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jueves, 29 de septiembre de 2016

HERMANAS, ESPOSAS Y UNA MADRE (1960)


Título original: Musume tsuma haha
Año: 1960
Duración: 123 minutos
Nacionalidad: Japón
Director: Mikio Naruse
Guión: Toshirô Ide, Zenzo Matsuyama
Música: Ichirô Saitô
Fotografía: Jun Yasumoto
Reparto: Setsuko Hara, Hideko Takamine, Akira Takaradai, Hiroshi Koizumi, Tatsuya Nakadai, Reiko Dan, Mitsuko Kusabue, Chishû Ryû
Producción: Toho Company


La riqueza y la fortaleza del cine japonés están fuera de duda; una de las cinematografías más sólidas y valiosas de la historia general del Séptimo Arte. Desde mi punto de vista, hay dos nombres propios que sobresalen en este panorama portentoso: Yasujiro Ozu y Mikio Naruse, dos cineastas coetáneos, dos maestros de primer orden. Con el cine de Ozu me ocurre algo similar que con el de John Ford: su contemplación me deja sin palabras; lo mejor que puede experimentar un cinéfilo, pero acaso lo peor para un escritor... 

¿Comparar a Ozu —o a Ford— con sus colegas de oficio? Hmm... Las comparaciones no son odiosas; son, si cabe, ociosas (o poco afortunadas). Avancemos, pues, con prudencia, discreción y brevedad, por la senda del paralelismo, del cotejo, de la contrastación. 

Ozu (1903-1963) y Naruse (1905-1969) no son sólo cineastas coetáneos, sino que comparten un quehacer cinematográfico con un notorio aire de familia; una expresión común, en este caso, de significación muy precisa. Los temas que tratan en las películas que realizan se centran en la vida cotidiana de los individuos en el seno de la familia y la comunidad en que viven, héroes de la cotidianidad con sus particulares cuitas, que, por mor del arte, son elevados a categoría universal.

A diferencia de otros directores (japoneses y no japoneses), Naruse y Ozu logran acercarse a asuntos y lugares comunes sin caer en estereotipos; llaman la atención del espectador sobre asuntos humanos y sociales de gran calado sin lanzar mensajes, sin pretender concienciar, sin discursos grandilocuentes, sin juzgar a sus personajes. Y si las circunstancias lo imponen, si la debilidad o la tentación resultan irrefrenables, entonces, mandan en sus obras la sutileza y la contención, la serenidad y la delicadeza; sin subrayados, sin alegatos, sin movimientos de cámara que los realcen con voluntad moralizadora... En la humanidad y en el respeto con los que un director trata a sus personajes advertimos la traza y la raza de un gran cineasta.

Y justo es decirlo, o al menos así lo veo yo: Naruse es el cineasta japonés que con mayor cuidado y exquisitez retrata los personajes en su individualidad. Cierto que existen roles frecuentes, ambientes afines, parentescos y situaciones habituales,  en los que aquéllos actúan, pero no son mostrados siguiendo un patrón o pauta genéricos, sino según la personalidad, el carácter, el temperamento de cada cual. En Naruse encontramos un cuidado perfil psicológico de los personajes que los aleja del modelo o el arquetipo.


Los protagonistas principales del cine de Naruse son mujeres; rasgo éste que comparte con buena parte de sus colegas nipones. Y no tanto por imperativo general o por interés personal, sino porque así lo exige el guión… Recrear la vicisitud de la vida familiar y de la comunidad japonesas en la primera mitad (larga) del siglo XX, como propósito primordial, hace de la necesidad, virtud; de la fuerza de las cosas, una mirada artística. No extraña, entonces, que traiga a cuento (japonés) en esta entrada de Cinema Genovés, y a propósito de Naruse, el film Hermanas, esposas y madre (Musume tsuma haha, 1960), una película realizada por el cineasta nacido en Tokio (lo mismo que Ozu) en su plena madurez y en inmejorable dominio del oficio, uno de sus trabajos más representativos. O dicho de otro modo, simplificador, pero creo que no temerario: Hermanas, esposas y madre ocupa la posición en la filmografía de Naruse que Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, 1953) en la de Ozu.

Para mayor ventura, este film cuenta con la participación de Setsuko Hara, icono del cine de Ozu y no habitual en el de Naruse (trabajan juntos, si no estoy equivocado, en tres ocasiones), actriz que con su sola presencia eleva la categoría de cualquier cinta. Junto a Setsuko en el reparto, destaca Hideko Takamine (esta actriz sí muy presente en la filmografía de Naruse) y otros destacados miembros de la factoría Naruse, sin olvidar una fugaz aparición al final de la película del actor fetiche de Ozu, Chishû Ryû (que cada cual interprete esta circunstancia como juzgue más pertinente).


Las mujeres —hermanas, esposas, madre— llevan, en efecto, el peso del film, ellas afrontan en primera mano el tema argumental que lo desarrolla, y toman las decisiones, en última instancia. Sanae (Setsuko Hara), una de las hijas del clan familiar, enviuda repentinamente (de un marido asignado, a quien no ama) y debe ser acogida, nuevamente, en el seno familiar. El seguro de vida del difunto esposo le reporta un millón de yenes, cantidad que deslumbra a los familiares, con escasos recursos económicos.

Desde el más pequeño (tía, dame 10 yenes para un cómic) hasta el hermano mayor y cabeza de familia (préstame medio millón para una inversión sin riesgo...), pasando por la hermana mediana (adelántame 200.000 mil yenes para alquilar un piso), todos intentan aprovecharse de esta Cenicienta oriental, para, una vez exprimida, buscarle marido y reducir gastos en la casa. No importa que Sanae, mujer madura y desencantada, vuelva a ver encenderse en su interior la llama del amor, el deseo por un joven que la pretende, aunque no se trate de un príncipe azul. 

Sutil y delicada es la secuencia en que Sanae cede al abrazo del pretendiente.



Inteligente e irónica, sutil, la referencia a la manipulación inherente al documental...


Todos los familiares de la viuda tímida y desgraciada —varones y hembras, mayores y menores, sin excepción, aun con sus diferencias particulares— se sirven de Sanae, a quien tratan como una sirvienta, para sus fines personales. Incluso la misma madre participa directamente en su sacrificio (tema recurrente en la obra de Naruse). 
  

Y no digo más para no revelar la conclusión del film. Tan sólo añadiré esta coda. La mayor parte de las películas dirigidas por Naruse (casi un centenar) no son, ciertamente, deslumbrantes o espectaculares, ni sus planos y secuencias inspiran artículos para revistas de cine, cine-clubs y seminarios de universidad. Pero, caramba, rebosan autenticidad y sensibilidad, buen hacer y conocimiento de la naturaleza humana, emoción y sinceridad, ternura y sutilidad. Cine en estado puro.

domingo, 18 de septiembre de 2016

GRETA GARBO DIRIGIDA POR CLARENCE BROWN




«Greta Garbo tuvo a Clarence Brown como director de referencia—por no decir de cabecera, para no provocar malentendidos—, participando en siete films dirigidos por el cineasta de los veinticinco en total que protagonizó en Estados Unidos; de The Flesh and the Devil (El demonio y la carne, 1926) a Conquest (Maria Walewska, 1937). No logró Brown que mejorase la actriz sueca la dicción en inglés, ni siquiera que sujetase el áspero acento nativo o dulcificase las erres rompedoras de aquel acento venido del frío. Tampoco que aprendiese a reír en la pantalla, porque las risas de la Greta de aquellos años daban más la sensación de sofocados espasmos o accesos nerviosos que de vivaces muestras de regocijo. Tuvo que ser Ernst Lubitsch quien ofreciese en Ninotchka (1939) la capacidad de la Garbo para desternillarse de verdad y con convicción, para particular contento de todos los fans de la estrella y público en general.

Comoquiera que fuese, Brown hizo de Greta Garbo un mito universal, un icono que alcanzó la gloria y movió a la devoción de millones de personas en todo el mundo. Lo mismo que Marlene Dietrich tuvo su pigmalión —Josef von Stenberg— y Tippi Hedren su demiurgo —Alfred Hitchcock—, Greta Garbo tuvo en Clarence Brown a un pulcro tutor; dicho sea esto sin ánimo de omitir ni quitarle mérito al director sueco Maurice Stiller, descubridor y primer mentor de la actriz, quien le enseñó a dar los primeros pasos en Hollywood.



Brown, director circunspecto y delicado, poco inclinado a la pirotecnia visual y sólo en pocas ocasiones afectado de barroquismo cinematográfico —justamente, lo contrario que su colega alemán—, si bien no pudo enseñar a la bella pupila a hablar correctamente en inglés ni tampoco a reír con ganas, sí supo entregarnos la imagen hechizante de una mujer capaz de pasar de lo humano a lo divino sin apenas sucesión de continuidad. Para alcanzar la gloria a veces basta con atravesar un umbral, cruzar una puerta. Pero es preciso que el intérprete actúe sin amaneramientos y sin afectación.

Detengámonos un instante en Anna Christie (1930), la primera película sonora interpretada por Garbo. Simultáneamente a la versión inglesa, dirigida por Brown, fue rodada una versión en alemán, realizada por Jacques Feyder. No entraremos ahora en consideraciones idiomáticas acerca de este célebre título, sino estrictamente cinematográficas.



Basta con apreciar las dos maneras tan diferentes de vestir, maquillar y de presentarnos a un personaje, a una mujer tan esplendorosa como Greta Garbo, para apreciar la minuciosidad del trabajo de Brown, el carácter y la personalidad de un director. Anna es una prostituta, enferma y alcoholizada, que llega desde el interior de la noche a una taberna portuaria donde espera encontrar a su padre, pobre patrón de barco. La actriz es la misma, incluso la expresión de la joven en el quicio de la puerta del bar nos informa en ambos casos de similar manera de interpretar. Pero, ahí acaban las similitudes.



La Anna del film de Feyder se nos antoja un maniquí, una coquette a medio camino entre un modelo de Coco Chanel y una nueva colona de Pigalle, recién salida de la tienda de confección y antes de iniciarse en la profesión. 


La Anna de la cinta de Brown trae el pasado a sus espaldas. Más que llegar al bar, diríase descargada a modo de saca en el muelle del puerto. No es necesario disfrazar a Greta Garbo de Monna Lisa ni de reina soberana en todas las apariciones en la pantalla. Incluso cuando toca ser vulgar, actuando como tal, mantiene el aura de diosa.

He aquí la magia y el garbo de Greta. Y lo que el público esperaba por entonces de la mujer moderna. Tras la Gran Guerra, nada ya podía ser pequeño. Nada tenía que ser igual que antes. La vamp y la femme fatale ya estaban muy vistas. La melena corta al viento de una joven podía impresionar más que unas plumas en el sombrero de una dama; o allí donde acaba la espalda, dicho sea con todos los respetos. La frialdad en el gesto seco es capaz de hacer hervir la sangre con mayor presteza que lo pueda conseguir un dry martini.  En aquellos años, la tosquedad y la torpeza en el ademán de una mujer hechizaban a las damas y a los caballeros, más que la afectada elegancia. En particular, cuando tras la compostura no se adivinaba la impostura, sino la naturalidad y la ternura.


La Garbo gesticula y bracea sin contemplaciones ni miramientos, con brusquedad desmañada. Pero, al hacerlo, nadie puede quitarle los ojos de encima. Hace muecas, se sienta y se levanta de sillas o sillones de manera rudimentaria, cruza las piernas y se cruza de brazos, se acoda sobre la mesa del comedor con similar frescura que se apuntala sobre la barra de un bar, pone los brazos en jarra, y, ante semejante exhibición de ordinariez, uno no puede por menos que conmoverse. Cuando pone el semblante serio, electriza al espectador. Cuando otea el horizonte, comienza el amanecer. Cuando mira de frente al partenaire de turno le corta la respiración, hasta el punto de hacer de él su esclavo. 

Sea como fuere, sostienen algunas crónicas que Garbo prefería la versión germana de Anna Christie a la americana. Podría ser. Lo indudable, no obstante, es que en posteriores interpretaciones, volvió una y otra vez —y muy gustosamente por su parte— con Clarence Brown. De hecho, la estrecha relación entre director y actriz se forjó ya desde el mismo instante del primer encuentro en el plató, tras el gran éxito obtenido por ambos en The Flesh and the Devil

He aquí la declaración de Clarence Brown:

«Hice seis películas más con ella. Nadie fue capaz de hacer más de dos. Yo tenía una manera de tratarla que no la hacía sentirse incómoda. La Garbo es una mujer enormemente sensible; y, en aquella época, los directores acostumbraban a gritar como energúmenos desde detrás de la cámara. Yo nunca la di instrucciones delante de ninguna otra persona.»




Fragmento de «Clarence Brown, un filmmaker entre silencios», capítulo III del volumen Hollywood revelado. Diez directores brillando en la penumbra (Ártica, 2012), coordinado por Fernando R. Genovés


sábado, 10 de septiembre de 2016

THE WALK (2015)


The Walk (2015) es un film que, desde mi punto de vista, ya ha hecho historia. Una producción TriStar Pictures, rodada en 3D y dirigida por el especialista en películas de fantasía con efectos especiales, Robert Zemeckis. Y apunto esta descripción sin ánimo de desmerecer la relevancia del cineasta Zemeckis, responsable artístico nada menos que de Forrest Gump (1994), un trabajo sobresaliente, fenomenal, que pasará a la historia —en este caso, a la historia del cine—, pues hago sabe al lector que se trata de una película que tengo situada en mi personal Top Ten cinematográfico. Con todo, sopesando el conjunto de la filmografía compuesta por Zemeckis, sería difícil, además de innecesario y vano, esforzarse por desvincularlo de la categoría «visual storytellers». Una categoría que, por lo demás, no tiene nada de indecorosa.

The Walk, película escrita por Christopher Browne y el propio Zemeckis, recrea de modo espectacular y aun efectista (desde la perspectiva estética) una hazaña (un desafío, según ha sido retitulada en la versión española) basada en hechos reales: el paseo por la nubes llevado a cabo por el funambulista francés Philiphe Petit (Joseph Gordon-Levitt) en el verano de 1974, cuando anduvo sobre un cable de acero que unía las Torres Gemelas en Manhattan, desde una terraza a otra, cuando todavía se encontraban en fase (final) de construcción.


La trama del film se remonta al París de los años 60, momento en que Petit se gana la vida realizando números de pantomimo y animación en las calles de la capital de Francia. Entra en contacto con Papa Rudy (Ben Kingsley), artista del aire a quien admira y toma como mentor. En principio, para ejecutar sus primeras audacias: cruzar un lago sobre un cable atado a sendos árboles y poco después, divisar Notre Dame a vista de pájaro, desfilando sobre la cuerda floja fijada en la parte superior de ambas torres de la catedral. Casualmente, llega por entonces al joven la noticia de la construcción de las Torres Gemelas en la isla de Manhattan, una edificación que supera con mucho la altura de la Torre Eiffel (lástima que sólo haya una y no pueda añadir este capítulo a sus sueños volatineros). Petit hace partícipe a su maestro del sobrevenido gran sueño de su vida —dar un paseo por el techo de Manhattan—, quien acaba aprobando la aventura, hasta el punto (supuestamente) de financiarla.

Falta buscar colaboradores con los que hacer realidad el sueño de Nueva York. Los preparativos adquieren la traza conductual de una banda de atracadores de bancos (de hecho la narración se ajusta a dicho patrón narrativo), cuando, en realidad, el anhelo de Petit es subir al cielo... vivito y coleando, que no es tarea pequeña. En el grupo no falta la chica. Y no es éste el único elemento convencional o tópico que da cuerpo a The Walk, un film que, artísticamente hablando, destaca, más que nada, por sus efectos especiales.


¿Por qué afirmo, entonces, que The Walk pasará a la historia? Por su imponente valor simbólico, por la valentía mostrada en asumir semejante desafío, por la inteligencia y la sensibilidad demostradas a la hora de acometer empresa tan arriesgada. Porque percibo, en verdad, que esta imponente producción anuncia la hora de desclasificar unas imágenes reservadas. Porque tengo la convicción de que este film —aparentemente, de puro entretenimiento— supone un gran paso en aras a cicatrizar las profundas heridas abiertas tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Barrunto, en suma, que con The Walk puede darse por terminado el duelo artístico del 11-S, un proceso, un objetivo, ya avanzado en títulos anteriores; por ejemplo: Extremely Loud and Incredibly Close (Tan fuerte, tan cerca, 2011), dirigida por el cineasta británico Stephen Daldry .

Con The Walk ha llegado el momento en que la tragedia pueda convertirse en (digno) espectáculo. Después será el momento de la comedia. Aunque tampoco hay que precipitarse. Bastante ha hecho Zemeckis con realizar su particular proeza, arriesgada y nada sencilla, transitando por la cuerda floja, una hazaña de no inferior osadía que la gesta efectuada por Petit.

Película de superación, en el amplio sentido de la palabra, The Walk encumbra la audacia y la perseverancia del artista del cable, a la vez que rinde un fenomenal tributo a las altas Torres que durante tanto tiempo han supuesto la más elevada imagen de la ciudad de los rascacielos. ¿El premio? Poder rehabilitar, desde este momento, la imagen velada, con respeto y hasta con orgullo, con la cabeza alta. También, poder superar el trauma, la pérdida, la ausencia, ahora restituida con aires de gloria.


Y es que el film dirigido por Zemeckis debe verse desde la perspectiva simbólica con que está concebida y realizada, la cual adquiere incluso un sentido religioso: el protagonista asciende a los cielos como paso previo para la resurrección; los cables cruzados (cavaletti), que favorecen la estabilidad y elasticidad de la base temblorosa sobre la que pasea el acróbata, así como la pértiga que sostiene para equilibrar su cuerpo, semejan una gran cruz coronando las Torres y en la que se tiende Petit con gesto sereno. Hay presentes en la película más señales, signos y símbolos muy reveladores que el lector atento (y avisado) sin duda advertirá.

Dedicada expresamente a las víctimas de los atentados terroristas del 11-S, The Walk  representa, asimismo, un emotivo homenaje a las Twin Towers, un respetuoso tributo y un recuerdo de su belleza y su grandeza, al encomiable esfuerzo artístico de reconstrucción que unas mentes y unas manos vesánicas convirtieron en polvo y ceniza. Porque, qué duda cabe, las Torres Gemelas son las verdaderas protagonistas de The Walk. De principio a fin.



Así pues, atención al principio, a la primera secuencia de la película, un indicio y un firme aval de no caer en el precipicio. El protagonista/presentador/conductor del film proclama solemne desde la antorcha de la Estatua de la Libertad: «estoy enamorado de dos edificios, dos torres. Todo el mundo las llama las Torres Gemelas del World Trade Center.» La localización virtual no es casual. Desde dicha emblemática atalaya, con el bajo Manhattan de fondo, las Torres gemelas presidiendo el lugar, se nos van narrando los hechos.

Repárese, asimismo, en que la película finaliza con la mención de Petit a la autorización escrita y certificada que recibió de manos de Guy F. Tozzoli, presidente de la World Trade Centers Association (WTCA), espacio donde se elevaban las Twin Towers, conmovido y agradecido por la acrobacia de Petit. Merced a dicho pase, podía éste acceder a la azotea del edificio cuando quisiese: 

«Estos pases tienen fecha, la fecha cuando expiran. Pero en mi pase, el Sr. Tozzoli tachó la fecha y escribió: "Para siempre”


PS. Para un más amplio desarrollo de este asunto, véase el libro Cine, espectáculo y 11-S (Amazon-Kindle, 2012).



miércoles, 7 de septiembre de 2016

BIENVENIDOS A LA NUEVA TEMPORADA


Bienvenidos a la nueva temporada de Cinema Genovés

Terminó el tiempo de asueto y es hora de tomar asiento y disfrutar de las entradas que tengo preparadas. Y también algún plato fuerte...

Atentos a la pantalla, porque el espectáculo debe continuar. Sígueme...



Salucines