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lunes, 26 de septiembre de 2011

CARA ÁNGEL


La vieja manía de traducir los títulos de las películas rodadas en otros idiomas distintos al del lugar del estreno es una fea costumbre. Pero, hoy, quiero escribir de caras bonitas. ¿Cómo decirlo: caras con ángel o caras de ángel?
El célebre musical Funny Face (1957), dirigido por Stanley Donen, es conocido en España por el título Una cara con ángel. Funny traslation del inglés, diríamos, ante el que uno se encuentra, la verdad, un poco perdido... No es tarea sencilla, ciertamente, traducir al español el término «funny». «Funny» significa «divertido» o «gracioso», pero, igualmente, «raro» o «poco corriente». En nuestro idioma, una cara con ángel viene a querer decir «una cara con gracia».
La cosa, sin embargo, tiene poca gracia. Vamos a ver, respóndanme ustedes a esta pregunta, queridos amigos, se lo ruego: ¿puede definirse de esa guisa ―una cara con gracia― un rostro de querubín como el de Audrey Hepburn? ¿No ven ustedes, como yo veo, un ser angelical en vez de un rostro simplemente... gracioso?


Repasemos otros rostros femeninos tocados por la gracia de la belleza divina, la belleza elevada y dulce, con embeleso, ternura y pureza. No todas las bellezas son de esta clase. Aunque tampoco pintan mal las pingirls, las mujeres cemento y las monumento, las volcánicas y las petroleras, las que tiene que servir y las femmes fatales, las neumáticas y las explosivas, las de quitarse el sombrero y las que quitan el hipo. Todas ellas respetables señoras ante las que inclinarse. Pero eso será para otra ocasión.
Antes que pase un ángel y nos quedemos todos mudos, aunque no de piedra, que comience el pase de modelos de hermosura seráfica. Para empezar, fijemos nuestra atención en algunas reinas del cine silente, benditas sean, ante cuyos rostros uno, francamente, se queda sin habla.
Lillian Gish, mirada cándida y tierna, boquita de piñón, es el ángel del paraíso, un ángel que vuela alto en el cielo de las estrellas. Frágil muñeca de porcelana que el villano y el malvado de película ansían quebrar. Eterna niña, de mayor protegió a los niños del cazador nocturno, hambriento de carne inocente.

Mary Pickford, rodeada siempre de hombres famosos, caballeros con mucha fama, conservó en todo momento un aire virginal que todavía me conmueve.


As times goes by. Nuevas apariciones ocupan las pantallas del cinematógrafo, cautivándonos y maravillándonos. Ruby Catherine Stevens ―más conocida como Barbara Stanwyck― recorría con tal garbo la línea del coro que llegó a ser chica Ziegfeld. De las bambalinas pasa más tarde a la pantalla. En 1933 interpreta, bajo la dirección de Alfred E. Green a Lily Powers en el filme Carita de ángel (Baby Face). En esta ocasión, la traducción es perfecta, no da lugar a dudas y nada que objetar. Quien parece no haber roto un plato en su vida, se nos descubre (en todos los sentidos) como una muchacha que desea subir alto y a toda prisa, no sirviéndose para ello de alas de ángel, sino metiéndose bajo el ala de los tipos con pasta, y, si es preciso, entre sus sábanas. ¡Hala, lo que ha dicho!
Tampoco en Stella Dallas (1937), a las órdenes de King Vidor, Barbara Stanwyck acaba siendo como parecía/aparecía en los primeros planos del filme. Allí, la joven Stella, mirándose al espejo, se me antoja una tierna blancanieves arreglándose el cabello con primor, sabiéndose la chica más bella del mundo, en busca de príncipe. Lo consigue. O casi, porque el príncipe no es más que un soso esposo. El esplendor, fugaz como una estrella, cuando no es cuidada, acaba estrellándose en la dura realidad. Eso le pasa a la madura Stella. Les ahorro el fotograma que lo prueba. Aquí y ahora sólo cuentan las caras bonitas.


También a muchos nos embaucó Jean Simmons en Cara de ángel (Angel Face, 1952), dirigida por Otto Preminger.  El angelito se llevó a Robert Mitchum a volar por los aires.


De Marlene Dietrich dijo Jean Cocteau que su nombre comienza con una caricia y acaba como un latigazo. Aunque no se trate de su primera interpretación en la pantalla, El ángel azul (Der blaue Engel, 1930), película dirigida por Josef von Stenberg, lanza a la fama a Marlene. Pero, yo quiero recordarla ahora como ángel sin más, sin colorantes, aunque probablemente con algún conservante.  

Ni el propio cineasta que la dirige, Ernst Lubitsch, en Angel (1937), puede resistirse ni contenerse ante los encantos de este espíritu celestial.

Siento un turbador hechizo cada vez que contemplo el rostro pulcro y delicado de Gene Tierney. Incluso cuando lleva la carita sucia en La ruta del tabaco (Tobacco Road, 1941), dirigida por John Ford. Mas, ahora, lo dicho: sólo caras bonitas.

Habrá quien se pregunte qué hace una chica traviesa como Brigitte Bardot en este Olimpo de diosas. Si está Brigitte, también podría estar Ava Gardner, ¿no? No, no, Ava, la Eva del celuloide, invita al pecado. Brigitte, en cambio, al menos en la foto aquí escogida, firmada por Richard Avedon, diríase pintada por Rafael, ¿o no? 


Julie Christie no me deja frío nunca. Ni tocada con gorro de zorro en la estepa madrileña ni vestida de raso en un salón ruso. ¿Qué me pasa, doctor? ¿Tendré celos de Zhivago?

A Jacqueline Bisset la vi emerger de la noche americana siendo una jovencita adorable. Ya de mujer madura, no la perdí tampoco de vista, cuando llegó a ser rica y famosa. No sabría decir en qué momento me gusta más.

Solveig Dommartin constituyó una auténtica revelación en el filme Cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, 1987), dirigido por Wim Wenders

Viéndola balanceándose en el columpio del circo, las alas y el cabello al viento, lamenta uno no poder volar, más allá de la imaginación, para abrazar la causa de esta Siegessäule que me lleve a la victoria. 

Esta sí, finalmente, y literalmente hablando, es una cara (Marion/Solveig Dommartin) con un ángel (Damiel/Bruno Ganz).

viernes, 23 de septiembre de 2011

EL PREMIO ES PARA... ANRO, POR SUPUESTO





Resulta que me ha tocado un premio. Sí, sí, de veras. Algo así como un Oscar de la Academia de Hollywood, pero en plan modesto. Y el caso es que yo, no apostando nunca, gano. ¿No es para tenerme por un tipo con suerte?
Cinema Genovés ha sido escogido por el blog amigo Yo confieso como un espacio a tener en consideración. Gracias y adelante. Esto último significa que el espectáculo debe continuar: Showtime, folks! Según las normas establecidas en el juego, el recién premiado debe, a su vez, seleccionar a otros afortunados. Un máximo de diez, me cuentan. ¿Diez? No, no. Con uno me basta. Me inclino por conceder un Premio Honorífico.
Si tengo que elegir un blog de cine de entre los muchos que he visitado y aprecio, rindiéndole así homenaje, la cosa para mí está muy clara. Mi voto va para Las puertas de Babilonia. Premio a título póstumo para el blog de Anro, amigo, que estás en los cielos.

Las puertas de Babilonia representa uno de los trabajos más sólidos y originales de la blogosfera. Es mucho más que un formidable espacio de análisis cinematográfico. Es una sabia combinación de las memorias personales del autor y de reseñas de las películas que iban marcando, año tras año, su biografía. Pero, ay, el corazón del blog se paró, hace unos pocos meses. Y ya no sabemos más.
En el mes de julio, Anro se nos fue. Sí, se fue de viaje. Al Polo Norte, nos anunció.
«Lo siento, amigos, pero me tengo que marchar». Así tituló la última entrada de Las puertas de Babilonia. Así era de elegante, Antonio, amigo. Pero, no volvió. El viaje a los fiordos noruegos con su mujer, no fue para él de ida y vuelta. Resultó, después de todo, el largo viaje. Un viaje que le llevó a las puertas de la eternidad.


El día 26 de abril dejó este comentario (cito sólo una parte) a una de las entradas de mi blog viajero, Los viajes de Genovés:
«Días pasados te comentaba que no sabía donde iba a ir este año de vacaciones y al final he adelantado el viaje. Yo y mi mujer vamos a hacer un periplo por los fiordos noruegos en un par de meses. Llegaremos hasta el círculo polar ártico.
Estamos muy ilusionados porque después recalaremos unos días en Berlín, que a pesar de que estuvimos el año pasado es una ciudad que me encanta.
Ya te contaré
Un abrazote.»

No me lo contó. Me he quedado sin saber. Y sin Anro.
No me gustan las escenas de aplausos en las películas. Quedan demasiado artificiales y falsas, facilonas y comodonas. No pediré, pues, un aplauso para Anro. 

Ofreciendo el premio a Las puertas de Babilonia, solicito del público para nuestro amigo ausente un ¡Hurra! El último hurra.


jueves, 15 de septiembre de 2011

VINCENT PRICE, EL VILLANO EXQUISITO







José Manuel Serrano Cueto, Vincent Price. El villano exquisito, T&B Editores, Madrid, 2011, 231 páginas

El principal acierto del presente libro se halla más en la oportunidad que en la novedad. Vincent Price. El villano exquisito es la versión, corregida y notablemente aumentada, de un anterior trabajo del autor: Vincent Price. El terror a cara descubierta. Mucho mejor título el actual que el precedente, todo sea dicho. Ocurre que en el año 2011 celebramos el centenario de nacimiento de Vincent Price, actor de una pieza y amplísimos registros interpretativos, paladín de la elegancia en la escena y el plató, quien con similar distinción portaba una bata de terciopelo que el esmoquin, una de las voces con mejor dicción y modulación en el mundo del espectáculo, doctor horroris causa del cine de misterio y terror, un mito fantástico del arte de crear ilusión y alucinación, no importa el género ni el medio de expresión en que tenga lugar.
No hay, pues, momento más propicio para ofrecer al público ―incluidos los muchos fans que sienten devoción por Vincent Price (¿simpathy for the devil?) ― un completo volumen que ponga al día la importante contribución de nuestro personaje a las bellas artes. 

Sin poner el énfasis en el aspecto multidisciplinar del actor no es posible comprender ni valorar como se merece la dimensión y el carácter de sus trabajos.
Primeramente, porque Vincent Price personifica a la perfección la condición de profesional del espectáculo, disciplinado y competente, esforzado y meticuloso. No olvida una línea del papel, disfruta trabajando en equipo y apenas tiene roces con otros compañeros de reparto ni con los directores y productores para quienes trabaja. En última instancia, semejante actitud y tamaña disposición, en el oficio y en la vida, constituyen la manera más efectiva de mostrar respeto por el espectador, a quien brinda en todo momento una faena pulcra y solvente, de las que dejan un recuerdo imborrable en la memoria de todo aficionado al arte.
Escena de "Angel Street" en Broadway: Vincent Price, Judith Evelyn y Leo G. Carroll

Esta generosidad de ánimo convive, por lo demás, con una profusión de registros y capacidades artísticas del personaje que le permiten recorrer los más variadas esferas del mundo del espectáculo. El teatro, el cine, la radio, la televisión: cualquier escenario y medio es apropiado para que Vincent Price ejerza la interpretación, la locución, la publicidad, el doblaje, el cameo.
Nacido el 27 de mayo de 1011 en la ciudad de Saint Louis (Missouri), en el seno de una familia acomodada, Price siente desde muy joven la llamada de las tablas de la ley teatral. Marcha a Londres, donde toma contacto directo con el drama clásico y colabora con la compañía Mercury Theatre, fundada por Orson Welles y John Housemann. Vuelve a Estados Unidos, y tras demostrar en Broadway sus dotes interpretativas, cruza la línea que separa la escena teatral del estudio cinematográfico. El año 1938 realiza su debut en la gran pantalla: Service de Luxe dirigida por Rowland V. Lee. Desde ese momento, no hay género en el Séptimo Arte que se le oponga o frene. Sea la comedia sofisticada o el melodrama, el western o el musical, el mundo del circo o la capa y espada, el cine bíblico o de época, sea el suspense o el policiaco, el thriller, el cine fantástico o el de terror, no hay apenas temas, tramas, vestuarios o personajes que no encarne o queden fuera de su riquísima filmografía.
La educación recibida, amplia y exquisita, favorece el desarrollo de unas cualidades personales tan relevantes en la vida personal como en la carrera profesional del actor. Colecciona arte, cultiva el gusto por la buena comida y los vinos selectos, su presencia física ―afianzada por sus casi dos metros de altura― es imponente; sus maneras, elegantes, su movimiento corporal, delicado y firme a la vez. Sin ser un galán, en el sentido estricto del término, Vincent Price, gracias un cuidado trabajo de interpretación, consigue destilar gran fascinación, atractivo y hasta un cierto hipnotismo. 

Sin estas particularidades no hubiese sido tan convincente encarnando a Sir Walter Raleigh en La vida privada de Isabel y Essex (The Private Lives of Elizabeth y Essex, 1939), dirigida por Michael Curtiz; al mezquino gigoló Shelby Carpenter en Laura (Laura, 1944), dirigida por Otto Preminger; al soberbio Nicholas Van Ryn en El castillo de Dragonwyck (Dragonwyck, 1946), dirigida por Joseph L. Mankiewicz; al arrogante Cardenal Richelieu en Los Tres Mosqueteros (The Three Musketeers, 1948), dirigida por George Sydney; a Baka, el sibilino constructor de pirámides egipcias, en Los Diez Mandamientos (The Ten Commandments, 1956); al enérgico director de pista en El gran circo (The Big Circus, 1959) ni al entrañable Mr. Maranov en Las ballenas de agosto (The Wales of August, 1987), dirigida por Lindsay Anderson y compartiendo reparto con las venerables Bette Davis y Lilian Gish.


Por otra parte, sin la perversidad romántica y la villanía exquisita que imprime a sus caracterizaciones, sin su porte y prestancia, tampoco resultarían creíbles y espeluznantes al mismo tiempo los personajes de terror: los abominables mad doctors, los tenebrosos señores de mansiones decadentes o castillo encantados, que le han dado fama mundial. Interpretando al Profesor Henry Jarrod en Los crímenes del Museo de Cera (House of Wax, 1953), dirigida por André de Toth; a Don Gallico en The Mad Magician (1954), dirigida por John Brahm; a Roderick Usher en La caída de la casa Usher (House of Usher, 1960), a Nicholas Medina en El Péndulo de la muerte (The Pit and the Pendulum, 1961), al Doctor Erasmus Craven en El cuervo (The Raven, 1963), al Príncipe Próspero en La máscara de la Muerte Roja, 1964), filmes estos cuatro últimos dirigidos por Roger Corman; personificando, en fin, a El abominable Dr. Phibes (The Abominable Dr. Phibes, 1971), dirigida por Robert Fuest o a Edward Lionheart en Matar o no matar, éste es el problema (Theatre of Blood, 1973), dirigida por Douglas Hickox. En todos y cada uno de los papeles interpretados, el gran Vincent Price muestra el rostro del horror revestido por un aura de distinción y magnificencia.


Además de una amplísima carrera cinematográfica, Price participó en cerca de dos mil espectáculos en la radio, intervino en series famosas de televisión, como Daniel Boone (Daniel Boone, 1964-1970), El Supergante 86 (Get Smart, 1965-1970), Batman (Batman, 1966-1968), Colombo (Columbus), La mujer biónica (The Bionic Woman), Vacaciones en el mar... Puso voz y risa maléfica en celebérrimo videoclip Thriller (1983), con Michael Jackson. Por si esto fuese poco para completar un sobresaliente currículo profesional, en 1982, Tim Burton filma Vincent, un cortometraje de animación en homenaje a su ídolo, quien hace de narrador del mismo. Años después, Burton le asigna un breve pero muy relevante papel en la película Eduardo manostijeras (Edward Scissorhands, 1990). 


Estas últimas colaboraciones de Vincent Price abrieron la senda por la cual una legión de adolescentes y jóvenes (y no tan jóvenes) del mundo entero han hecho del actor un talismán del cine de terror. Un curriculum vitae et mortem, en fin, el de Vincent Price como para merecer estar en el Olimpo de los grandes monstruos del género, junto a Bela Lugosi, Boris Karloff, Peter Lorre, Christopher Lee, Peter Cushing, entre otros.


El libro Vincent Price. El villano exquisito ha sido cuidadosamente editado, constando, además de los capítulos dedicados a la vida y obra del personaje, de un buen número de fotografías e ilustraciones, de prácticos anexos («Tour Price»; «Colección Vincent Price»; «Sus actores de doblaje en España»; «Price visto por...»; «Bibliografía, Índice onomástico y de películas»), todo lo cual satisfará al aficionado y hará las delicias del fan. Lamentablemente, el texto no está a la altura de la exquisita edición. El lenguaje y la redacción resultan a veces descuidados y hasta ordinarios («en un mundo, el del cine, marcado por las envidias y los malos rollos de todo tipo» [pág. 11]; «para no fomentar el guirigay, ciñámonos a la realidad»; «amenizar el cotarro [...] Una chorrada» [pág. 118]). Asimismo, el autor regala, en ocasiones, al lector unas consideraciones personales (cinematográficas, pero también extra-cinematográficas), innecesarias, gratuitas y fuera de lugar. El estilo y el enfoque del trabajo revelan, en definitiva, que la mano(tijera) que ha compuesto el texto ha sido guiada por la pasión de un friki. Esta consideración improbablemente podrá molestar, y menos desacreditar, a un escritor que, según consta en la solapa del volumen, ha colaborado en la revista Freek y actualmente conduce el Friki Films Blog (de la distribuidora catalana Friki Films).






viernes, 9 de septiembre de 2011

MUERTE DE UN GUIONISTA


Aunque sea mi serie de televisión —modalidad sitcom— favorita, no me considero un adicto a Frasier. No llego a tanto. He recorrido las 11 temporadas, 11, en que se desarrolla la trama con perseverancia y gusto, nunca por disciplinada obligación ni por ciega fidelidad. No tengo colgadas fotografías de los protagonistas de Frasier en mi dormitorio ni en mi despacho, pero sí estoy al corriente de las evoluciones de sus personajes principales. Y si bien no llego hasta el punto de conmoverme con las vicisitudes por las que pasan, sí disfruto, y no poco, con las situaciones en que se ven inmersos. Me divierten bastante sus chistes y bromas, por lo general, de buen tono cómico y saludable inteligencia.

No niego que haya otras series de televisión, principalmente de producción norteamericana, que tengan más interés, e incluso más calidad, que ésta, mi favorita. Yo, sin embargo, visiono y repongo con asiduidad la serie completa de Frasier. Y esto es lo que hay. ¿Qué quieren que les diga? No me siento orgulloso de semejante inclinación, pero tampoco pediré disculpas por ello.


Estoy en condiciones, por tanto, de valorar la evolución de la teleserie a lo largo de las 11 temporadas, 11, por las que ha transitado en la  pequeña pantalla. La calidad media del producto se ha mantenido equilibrada, a mi juicio, durante todo su periplo. La sitcom interpretada por Kelsey Grammer en el papel de Frasier Crane cuenta con episodios buenos, otros sencillamente magistrales y otros que son para olvidar.

Es probable que en alguna otra ocasión escriba con mayor extensión y detalle acerca de la naturaleza del sentido del humor de Frasier que tanto me atrae, de los motivos de la fascinación que me tiene, en fin, cautivado, no cautivo, desde hace más de una década. Mas, hoy no es día de investigación, sino de conmemoración.

El transcurrir del tiempo ha provocado un cierto agotamiento de la serie. 11 años, 11, son muchos en la vida ficticia de unos personajes de televisión y bastantes para la paciencia del espectador. Es difícil no caer en la repetición y la inercia, o sucumbir a la siempre arriesgada renovación sin que decline el leitmotiv ni la buena inspiración. 

A veces suceden hechos reales que afectan al desarrollo de una serie y la estrangulan o hieren seriamente: una huelga en el sector; la quiebra de la productora; serios conflictos internos en la producción o realización; un cambio en los guionistas o actores; la enfermedad o... la muerte de alguno de los miembros del staff de la serie.


David Angell (a la izquierda, con barba blanca) 
en el set de rodaje de la serie Frasier

Tales sucesos pueden llegar a ser traumáticos. Por ejemplo, cuando la muerte de un miembro relevante del equipo directivo o interpretativo no es producida por motivos naturales, por enfermedad, ni aun por accidente, sino de forma violenta, por un crimen, o un ataque terrorista. O por el más vesánico ataque terrorista conocido en los tiempos modernos. Durante los once años, once, de vida de la comedia, en un momento funesto, el día 11 de septiembre de 2001, sobrevino la tragedia. De la comedia pasamos, entonces, al drama.

El guionista y productor ejecutivo David Angell, de 54 años, co-creador de la serie Frasier junto a Peter Casey y David Lee, animador, asimismo, de la serie televisiva Cheers y Wings, iba de pasajero, junto a su esposa, Lynn, bibliotecaria de profesión, en el Vuelo 11 de la compañía American Airlines. El avión en el que viajaban fue estrellado por terroristas islámicos contra la torre norte de las Twin Towers a las 8,45 de aquel día aciago. Fueron dos de las víctimas del 11-S.

Las notas de agencia y los obituarios que informaron en su día del suceso, añaden poco más a lo arriba expuesto. Que David Angell nació en Rhode Island, trabajó para el Pentágono durante varios años, hasta que en 1977 decidió trasladarse a California, donde fijó su residencia, y así orientar su carrera profesional hacia la escritura de guiones para la televisión y la producción de series. Entre ellas, Frasier. 

El 11 de septiembre de 2001, volvía a su casa en la costa oeste después de asistir a una celebración familiar en Massachussets. No volvió a casa.

No podría demostrarlo, pero tengo la sensación de que tras la tragedia, la telecomedia perdió calidad. Percibo que los guiones sufrieron desde entonces una crisis de inspiración, una depresión. Sea como sea, lo cierto es que tras el 11-S y la muerte de David Angell, Frasier ya no es la misma. La cosa tiene menos gracia.

Frasier emitió su último episodio el 13 de mayo de 2004. Fue dedicado a la memoria de uno de sus creadores, David Angell. Cinema Genovés dedica hoy su espacio a la memoria de un guionista.


Una versión ampliada de esta entrada ha sido incluida como capítulo en mi libro Cine, espectáculo y 11-S (Amazon-Kindle, 2012)



viernes, 2 de septiembre de 2011

FORTUNELLA (1958)



Título original: Fortunella
Año: 1958      
Duración: 100 minutos
Dirección: Eduardo de Filippo
Guión: Eduardo de Filippo, Federico Fellini, Ennio Flaiano, Tullio Pinelli
Música: Nino Rota
Fotografía: Aldo Tonti
Reparto: Giulietta Masina, Paul Douglas, Alberto Sordi, Franca Marzi, Aldo Silvani, Carlo Dapporto, Eduardo De Filippo, Carlo Delle Piane
Producción: Coproducción Italia-Francia, Dino de Laurentiis Cinematografica / Les Films Marceau

En 1958, año del estreno de Fortunella, Giulietta Masina, la protagonista principal del filme, ya había rodado dos de sus títulos más célebres, bajo la batuta de su marido, Federico Fellini. Nos referimos a La Strada (La Strada, 1954) y Las noches de Cabiria (Le notte di Cabiria, 1957). El icono Giulietta había quedado establecido: personaje tierno, inocente, conmovedor, golpeado, casi descalabrado, por una existencia amarga y unos desalmados rufianes. El productor Dino de Laurentis confía la realización de Fortunella a Eduardo de Filippo, destacado comediógrafo, actor y director de origen napolitano, una leyenda viva del cine y el teatro italianos. En el guión de la película participa Federico Fellini, junto a otros escritores, incluido el mismo Di Filippo. La influencia del cineasta de Rímini planea sobre la cinta en todo momento, aunque, no hasta el punto de fagocitarla y cargarla de facto a su cuenta de resultados, según sostienen no pocos críticos cinematográficos.

Eduardo de Filippo en un fotograma del filme
Fortunella es, en efecto, obra de Federico Fellini, pero también de Dino de Laurentis, Eduardo de Filippo, Nino Rota, Giulietta Masina, Alberto Sordi y tutti quanti. No echamos de menos aquí el rugido y las garras del gran Fellini, porque percibimos las marcas dejadas en la piel del filme. Sin duda, con Federico al mando de esta nave, el resultado hubiese sido distinto, aunque no me atrevería a afirmar que de mejor calidad. Sería, sin duda, una cinta mucho más conocida y promocionada, más felliniana, más popular (especialmente, fuera de Italia) entre el público, y no una rara avis, una pequeña gema que para muchos aficionados todavía duerme en el interior de la montaña de películas por visionar.
Eccola qua, Fortunella. Una película bellísima, divertida y conmovedora, una comedia dramática de primera. Eduardo de Filippo firma acaso su título más logrado. Bajo su dirección, Giulietta Masina y Aberto Sordi consuman unos de los mejores trabajos de sus sobresalientes carreras.

Nanda Diotallevi (Giulietta Masina) es una muchacha dulce y trabajadora, despierta y voluntariosa, sacrificada y servicial, fiel y leal, pero, ay, con poca fortuna. Tal vez por esa razón irónica sea conocida en el barrio por el sobrenombre, no de Fortunata, sino de «Fortunella», naranja enana, naranja dorada. Chica inocente, ofrecida en sacrificio, sale de la cárcel tras pagar la muy justa por el gran pecador Peppino (Alberto Sordi), su fidanzato ma non troppo, en realidad, un mascalzone, un truhán de medio pelo que bordea la ley y chulea a su chica. Cobarde, gemebundo e hipocondríaco nunca da la cara, ni tampoco un palo al agua. 


Nanda anda por la vida cargando con sus propias tribulaciones, más las penas y las infracciones del haragán Peppino. Arrastra como una mula el carromato con los productos del herrumbroso puesto que mantienen en el «rastro» romano de Porta Portese (colosal Giuletta, al frente del negocio, reclamando la atención de los viandantes). Acabada la jornada laboral, de vuelta al hogar dulce hogar, el muy zángano de Peppino se agarra al carro chatarrero. Dejándose llevar. Lamentándose de su mala suerte. Porque el muy bellaco detesta trabajar. Adora que le mantengan. ¡Porca miseria!
Tras la estancia en la cárcel, Nanda comprueba que el novio Peppino no está verde, o tal vez, sí. En la ausencia de la joven, se ha buscado otra mujer más rolliza y con una larga trenza: Amelia (Franca Marzi). Ahora ya son dos para mantener y cuidar. Fortunella es una Cinderella que aguanta mucho. Hasta que explota. De Filippo ha logrado «extraer» de la actriz Giuletta una faceta hasta el momento poco desarrollada en los papeles precedentes: su carácter, su genio. Su mal genio, quiero decir. 

La furia, tantas veces reprimida, sale a flote cuando ya no puede más.  Maravillosa presentación del personaje. Vemos la puerta de la carcere. Por la mirilla del portón, unos ojos escrutan el exterior, la libertad. Fortunella sale a la calle y se dirige radiante hacia la cámara. De pronto frena la marcha, frunce el ceño al percatarse de la cruda realidad, de lo que le espera. Cambia la dirección y maldice su mala fortuna, ay Fortunella. Golpea con su hatillo los muros de la calle. Dos veces. ¡Maldita sea mi suerte! ¡Maldita sea mi suerte!


Pero, Fortunella, en este maravilloso cuento de hadas, tiene, asimismo, un genio bueno. Se trata de Il Professore Golfiero Paganica (Paul Douglas) ¡Aó, Professó! Tras deshacer el menàge a trois en el que no desea participar, y hecha una basilisco, abandona la chatarrería doméstica y penetra en el corazón de la noche. En una fontana romana encuentra a una especie de cachalote bañándose a la luz de la luna. No, no es Anita Ekberg. La gran Anita se mojará en la Fontana de Trevi, como ejemplo de dolce vita, según Fellini. El ballenato ahora es Il Professore, medio pez y medio mamífero, pues es la oveja negra de la familia. Vagabundo ilustrado y con rico linaje, escritor errante, duende de la noche, borrachín empedernido. Un buen hombre, en suma. O sea, un genio bueno. Fortunella le cuenta sus penas al Il Professore.
Yo, Nanda Diotallevi, chica del barrio, soy, sin embargo, hija de príncipe. ¿De un príncipe, dices, niña? Sí, sí, de un príncipe. Del príncipe Guidobaldi, vecino mío, vive a unas manzanas de casa, en un palacio precioso. Y tiene muchos criados, los muy bellacos no dejan que me acerque a la mansión. ¿Cómo sabes, criatura, que es tu padre? Lo sé porque, lo recuerdo muy bien. Siendo una niña, caminando por la vía, se paró frente a mí y dijo: «Povera figlia mia». ¿Entiende, Professó? Yo soy su hija. Ilegítima, eso sí. Además, desde la terraza de mi casa veo la suya, la que algún día será mía. En su habitación, hay un cuadro de una señora muy hermosa y elegante. ¿Y sabe qué? ¡Me parezco mucho a ella! ¿Lo ve? Somos de la misma familia, el príncipe y yo. ¡Ah, Fortunella! ¡Ay, principessa!
Pero, Il Professore es un hombre que bebía demasiado. Se enrolan en una troupe de cómicos que representan obras de Shakespeare o así, o casi. De capas y espadas, de nobles, reyes y reinas. A Fortunella le gusta actuar e interpretar papeles. Una anoche, entre el público, ve a Peppino. Peppino quiere que vuelva a casa. Pero, esa no es su casa. No, ¿eh? Te arrepentirás, Naaaanda. 

Il Professore ayuda en el atrezzo de las representaciones de la compañía ambulante. Borracho de chianti, organiza un espectáculo, él solo, y acaba ingresado en el hospital San Camillo de Roma con delirium tremens. Pocos días, después muere.


Acude al hospital el príncipe Guidobaldi (Aldo Silvani), amigo de Il Professore desde la infancia. El ahora difunto le ha dado una carta para Fortunella. Le regala una casa que había heredado de sus padres. Van a palacio a arreglar los detalles de la transacción. Allí Nanda informa al Príncipe que, tal vez, sea hija suya. ¡Hija mía, qué dices! El príncipe no se indigna ante la insinuación. Sólo, que no recuerda. Pregunta a Fortunella que cuándo nació. A continuación, consulta a su mayordomo dónde estaban aquel año. ¡En la India, Alteza! ¡La India! Muy lejos. No, no puede ser, querida mía.
¡Maldita sea! Fortunella abandona abatida el palazzo. Mas, el sueño no ha acabado. La esperan en el teatrillo de cómicos. Necesitan una actriz para que haga de Princesa en la obra en ciernes. Se estrena mañana, viernes. Anda, Nanda, a escena, sube al trono y te pondremos la corona. Quedarás de fábula. La corona resbala un poco hacia la frente de la muchacha. Ella la endereza con el cetro. Está feliz. Después de todo, ella, Nanda Diotallevi, alias Fortunella, ha sido proclamada Principessa.


¿Es esto todo? No, falta ponerle música al libreto. Si notable es la historia en imágenes de Fortunella, sobresaliente resulta, finalmente, si le sumamos la banda sonora compuesta al efecto por Nino Rota. De nuevo, Rota, ese encantador de notas musicales, sabe darle el tono de chirigota, ternura y emoción según la ocasión, cuando toca, cuando es menester... de juglaría. 

El aficionado reconocerá enseguida, en una de las piezas compuestas para este filme, el motivo siciliano de El Padrino, que ya da aquí sus primeros pasos por el celuloide. En el siguiente vídeo, la obertura y los primeros compases de Fortunella, puede escucharse un resumen de los temas musicales de la cinta.




Fabulosa película, cine italiano en estado puro, es imprescindible visionar Fortunella en versión original, con subtítulos o sin subtítulos. Después de todo, el idioma italiano es perfectamente comprensible para un hablante hispano. Y es un verdadero placer escuchar a los actores en su propia lengua. Non è vero, Albertone?