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lunes, 28 de abril de 2014

LA CASA DE BAMBÚ (1955)


Título original: House of Bamboo
Año: 1955
Duración: 99 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Samuel Fuller
Guión: Harry Kleiner
Música: Leigh Harline
Fotografía: Joseph MacDonald
Reparto: Robert Stack, Robert Ryan, Shirley Yamaguchi, Brad Dexter, Biff Elliot, Sessue Hayakawa, Cameron Mitchell, Sandro Giglio
Producción: 20th Century Fox



La casa de bambú (House of Bamboo, 1955), producida por 20th Century Fox, es la primera película norteamericana rodada en Japón después de la II Guerra Mundial. Transcurridos diez años desde la finalización, la larga sombra del conflicto bélico todavía está aquí presente, claramente perceptible tanto en la trama como en la propia ambientación de la cinta, filmada en escenarios naturales de Tokio. Dirigida por Samuel Fuller, quien realiza su primer largometraje para la pantalla en color y un espectacular cinemascope, está interpretada, al frente del reparto, por Robert Stack y Robert Ryan. El resultado es más que satisfactorio.

La historia original ya había conocido una versión cinematográfica anterior, The Street Of No Name (1948), producida por el mismo estudio, dirigida por William Keighley y escrita por Harry Kleiner, quien firma asimismo el remake de 1955. Las diferencias entre ambos títulos son considerables, especialmente en lo que se refiere al espacio geográfico en el que transcurre esta trepidante historia policiaca centrada en el inframundo de la mafia, que de la costa Este de EE UU pasa al país del sol naciente. El núcleo del asunto es común, pero el tratamiento y el desarrollo de la historia son muy diferentes. El productor Darryl F. Zanuck, tras mostrar su entusiasmo por la película de Fuller Casco de acero (The Steel Helmet, 1951), había incorporado al cineasta a la nómina de la Fox. Entre otros proyectos, le propone hacer una nueva versión de The Street Of No Name, esta vez localizada en Japón y con guión del mismo Kleiner. Fuller, hombre inquieto y más aficionado a ser director in toto que dirigido (no me refiero ahora a su faceta de actor), acepta la idea, atraído principalmente por el hecho de filmar en el país nipón.


La casa de bambú, film atípico sin duda en la filmografía de Fuller, ha desconcertado a los críticos e historiadores de cine, bastantes de los cuales lo han infravalorado. Sin embargo, y a mi juicio, se trata de uno de los mejores trabajos del director nacido en Massachusetts. La peculiaridad referida de la película demuestra no tanto la ligereza o la rendición del realizador cuanto la versatilidad y la capacidad creativa que ha acreditado a la hora de moverse en los más distintos medios y géneros, por lo general, con suma pericia e ingenio. Encasillado con la etiqueta de director «independiente», a muchos les saca de sus casillas ver trabajar a Fuller en una major, dirigiendo a estrellas y trabajando con un holgado presupuesto. Más que «independiente» (término equívoco y de esquivo significado), Samuel Fuller es un cineasta vocacionalmente artesanal, que se sintió incómodo trabajando en el marco de los grandes estudios y ajustado a las reglas de oro de Hollywood, no tanto por razón de principios o motivos ideológicos o narcisistas como estrictamente profesionales (desea controlar al máximo su trabajo) y de comportamiento (es hombre de carácter independiente).

Samuel Fuller

Fuller es un director siempre interesante, aunque también puede llegar a ser brillante. De hecho, sacó el mayor provecho y dio lo mejor de sí mismo en la realización de esta obra mayor. Para empezar, el guión de Harry Kleiner, de temática policiaca y formato de western, es magnífico; Fuller insistió en haberlo reescrito él mismo… Un grupo de excombatientes norteamericanos deciden quedarse en Japón al acabar la guerra y hacer fortuna por medios delictuosos, robos y extorsiones. En la primera secuencia del film, asaltan un tren custodiado por tropas japonesas y estadounidenses, sustrayendo gran cantidad de armas y munición con vistas a la preparación de próximos golpes. Tras la escaramuza, muere de un disparo un sargento de EE UU.





Llega a Tokio Eddie Spanier (Robert Stack), miembro de la policía militar americana, con la misión de infiltrarse en la organización criminal y desarticularla. Interfiriéndose intencionalmente en los negocios de ésta, pronto llama la atención de Sandy Dawson (Robert Ryan), jefe de la banda, quien tomándole al principio por un pardillo, aunque arrojado, decide tomarlo a sus servicios. 
En las primeras investigaciones, Spanier conoce a Mariko (Shirley Yamaguchi), compañera sentimental del sargento asesinado, presentándose como amigo de éste, estableciéndose entre ambos una relación afectuosa, que el pulso de Fuller mantiene en un terreno ambiguo e incierto, como la de Dawson con Spanier (un elemento característico en el tratamiento de los personajes del cine de Fuller). 


El agente acaba confesando a la muchacha su verdadera identidad (sargento Kenner), aunque se esfuerza en no involucrarla directamente en la intriga para no exponerla al peligro. Tras ser descubierto, como consecuencia del soplo de un confidente de Dawson, éste urde una celada, de modo que sea la propia policía japonesa la que mate al intruso. Pero la maniobra no funciona como esperaba. En un duelo final, Spanier/Kenner liquida a Dawson. Con la misión cumplida, vuelve a EE UU acompañado de Mariko.

Este tramo final constituye un emocionante y espectacular colofón del film. Fuller, más que un principiante en el Cinemascope, da la impresión de ser un consumado experto en el manejo de dicho formato. Al modo hitchcockiano de servirse de los escenarios para acrecentar la carga dramática y la belleza de las secuencias clave, la persecución y el tiroteo entre la policía y el delincuente tiene lugar en el parque de atracciones de Japón, repleto de público, mayoritariamente infantil. Como último refugio, Dawson sube a una gran noria horizontal del recinto en la que sucede el lance definitivo. Eddie repta por la plataforma móvil hasta situarse de espaldas al hampón, aunque sólo dispara contra éste cuando se vuelve y le apunta con su revólver.



Fuller, director en ocasiones un tanto brusco en el tratamiento de la «puesta en escena», combina esta vez a la perfección los travellings y los movimientos de cámara con los planos fijos, según lo exige la situación. Impactante, de gran fuerza dramática y admirable desde el punto de vista estético es, precisamente, el plano secuencia en el que Dawson descarga su pistola contra Griff (Cameron Mitchell), anterior mano derecha del capo, a quien toma por el soplón del grupo. Bañándose en un tonel de madera, Griff recibe las balas vengadoras que atraviesan los tablones, por cuyos agujeros mana a chorros el agua contenida, cual si se tratasen de los últimos flujos de vida del compinche. Plano súbito, seco, duro, que el ancho del formato Cinemascope permite resolver magníficamente.


La casa de bambú, película de gran valor, dirigida por un cineasta, Samuel Fuller, cuya obra merece ser frecuentada y reconocida.



lunes, 21 de abril de 2014

CORAZONES DEL MUNDO (1918)


Título original: Hearts of the World
Año: 1918
Duración: 117 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: D.W. Griffith
Guión: D.W. Griffith
Música:
Fotografía: G.W. Bitzer, Alfred Machin, Hendrik Sartov
Reparto: Robert Harron, Lillian Gish, Dorothy Gish, Francis Marion, Robert Anderson, George Siegmann, Eric Von Stroheim, Noel Coward.
Producción: D.W. Griffith Productions


En el presente año, conmemoración del primer centenario del estallido de la Primera Guerra Mundial, no resulta inoportuno ni ocioso recordar algunas meritorias producciones relacionadas con una terrible conflagración que, literalmente hablando, conmovió el siglo XX recién inaugurado. Hace unas semanas tuvimos ocasión de evocar en Cinema Genovés, La Gran Guerra (La Grande Guerra, 1959), gran película producida por Dino de Laurentiis y dirigida por Mario Monicelli. En esta ocasión, nos remontamos hasta las fechas mismas en que tuvo lugar el conflicto a fin de dar cuenta de uno de los principales clásicos ambientados en el mismo: Corazones del mundo (Hearts of the World, 1918), film producido y dirigido nada menos que por D. W. Griffith.

Film realizado consecutivamente después de El nacimiento de una nación (1915) e Intolerancia (1916), no resulta difícil advertir de que nos situamos en un momento crucial de la carrera del director, quien en gran medida (aunque no él solo) estaba inventando el cine entendido como gran espectáculo y producto artístico, al mismo tiempo. Por aquellas fechas, Griffith experimentaba con el formato y las contingencias que comportan las grandes producciones. Desde el año 1908, llevaba ejercitándose en el cortometraje y a partir, de 1914, en el largometraje. Cuando emprende el proyecto Corazones del mundo, Griffith lleva, pues, diez años en el oficio y en la industria, con varias docenas de trabajos a sus espaldas. El film mantiene bastantes elementos comunes con los célebres títulos citados, tanto en contenido como en forma, en especial, la tendencia a combinar en la trama con suma pericia la épica y la lírica, el drama y la comedia.

En El nacimiento de una nación, afronta el dramático episodio nacional de la Guerra Civil americana. En Intolerancia, sube el listón de la ambición discursiva, y se propone nada menos que narrar la actitud maliciosa recogida en el título por medio de cuatro historias a lo largo de la Historia. Esta constante en la obra del cineasta tendrá continuidad en bastantes de sus trabajos posteriores. Citemos, en primer lugar, El gran amor (The Great Love, 1918), rodada a continuación de Corazones del mundo; en cierto modo una secuela de esta cinta, al estar situada también durante la Gran Guerra. Imposible olvidar, por lo demás, Las dos huerfanitas (Orphans on the Storm, 1921), ambientada en la Revolución francesa, ni América (1924), sobre la Revolución americana contra la metrópolis británica. No obstante y con todo ello, la crítica del ramo y la historia oficial del cine suele olvidarse ordinariamente de Corazones del mundo, cuando no tenerla por un trabajo «menor».


¿Por qué motivo principal? Porque se trataría, según dicen, de una película «propagandística», en la medida en que sin ocultamientos ni reserva alguna, promueve y justifica la intervención de los Estados Unidos en la Gran Guerra, además de mostrar en la pantalla a los alemanes no sólo como «malos», sino como «muy malos»… Aplicado semejante criterio, por ejemplo, a las películas ambientadas en la Segunda Guerra Mundial, desautorizaría al 90 % de ellas, y, en particular algunos clásicos; sólo pongo dos casos, La señora Miniver (1942. William Wyler) y Casablanca (1942. Michael Curtiz), las cuales quedarían rebajadas al rango de meros panfletos.

Corazones del mundo fue, en efecto, un proyecto propiciado por las autoridades británicas que buscaban tocar la fibra norteamericana a fin de implicarse en la guerra. Griffith además de ser recibido en Londres por el primer ministro del Reino Unido en aquellos años, Lloyd George, inspeccionó en Francia algunos frentes de primera línea de fuego, donde filmó varias escenas reales (ver foto abajo). Llegado a un acuerdo de producción y con dicho material, volvió a Hollywood donde inició propiamente el rodaje. Un breve documental sobre estos hechos sirven de prólogo a la película.


El arranque del film sitúa al espectador en un pueblo francés poco antes del infausto agosto de 1914, cuando se desencadenó la tormenta bélica. Los Stephenson y los Hamilton forman dos familias americanas, instaladas en el país galo, que habitan casas vecinas. El «Chico» (Robert Harron), según es identificado en los intertítulos, desea consagrase como escritor y hace gestiones con diversas editoriales a fin de ver publicada su obra. La «Chica» (Lillian Gish) está enamorada del muchacho, pero es tímida y sus acercamientos al joven son medidos y discretos.

A diferencia de ésta, la «Pequeña terremoto» (The Little Disturber; Dorothy Gish, hermana de Lillian) se insinúa descaradamente al Chico, bajo el lema de «persistencia y perfume». Éste, sin embargo, termina comprometiéndose en matrimonio con la «Chica». Todo está a punto. De hecho, en el mismo instante en que el «Chico» corre a comunicar a la joven la buena nueva de que ha sido aceptado uno de sus proyectos literarios, llegan malas noticias: Francia ha declarado la guerra a Alemania. El muchacho es americano, pero siente la obligación de alistarse y luchar por el país a punto de ser invadido; la indirecta no puede ser más directa. El amor tiene que esperar. El deber es lo primero. Marcha al frente, mientras la amada queda en el pueblo, pronto ocupado por las fuerzas alemanas que comenten toda clase de abusos y tropelías. Es la guerra, amigos míos… 



Eric Von Stroheim a la derecha de la imagen

Finalmente, las tropas francesas recuperan el control de la localidad y expulsan a los germanos, coincidiendo con la entrada triunfal de los soldados americanos en la villa. Los jóvenes amantes pueden así unir sus vidas.

Griffith ofrece en Corazones del mundo un trabajo comparable a sus mejores títulos. Algunas secuencias son verdaderamente memorables: el coqueteo de la «Pequeña terremoto» al «Chico», de lo más atrevida para la época; las secuencias de batallas, en las que hablar de realismo y verosimilitud no contiene un sentido retórico sino literal; la muerte de la madre del «Chico» (Kate Bruce), quien es enterrada por sus hijos pequeños en el mismo domicilio, pues los bombardeos les impiden aventurarse fuera de ella; la liberación de la pareja acorralada por los alemanes en una pequeña cabaña —rematada con el lanzamiento de una granada contra los soldados germanos por la «Pequeña terremoto» que encabeza la fuerza aliada—, y resuelta por medio de un montaje paralelo, sello Griffith, que llegará a convertirse en todo un recurso clásico del lenguaje cinematográfico.


No dejen de visionar este clásico del cine tan injustamente olvidado —diríase, redundante y obstinadamente silenciado— por las crónicas cinematográficas.


 

lunes, 14 de abril de 2014

LA SIRENA DEL MISSISSIPPI (1969)

Título original: La sirène du Mississippi
Año: 1969
Duración: 120 minutos
Nacionalidad: Francia
Director: François Truffaut
Guión: François Truffaut, a partir de la novela de William Irish
Música: Antoine Duhamel
Fotografía: Denis Clerval
Reparto: Jean-Paul Belmondo, Catherine Deneuve, Michel Bouquet, Nelly Borgeaud, Roland Thénot, Marcel Berbert
Producción: Les Films du Carrosse

La sirena del Mississippi (La sirène du Mississippi, 1969), dirigida por François Truffaut es una película que, en su imperfección y con sus múltiples incoherencias, me sigue fascinando. Una fascinación entendida como el poder que tiene la mirada de la serpiente sobre los ojos del espíritu. La serpiente tentadora cobra cuerpo en este film en una pérfida fémina de doble identidad Julie Roussel / Marion Vergano (Catherine Deneuve); una, suplantada, la otra, real. Valiéndose del engaño y la celada, provoca trágicamente, la pérdida de la inocencia, la caída y destrucción, la pasión y muerte, de un hombre, Louis Mahé (Jean Paul Belmondo). ¿A causa del amor? Acaso haya que hablar en este caso de Deseo en vez de Amor. O, para ser más precisos, de Pulsión, en el sentido freudiano del término, esto es, fuerza interna del individuo que llega a manifestarse en Eros (principio de vida y  unión: Amor) y en Thanatos (principio de distorsión y de disolución: Muerte).


La historia comienza, precisamente, en un lugar denominado «Reunión». Isla del océano Índico, no es el Paraíso terrenal, aunque sí llegue a representar en el personaje del film un paraíso perdido. Dueño de una plantación de tabaco en este departamento francés de ultramar, Louis busca casarse con una mujer europea. Sirviéndose de una fórmula habitual de «contacto» en la era previa a internet y las redes sociales, pone un anuncio en la prensa parisiense: desea establecer relación con una mujer de su gusto con vistas al matrimonio. Mantiene así una correspondencia epistolar con la señorita Julie Roussel. Intercambian información y sentimientos, además de algunos objetos y fotos de cada uno de ellos. Finalmente, conciertan la boda. El primer encuentro en Reunión conlleva sorpresas: la mujer que desembarca en la isla se parece más a un ángel que a la muchacha de la foto enviada. Louis no sabe todavía que el ángel caído del cielo es un ángel exterminador que provocará su propia caída y descenso a los infiernos.

Me he referido al principio a notorias deficiencias e inconsistencias en el film. Algunas de ellas son de carácter técnico: tomas y encuadres defectuosos; secuencias mal construidas y peor resueltas (especialmente, la muerte del detective privado). Nada serio. Truffaut encontró, en gran medida, remedio a tales defectos cuando sustituyó a su primer director de fotografía, Denys Clerval, por Néstor Almendros, con quien realizó sus mejores títulos y con quien, sin exageración alguna, aprendió Truffaut a hacer películas. Pues no debe olvidarse que Truffaut pertenece a la generación de directores que llegan al plató de rodaje directamente desde la redacción de revistas de cine, hasta casi llegar a erigirse en la figura más emblemática de semejante estatuto de director-crítico.

Truffaut y Belmondo durante el rodaje de la película

El principal defecto del film es, con todo y a mi juicio, la discordancia que evidencia entre deseo y voluntad; un vicio artístico y profesional, por lo demás, prácticamente incorregible en cineastas de destino en lo intelectual. Truffaut, quien tanto admiraba a Alfred Hitchcock, quien editó un célebre libro-entrevista sobre/con el director inglés, deseaba hacer —al menos, en esta etapa de su carrera— películas a lo Hitchcock. En 1967 ya había rodado, para hacer prácticas, La novia vestía de negro (La mariée était en noir).

Por otra parte, fiel discípulo de Jean Renoir, Truffaut quería hacer películas como las que hacía el director francés; o, mejor dicho, como decía que debían hacerse. Para esta perspectiva cinematográfica, la declaración —las palabras, el discurso— siempre ha ido por delante de los resultados —las imágenes—. He aquí la cuestión a resolver: realizar las películas que uno desearía hacer o las que quiere demostrar que es capaz de realizar. Hacer cine según Hitchcock y su legado o a la sombra de Renoir y su dictado.


La sirena del Mississippi es, en tal sentido, un film sustancialmente hithcockiano. Los cotejos que puedan establecerse con muchos de los títulos dirigidos por Hitchcock — 39 escalones (1935), Sospecha (1941), Vértigo (1958), Marnie, la ladrona (1964), muy en particular— no harían más que certificar dicho dictamen. Repárese si no en la trama construida en forma de thriller combinada con una relación romántica; la mise en scène de las secuencias y el pauta de actuación de los personajes (el protagonista principal asume directa y personalmente el caso); la misma elección de la actriz (Catherine Deneuve tiene los elementos básicos más reconocibles de la rubia heroína hitchcockiana), etcétera. Nada hay de reprochable en tal actitud y proceder. Sobre todo, remitiéndose a una fuente tan solvente y atrayente.

El problema está en la coherencia resultante, en que la mano derecha no sepa lo que hace la mano izquierda, en hacer el amor con una persona teniendo en mente a otra; ya me entienden. Dedicada a Jean Renoir, la película arranca con escenas del film La Marsellesa (1938), dirigida por el hijo de famoso pintor impresionista, cuando La sirena del Mississippi muy poco tiene que ver con el la materia y la forma del cine de su maestro doctrinal. ¿Por qué no haberla dedicado a Alfred Hitchcock, su directo referente práctico?


Inspirarse en la obra de un director de cine cuya obra es apreciada y se conoce plano por plano, no significa que deba imitársele. Cada cineasta tiene que adaptar a su manera las lecciones aprendidas. Y aquí es donde la historia hitchcockiana termina deviniendo un producto híbrido y, como ya he dicho, poco coherente. Para tratarse de una historia de amour fou, la razón está por encima de la pasión, el Deseo por delante del Amor. Pareja de fugados, Marion insiste en marchar a París y vestir ropa llamativa, cuando Louis sólo anhela estar a solas con Marion, mantis religiosa más que amante. Mientras tanto, van al cine a ver Johnny Guitar (1954), y alaban las virtudes cinematográficas del clásico de Nicholas Ray:

Marion: No es sólo una película de vaqueros.
Louis: Ah no, es una historia de amor.

Guiño cómplice y autorreferencial que entusiasmará al cinéfilo fetichista, pero que no acaba de encajar con el carácter de los personajes ni en el desarrollo de la trama. Louis propone expresamente hacer l'amour, l'après-midi (título de un film de su colega Éric Rohmer). Tras confesar Louis a Marion que sabe que le está envenenado y demanda más dosis a fin de que termine pronto aquella tortura, la muchacha exclama tres veces: «¡Qué vergüenza!», algo acaso verosímil en una cultura oriental, pero menos en una latina, francesa, para más señas. Y menos todavía proferidas por quien hasta ese momento ha demostrado no tener el menor escrúpulo. Tras la revelación, llega, pues, la transformación. Pero, Truffaut, tampoco es Franz Borzage…

Marion: Estoy aprendiendo qué es el amor, Louis. Es doloroso. Me lastima. ¿Eso es el amor? ¿Siempre duele tanto?
Louis: Si, duele. […]
Marion: Te amo.
Louis: Te creo.



Las últimas palabras del diálogo. Los dos locos de amor (el de Louis ferviente y casi enfermizo; el de Marion, sobrevenido) abandonan una cabaña en Suiza donde han encontrado el último refugio y parten bajo una tormenta de nieve con destino desconocido («estoy seguro que es por allá», afirma Louis), perdiéndose en el horizonte.



Más que amarla, La sirena del Mississippi me fascina. Confío en que también a mí me crean…


lunes, 7 de abril de 2014

CABALGATA (1933)

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Título original: Cavalcade
Año: 1933
Duración: 110 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Frank Lloyd
Guión: Reginald Berkeley y Sonya Levien, basada en la obra teatral de Noël Coward
Música: Louis de Francisco
Fotografía: Ernest Palmer
Reparto: Clive Brook, Diana Wynyard, Herbert Mundin, Frank Lawton, Ursula Jeans, Margaret Lindsay, Una O'Connor, Billy Bevan, Bonita Granville
Producción: Fox Film

Cabalgata (Cavalcade), film dirigido por Frank Lloyd en el año 1933, es un fresco histórico del primer tercio del siglo XX en el Reino Unido, filmado con todo el sabor y el candor del mejor cine clásico, en el que la épica y la lírica logran ajustarse con gran maestría. Concebida, y publicitada, como el «Retrato de la generación» que vivió en aquellos tiempos, el film puede, asimismo, entenderse como la historia de dos familias, los Marryot (Clive Brook y Diana Wybyard), de clase acomodada, y los Bridges (Herbert Mundin y Una O’Connor), miembros del servicio doméstico en la residencia de los Marryot en Londres. Cada una de ellas con sus propias venturas y desventuras a cuestas, comparten, no obstante, la suerte y el destino de una misma nación, Gran Bretaña, e idéntica época



El film recibió tres premios de la Academia de Hollywood en la edición de 1934: Oscar a la Mejor Película, al Mejor Director (Frank Lloyd) y a la Mejor Dirección Artística (William S. Darling).


Franklin Hansen, Will Rogers y Frank Lloyd en la ceremonia de los Oscar, año 1934


En la mansión de los Marryot todo está dispuesto para recibir un nuevo año, 1900, y a la vez una naciente centuria, el siglo XX. Tras preparar los sirvientes el ponche para el brindis correspondiente y llevarlo al salón, los dueños de la casa expresan su deseo de beber todos juntos a la vista de fecha tan señalada. No se celebra la llegada de un nuevo siglo todos los días… Es más, el señor Marryot decide despertar a sus dos hijos pequeños para que se unan al festejo. La ocasión lo merece porque es preciso estar unidos ante la perspectiva de un futuro que no saben lo que les deparará



El espectador pronto lo sabrá: la declaración de la segunda guerra contra los Boers en Sudáfrica (a la que marchan —primera cabalgada— patrón y criado); la muerte de la reina Victoria (vestidos de luto, presencian desde el balcón de la casa el paso fúnebre); el hundimiento del Titanic (donde mueren el hijo mayor de los Marryot y su joven esposa, en viaje de novios); la I Guerra Mundial (en la que causa baja el hijo menor); y el círculo se cierra en el año 1933, fecha no menos inquietante: el Reichtag otorga plenos poderes a Adolf Hitler, y llega a su culminación la hambruna y la represión en la URSS, en la que murieron siete millones de personas (cinco millones de ellas en la República Soviética de Ucrania…). Los jinetes del nacionalismo y el totalitarismo cabalgan y recorren Europa.
Sin adoptar explícitamente la forma de un lastimero melodrama y sin servirse del socorrido sentimentalismo con el que aderezar la trama en marcha, la cabalgata conducida por Lloyd no tiene, a pesar de todo, el tono trágico de las Walkirias ni el sórdido galopar de los Jinetes del Apocalipsis. Los acontecimientos históricos, la marcha de la Historia, sirven aquí de telón de fondo para relatar la vida cotidiana de unos personajes que, pase lo que pase, intentan seguir adelante y, sobre todo, unidos, recordando a los muertos y ocupándose de los vivos. Con todo, es innegable que la trama básica concebida por Noël Coward no oculta un fondo, si no amargo, sí, desde luego, bastante pesimista. Así queda expresado en la letra de una de las canciones que escuchamos en el film, Twentieth Century Blues, escrita por el mismo Coward.


El hecho de que el film adquiera en muchos de sus momentos la apariencia de musical (pueden contarse a lo largo del metraje más de diez números musicales) proporciona justamente ese sentido y aire mundano que permiten compensar la dureza del drama, y facilita que el espectador esté más pendiente de las vicisitudes y la inmanencia de los personajes que no de los sucesos que tienen lugar o de los mensajes trascendentes.

Cabalgata es una obra de un valor, histórico y artístico, no suficientemente reconocido, que, conservando todavía el poderío estético y emocional característico del cine mudo, se adapta de manera límpida y elegante a las nuevas posibilidades expresivas del cine hablado (banda sonora empleada con un sentido narrativo y no sólo ilustrativo, los mismos números musicales), si bien siempre al servicio de la imagen, esencia del cine. 

No por casualidad su director, Frank Lloyd (1886-1960) pertenece a la generación de los cineastas pioneros, quien, junto a sus colegas de  quinta, aprendió el oficio cinematográfico a medida que iba inventándose. Un ejemplo perfecto de la gran maestría que demostró a la hora de transitar desde un periodo a otro, ha quedado acreditado por un hecho singular: Lloyd es el único cineasta que ha sido nominado al Oscar al Mejor Director en 1929 por su trabajo en tres films estrenados ese mismo año: el film mudo (The Divine Lady), el part-talkie (Weary River) y el hablado (Drag).

Nacido en Escocia, Frank Lloyd lleva a cabo en Cabalgata la recreación de treinta y tres años de la vida en el Reino Unido, pero que, merced a la preeminencia humana en la trama y la inteligencia narrativa del cineasta, adquiere un significado universal. No priman en la cinta el énfasis, la afectación ni la prosopopeya, sino la sutileza y el ingenio en el empleo de las elipsis, la insinuación y la ironía.

La celebración del Año Nuevo 1900 es resuelta en una sola secuencia, el bullicio de la fiesta queda a cargo de la banda sonora y Lloyd concentra su atención en el diálogo de los personajes en el salón de la casa de los Marryot. 

No hay una sola imagen expresa del funeral —una cabalgata más— de la reina Victoria; el plano queda fijado en el balcón de la mansión desde donde contemplan la ceremonia. Tampoco se recurre a escenas bélicas en Sudáfrica o el «Continente»; sólo vemos desfiles y paradas militares; cabalgadas, a fin de cuentas. La victoria en la Gran Guerra es recogida y resuelta fílmicamente por medio de una neta y eficaz escena callejera.

El viaje de bodas del hijo mayor de los Marryot transcurre en la cubierta del barco en el que los recién casados hablan del presente y el futuro, la vida y la muerte; la novia afirma no tener miedo a morir, que es feliz ahora, como y donde está. Lloyd rueda la secuencia en un plano medio de los actores, y cuando éstos salen de escena vemos detrás de ellos un flotador colgado de la barandilla, y que hasta ese momento sólo veíamos desde la parte exterior, con un nombre escrito en él: Titanic,



Alfred Bridges, junto a su familia, ha dejado el servicio en la mansión de los Marryot con el propósito de regentar un pub, donde él bebe más líquido que sirve a sus clientes. Durante un festejo callejero, muere atropellado por un carruaje. No se nos muestra el accidente. Por las voces de los transeúntes sabemos lo ocurrido. Mientras tanto, la gente del barrio ajena al suceso canta y baila en la vía pública. La secuencia se cierra con un travelling de la jarana circundante, deteniéndose en la hija del infortunado Bridges, bailando alegremente sin conocer lo que acaba de suceder a pocos metros de donde ella se encuentra.


Cabalgata (1933): un clásico de la cinematografía que ningún buen aficionado al cine debería perderse.