrar a la persona amada.




¿Puede el destino ser alterado por la acción o la voluntad humana? Berkeley Square, en el arranque de la película, nos sitúa en el año 1784. Peter Standish (Leslie Howard) es un joven norteamericano que visita Inglaterra con intención de casarse con su prima Kate Pettigrew (Valerie Taylor), quien reside con su familia en Berkeley Square, Londres. Peter es un “buen partido”, de modo que hay gran expectación entre los Pettigrew, desde Kate hasta sus padres y su hermana menor Helen (Heather Angel). Todo parece dispuesto, y aun predeterminado, para que ocurra lo que tiene que ocurrir. Mas, hete aquí, que cuando arriba el pretendiente a la mansión sucede la maravillosa.

Al atravesar la puerta, igual que si pasara al otro lado del espejo (objeto, por cierto, muy relevante en las películas realizadas por Lloyd), nos hallamos en la misma casa, pero en el tiempo presente (en el que está hecha la película). La vivienda es propiedad de un descendiente del Peter Standish que hemos conocido en la secuencia anterior, encarnado por el propio Leslie Howard, el retrato del cual, pintado por Joshua Reynolds, preside el salón. El joven caballero está prometido con la señorita Marjorie Frant (Betty Lawford), quien le reprocha el poco caso que le hace, absorbido y obsesionado como está con el pasado, porque el Peter de “nuestros días” está, en verdad, juramentado con revivir la existencia de quien considera su “otro yo”. Acaso no desea que le ocurra como a su antepasado: casarse con quien no ama, de modo que sea en el pasado, y no en el presente, donde le espere el amor verdadero. Es preciso, por tanto, volver y poner las cosas en su sitio.




El retorno al pasado de Peter provoca serios malentendidos y no pocas situaciones jocosas. Ocurre que lo que es actual y vigente para los presentes, para el viajero en el tiempo es cosa conocida. Puesto que sabe lo sucedido a quienes pasaron a la historia, conoce lo que les sucederá a los concurrentes en el Londres decimonónico. Un prodigio éste que le lleva a proferir, a menudo, comentarios de naturaleza extraordinaria, sorprendentes, cuando no inoportunos y aun procaces. 

Muy logradas las secuencias en el estudio del pintor Reynols y en la recepción en casa de la duquesa de Devonshire, a quienes deja estupefactos al hacer público con fresca desenvoltura datos y circunstancias privados (aún), y que ningún humano del momento podría/debería estar al corriente. Hasta tal punto resulta excitante la magia del asunto que el burlón Peter le toma gusto al juego y se permite exhibir ante los asistentes dotes de erudición e ingenio, cuando simplemente está citando a autores (para él) familiares, como, por ejemplo, a Oscar Wilde.




Lo realmente serio del caso llega cuando Peter se enamora de Helen, aunque sepa que ese Peter se casó, en realidad, con Kate. He aquí el conflicto y el enredo, resuelto con agudeza, sutileza y suma inspiración por los autores de la trama, magníficamente interpretada por un reparto muy competente aunque no renombrado, excepto, claro está, la presencia del soberbio Leslie Howard.

Film muy recomendable, especialmente para amantes del amor y de los fantasmas románticos.




domingo, 17 de abril de 2016

AMOR ETERNO (1929)


Título versión original: Eternal Love
Año: 1929
Duración: 71 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Ernst Lubitsch
Guión: Katherine Hilliker, Hanns Kräly, H.H. Caldwell, a partir de la novella de Jakob Christoph Heer
Música: Hugo Riesenfeld
Fotografía: Oliver T. Marsh & Charles Rosher
Reparto: John Barrymore, Camilla Horn, Victor Varconi, Hobart Bosworth, Bodil Rosing, Mona Rico, Evelyn Selbie, Constantine Romanoff
Producción: United Artists


Para la tradición clásica del pensamiento griego, los géneros en las artes y la literatura se reducían, básicamente, a dos categorías: la tragedia y la comedia. Así, por ejemplo, el filósofo Aristóteles decía de la tragedia que, mediante los mecanismos del temor y la compasión, lleva a cabo la purgación de las afecciones que mueven la actuación de los personajes que en ella intervienen. (Sobre la poética). Posteriormente, fue introducido otro subgénero que adquiriría con el paso del tiempo la categoría estricta de “género”; pongamos que hablo del drama, el cual a su vez generó nuevos subgéneros: docudrama, comedia dramática, melodrama… Deseo reparar ahora en este último término señalado, a propósito de un film memorable, un epítome del melodrama en estado puro: Amor eterno (Eternal Love, 1929), potente película dirigida por Ernst Lubitsch para United Artists.

A mi juicio, es en la etapa silente del cine donde el melodrama alcanza sus grandes cimas: la naturaleza del “cine mudo” es particularmente adecuado para recoger y hacer ascender a gran altura la intensidad de las emociones humanas, llevándolas al límite, elevándolas a cotas incluso “demasiadas humanas”, esto es, que rozan la eternidad, culminando más allá de la vida, en la muerte que todo lo reúne y perpetúa.



La trama argumental de Amor eterno transcurre en un pueblo de los Alpes suizos. Durante la Primera Guerra Mundial, la población es ocupada por las tropas francesas, exigiendo que todos los habitantes de la comunidad entreguen sus armas. Si no, habrá represalias. Parece que todos los habitantes del villorrio cumplen el mandato. Pero no es así. Mientras se celebra un acto religioso, un disparo sorprende y estremece  a los parroquianos allí presentes (Lubitsch comienza a sacar partido narrativo y emocional  de los efectos sonoros en una producción “muda”, ya en su última fase: 1929).




Marcus Paltram (John Barrymore) acaba de cobrar una pieza en la montaña. Con un ciervo sobre el hombro, retorna a la aldea, donde la comunidad, que ha salido espantada de la iglesia al escuchar la detonación, recibe amenazante al cazador. Le exigen que, como han hecho los demás, entregue la escopeta. Sin el arma no soy nada, contesta Marcus. En primera fila, la excitada Pia (Mona Rico) toma posiciones. La moza —que de pía no tiene nada, más bien de arpía— acosa con lascivia a Marcus a quien materialmente anhela cazar, no importa que éste la desprecie. Aunque ya ha sido advertido: “serás mío”.





De pronto, de entre el grupo se abre paso la gentil Ciglia (Camilla Horn), hija del párroco, y muchacha muy próxima al corazón de Marcus. Pide a éste que ceda y suelte el rifle. De momento, el amor propio vence al amor carnal... e inmortal. No queriendo verse humillado ante los vecinos, Marcus rehúsa y da la espalda a la congregación. En una escena posterior, Lubitsch deja con toda su maestría el sello de su quehacer. Llaman a la puerta de la casa del pastor de almas, donde se encuentra éste con su hija Ciglia. El dueño de la casa ordena a la ama de llaves que va a ver quién es. Pocos segundos después, se abre apenas la puerta del salón, lo justo para una mano dejar apoyada una escopeta sobre la pared y vuelva a cerrarla.


Ha quedado fijada la centralidad del asunto: la presión del Deseo y el Amor sobre Marcus, fuerzas destructiva y fructuosa, respectivamente, si bien se cruzarán en su existencia de modo dramático. Lubitsch dirige a los protagonistas del conflicto a ambientes cotidianos que pronto les llevarán al abismo de pasiones. Como ocurre en el baile de disfraces, donde con suma inteligencia y destreza se juega a los equívocos, destapándose las esencias de la pasión carnal que tientan al hombre enamorado. La lujuria, que no adopta aquí la forma de serpiente sino de brujita gitana, parece ganar la partida. Pero, es el amor y la fidelidad los que acaban venciendo al deseo y el embrujo, aunque para ello el protagonista “purgue” trágicamente su libido desatada, su afección demasiada humana, acompañado por su ser amado, quienes entregan sus vidas a la montaña helada, allí donde finalmente encontrarán la paz y el amor eterno.

Lubitsch realiza con Eternal Love su último film “mudo”. En el mismo año 1929 estrena El desfile del amor (The Love Parade), maravilloso musical con Maurice Chevalier y Jeanette MacDonald al frente del reparto. Culmina así la etapa silente y comienza la hablada en su filmografía, y no podía hacerlo de modo más soberbio. A partir de este momento, no es que el melodrama desaparezca en el cine del maestro berlinés, pero, sin duda, la comedia avanza en su obra como fuerza mayor.



lunes, 4 de abril de 2016

OUR TOWN (1940)


Título versión española: La sinfonía de la vida
Año: 1940
Duración: 90 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Sam Wood
Guión: Harry Chandlee y Frank Craven a partir de la obra teatral de Thornton Wilder
Música: Aaron Copland
Fotografía: Bert Glennon
Dirección artística: William Cameron Menzies
Reparto: William Holden, Martha Scott, Thomas Mitchell, Frank Craven, Fay Bainter, Beulah Bondi, Guy Kibbee, Stuart Erwin
Producción: United Artists


El valor de lo clásico. ¿Qué es una obra clásica? Muy sencillo, aquella que del modo más natural posible, con simplicidad y sinceridad, con sobriedad y claridad, muestra y revela la profunda complejidad de las cosas. A partir de esta caracterización, Our Town (1940) constituye, por excelencia, uno de los títulos clásicos de la cinematografía. Basada en una pieza teatral en tres actos escrita por Thornton Wilder (premiada con el Premio Pulitzer en la categoría de Drama), narra la vida cotidiana en Grover's Corners, pequeña ciudad de New Hampshire, a lo largo de doce años, desde 1901 hasta 1913, pero que muy bien podría retratar la historia de la humanidad en su conjunto y longitud.

 Thornton Wilder en el papel de narrador en la escena. Our Town, 1959

¿Qué significa “clásico”? Aquello que combina con genio y sensibilidad lo particular y lo universal. Grover’s Corners es una típica población estadounidense, refleja los tipos humanos y las costumbres características de una small town de Nueva Inglaterra. Grover’s Corners está ubicada en New Hampshire. Pero, del mismo modo que Ítaca, en la Magna Grecia, o Innesfree en Irlanda, constituyen ámbitos de realidad fantástica que remiten al nicho del hombre y la civilización, allí donde venimos y allá hacia donde regresamos tras completar el ciclo, el viaje de la vida. Se trata de un lugar imaginario, mas no por ello de escasa fuerza significativa y simbólica. Si bien existen notables diferencias entre los mencionados lugares: de Ítaca y de Innesfree partieron los héroes de la historia respectiva para conocer el mundo; pero, de Grover’s Corners no salen los personajes (ni desean abandonarlo) porque nuestra ciudad es nuestro único mundo.


El narrador de la historia, Mr. Morgan (Frank Craven), se dirige al espectador desde distintos lugares de la villa, pero al menos en dos ocasiones nos da la posición; habla desde “la cima de la colina”: he aquí la divisa desde la cual contemplamos la escena ciudadana y nos aproximamos a la trama. Tal expresión (plegaria que entonan los primeros peregrinos llegados desde Inglaterra a lo que será Nueva Inglaterra, el origen de una nueva nación), simboliza el sueño americano, la nueva Tierra Prometida, una comunidad en la que nacer, vivir y morir como individuos libres y felices.

Y no es otra sino ésta la historia de Our Town: el relato de dos familias residentes en Grover’s Corners, los Gibbs y los Webb, dos hogares colindantes: el médico y el director del periódico de la ciudad, respectivamente; dos fuerzas vivas de la comunidad. Pero, en la carne mortal de ambas familias está personificado el espíritu universal (no necesariamente en sentido hegeliano) de todos los habitantes de la Tierra. Porque nos cuentan los episodios comunes y reconocibles en los seres humanos, en la gente corriente que acude a diario al trabajo o la escuela, que se ocupa de lo suyo y se preocupa por los suyos, que descubre el amor, que se casa, tiene hijos… y, finalmente, muere.




Por lo que se ve, nada fuera de lo corriente. Pero he aquí una cotidianidad y una normalidad que por mor del arte escénico y cinematográfico se elevan a la categoría de acontecimientos extraordinarios y sublimes. Producida por United Artists, Our Town no es una superproducción, aunque en su misma sencillez —temática y presupuestaria— contiene lo más valioso del mundo: el milagro de la vida (asistimos, en efecto, a un milagro en la película) y la voluntad de vivir (he aquí la fuerza humana que obra el milagro). Un prodigio en que participan tanto los vivos como los muertos.



El equipo artístico y técnico del film da lo mejor de sí mismo, logrando lo más difícil y delicado en el oficio cinematográfico: hacer verosímil lo cotidiano y lo fantástico; combinar con éxito comedia y drama; armonizar lo hermoso y lo tenebroso. Gracias todo ello a un pulso narrativo pulcro y sabio (Sam Wood); una dirección artística de fábula a la hora de recrear la familiaridad de los espacios domésticos y vecinales (William Cameron Menzies); una fotografía capaz de transitar sin sobresaltos del tono impresionista al expresionista (Bert Glennon); una música inspiradísima y evocadora, que tiñe de melancolía y añoranza el claroscuro de las imágenes (Aaron Copland); y gracias a un reparto, en fin, que más que actuar, más aún que dar vida a unos personajes mortales, hacen de ellos seres eternos.



Martha Scott, quien interpreta a Emily Webb, fue nominada al Oscar de Hollywood a la Mejor Actriz, en el primer papel de su carrera cinematográfica. Contaba 28 años para encarnar a una muchacha que cumple los 16 en el primer tramo de la historia. Su mejor amigo y vecino, su futuro marido, es George Gibbs (William Holden); Holden tiene por entonces 22 años para interpretar a un joven que también frisa los 17. No obstante, el maravilloso trabajo de ambos, pleno de inocencia y pureza, suple estas innegables diferencias de edades. Porque en Grover’s Corners diríase que el tiempo se ha parado o que sigue un curso muy particular en el universo, como los ciclos de la luna, cuyo influjo tanto fascina a los personajes. De ahí los constantes travellings del film que mueven a aquéllos a través de los años, de acá para allá, del más acá al más allá, y viceversa.


¿Es irrelevante para el mundo que estemos vivos o muertos? He aquí no sólo una sesuda cuestión filosófica sino la base de films muy célebres, como, por ejemplo, ¡Qué bello es vivir! (It's a Wonderful Life, 1946), película dirigida por Frank Capra y que guarda notorios paralelismos con Our Town. Si bien la perspectiva, el fondo y la forma de ambos films ofrecen notables disparidades. Aun tratándose de dos trabajos clásicos (en los sentidos de la expresión aquí señalados), en Our Town prima la emoción contenida y el realismo mágico frente a la sensiblería y el buenismo (lo capriano) dominantes en ¡Qué bello es vivir!; la nebulosidad del romanticismo frente al descaro y la liviandad del realismo social; la “tormenta y el ímpetu” (Sturm und Drang) frente al candoroso canto celestial a lo ¡Viva la gente!, respectivamente.

Our Twon no se ajusta con exactitud , en su complejidad y hondura, al canon de la comedia, pero tampoco encaja estrictamente con el melodrama. El careo del film con otro primo cercano puede ayudarnos a clarificar, para terminar este texto, nuestro asunto:


«Cotejemos, a modo de ejemplo, las siguientes obras: Our Town (Sinfonía de la vida, 1940), dirigida por Sam Wood (en esta ocasión, para la United Artist) y The Human Comedy (La comedia de la vida, 1943), realizada por [Clarence] Brown para la Metro-Goldwyn-Mayer. Ambos trabajos parten de textos escritos por escritores de probada experiencia y solvencia: Thornton Wilder (nacido en Madison, Wisconsin, galardonado con tres Premios Pulitzer, uno de ellos, justamente, por la pieza teatral Our Town), y William Saroyan (californiano de raíces armenias, ganador de un Oscar de la Academia de Hollywood y un Premio Pulitzer), respectivamente.

»La esencia de la trama en ambas historias mantienen un similar aire de familia: la vida cotidiana en una pequeña ciudad, atendiendo particularmente a las pequeños hechos de cada jornada, vistos por los miembros de las familias, y en la que intervienen tantos los vivos como los muertos (éstos en fantasmagóricas apariciones). La participación en ambos títulos de la actriz Fay Bainter en el papel de Mrs. Gibbs (Our Town) y Mrs. Macauley (The Human Comedy) favorece, por lo demás, la analogía. Pues bien, el film de Wood destila un lirismo de altura, pautado y preciso, merced a una dirección mesurada, casi flotante, que confiere al film la atmósfera melancólica y de fábula que exige la narración, auxiliada en todo momento por la extraordinaria música compuesta a la sazón por Aaron Copland. Mientras la evocación y la sensibilidad a flor de piel mandan en Our Town, Brown, por su parte, tiende hacia melodrama familiar en The Human Comedy.» 

(Fragmento del capítulo III, “Clarence Brown, un filmmaker entre silencios”, incluido en el volumen Hollywood revelado. Diez directores brillando en la penumbra [Ártica, 2012])


Our Town no es, en rigor, una comedia ni un melodrama más, sino una obra maestra, un film encantador y gentil, conmovedor y realmente, mágico, que se visiona con el corazón encogido y los ojos húmedos.


Our Town (1940) está disponible en Youtube en una aceptable copia en VOSE