Título versión original: Eternal Love
Año: 1929
Duración: 71 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director:
Ernst Lubitsch
Guión:
Katherine Hilliker, Hanns Kräly, H.H. Caldwell, a partir de la novella de Jakob
Christoph Heer
Música:
Hugo Riesenfeld
Fotografía: Oliver T. Marsh &
Charles Rosher
Reparto:
John Barrymore, Camilla Horn, Victor Varconi, Hobart Bosworth, Bodil Rosing,
Mona Rico, Evelyn Selbie, Constantine Romanoff
Producción: United Artists
Para la tradición clásica del pensamiento
griego, los géneros en las artes y la literatura se reducían, básicamente, a
dos categorías: la tragedia y la comedia.
Así, por ejemplo, el filósofo Aristóteles
decía de la tragedia que, mediante
los mecanismos del temor y la compasión, lleva
a cabo la purgación de las afecciones que mueven la actuación de los personajes
que en ella intervienen. (Sobre la poética). Posteriormente,
fue introducido otro subgénero que adquiriría con el paso del tiempo la
categoría estricta de “género”; pongamos que hablo del drama, el cual a su vez generó nuevos subgéneros: docudrama,
comedia dramática, melodrama… Deseo
reparar ahora en este último término señalado, a propósito de un film memorable,
un epítome del melodrama en estado puro: Amor eterno (Eternal Love, 1929), potente película dirigida por Ernst Lubitsch para United Artists.
A mi juicio, es en la etapa silente del cine donde el melodrama alcanza sus grandes
cimas: la naturaleza del “cine mudo” es particularmente adecuado para
recoger y hacer ascender a gran altura la intensidad de las emociones humanas, llevándolas
al límite, elevándolas a cotas incluso “demasiadas humanas”, esto es, que rozan
la eternidad, culminando más allá de la vida, en la muerte que todo lo reúne y
perpetúa.
La trama argumental de Amor eterno transcurre en un pueblo de los
Alpes suizos. Durante la Primera Guerra Mundial, la población es ocupada por
las tropas francesas, exigiendo que todos los habitantes de la comunidad
entreguen sus armas. Si no, habrá represalias. Parece que todos los habitantes
del villorrio cumplen el mandato. Pero no es así. Mientras se celebra un acto
religioso, un disparo sorprende y estremece
a los parroquianos allí presentes (Lubitsch comienza a sacar partido
narrativo y emocional de los efectos
sonoros en una producción “muda”, ya en su última fase: 1929).
Marcus Paltram (John Barrymore) acaba de cobrar una pieza en la montaña. Con un
ciervo sobre el hombro, retorna a la aldea, donde la comunidad, que ha salido
espantada de la iglesia al escuchar la detonación, recibe amenazante al
cazador. Le exigen que, como han hecho los demás, entregue la escopeta. Sin el arma no soy nada, contesta Marcus.
En primera fila, la excitada Pia (Mona
Rico) toma posiciones. La moza —que de pía no tiene nada, más bien de arpía—
acosa con lascivia a Marcus a quien
materialmente anhela cazar, no importa que éste la desprecie. Aunque ya ha
sido advertido: “serás mío”.
De pronto, de entre el grupo se abre
paso la gentil Ciglia (Camilla Horn),
hija del párroco, y muchacha muy próxima al corazón de Marcus. Pide a éste que ceda y suelte el rifle.
De momento, el amor propio vence al amor carnal... e inmortal. No queriendo verse humillado
ante los vecinos, Marcus rehúsa y da la espalda a la congregación. En una escena posterior, Lubitsch deja con
toda su maestría el sello de su quehacer. Llaman a la puerta de la casa del
pastor de almas, donde se encuentra éste con su hija Ciglia. El dueño de la
casa ordena a la ama de llaves que va a ver quién es. Pocos segundos después, se abre apenas la puerta del salón, lo justo para una mano dejar apoyada una escopeta sobre
la pared y vuelva a cerrarla.
Ha quedado fijada la centralidad del
asunto: la presión del Deseo y el Amor
sobre Marcus, fuerzas destructiva y fructuosa, respectivamente, si bien se
cruzarán en su existencia de modo dramático. Lubitsch dirige a los
protagonistas del conflicto a ambientes cotidianos que pronto les llevarán al abismo de pasiones. Como ocurre en el baile de disfraces, donde con suma inteligencia y destreza se juega
a los equívocos, destapándose las esencias de la pasión carnal que tientan al
hombre enamorado. La lujuria, que no adopta aquí la forma de serpiente sino de brujita gitana, parece ganar la partida. Pero, es el amor y la fidelidad los que acaban venciendo al deseo y el
embrujo, aunque para ello el protagonista “purgue” trágicamente su libido
desatada, su afección demasiada humana, acompañado por su ser amado, quienes
entregan sus vidas a la montaña helada, allí donde finalmente encontrarán la
paz y el amor eterno.
Lubitsch realiza con Eternal Love su último film “mudo”. En
el mismo año 1929 estrena El desfile del amor
(The
Love Parade), maravilloso musical con Maurice Chevalier y Jeanette
MacDonald al frente del reparto. Culmina
así la etapa silente y comienza la hablada en su filmografía, y no podía
hacerlo de modo más soberbio. A partir de este momento, no es que el melodrama
desaparezca en el cine del maestro berlinés, pero, sin duda, la comedia avanza
en su obra como fuerza mayor.
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