«Greta Garbo tuvo a
Clarence Brown como director de referencia—por no
decir de cabecera, para no provocar malentendidos—, participando en siete films dirigidos por el cineasta de los
veinticinco en total que protagonizó en Estados Unidos; de The Flesh
and the Devil (El demonio y la
carne, 1926) a Conquest (Maria Walewska,
1937). No logró Brown que mejorase la actriz sueca la dicción en inglés, ni
siquiera que sujetase el áspero acento nativo o dulcificase las erres
rompedoras de aquel acento venido del frío. Tampoco que aprendiese a reír en la
pantalla, porque las risas de la Greta de aquellos años daban más la sensación
de sofocados espasmos o accesos nerviosos que de vivaces muestras de regocijo.
Tuvo que ser Ernst Lubitsch quien
ofreciese en Ninotchka (1939) la capacidad de la Garbo para desternillarse
de verdad y con convicción, para particular contento de todos los fans de la
estrella y público en general.
Comoquiera que fuese, Brown
hizo de Greta Garbo un mito universal, un icono que alcanzó la gloria y
movió a la devoción de millones de personas en todo el mundo. Lo mismo que Marlene Dietrich tuvo su pigmalión —Josef von Stenberg— y Tippi Hedren su demiurgo —Alfred Hitchcock—, Greta Garbo tuvo en
Clarence Brown a un pulcro tutor; dicho sea esto sin ánimo de omitir ni
quitarle mérito al director sueco Maurice
Stiller, descubridor y primer mentor de la actriz, quien le enseñó a dar
los primeros pasos en Hollywood.
Brown, director
circunspecto y delicado, poco inclinado a la pirotecnia visual y sólo en pocas ocasiones afectado de barroquismo cinematográfico
—justamente, lo contrario que su colega alemán—, si bien no pudo enseñar a la
bella pupila a hablar correctamente en inglés ni tampoco a reír con ganas, sí
supo entregarnos la imagen hechizante de una mujer capaz de pasar de lo humano a lo divino sin apenas sucesión de
continuidad. Para alcanzar la gloria a veces basta con atravesar un umbral,
cruzar una puerta. Pero es preciso que el intérprete actúe sin amaneramientos y
sin afectación.
Detengámonos un instante en Anna Christie (1930), la primera película sonora interpretada por
Garbo. Simultáneamente a la versión inglesa, dirigida por Brown, fue rodada
una versión en alemán, realizada por Jacques
Feyder. No entraremos ahora en consideraciones idiomáticas acerca de este
célebre título, sino estrictamente cinematográficas.
Basta con apreciar las dos
maneras tan diferentes de vestir, maquillar y de presentarnos a un personaje, a
una mujer tan esplendorosa como Greta Garbo, para apreciar la minuciosidad del
trabajo de Brown, el carácter y la personalidad de un director. Anna es una prostituta, enferma y alcoholizada, que llega desde el
interior de la noche a una taberna portuaria donde espera encontrar a su padre,
pobre patrón de barco. La actriz es la misma, incluso la expresión de la joven
en el quicio de la puerta del bar nos informa en ambos casos de similar manera
de interpretar. Pero, ahí acaban las similitudes.
La Anna del film de Feyder
se nos antoja un maniquí, una coquette a medio camino entre un modelo de Coco Chanel y una nueva colona de
Pigalle, recién salida de la tienda de confección y antes de iniciarse en la
profesión.
La Anna de la cinta de Brown
trae el pasado a sus espaldas. Más que llegar al bar, diríase descargada a modo de saca en el muelle
del puerto. No es necesario disfrazar a Greta Garbo de Monna Lisa ni de reina
soberana en todas las apariciones en la pantalla. Incluso cuando toca ser
vulgar, actuando como tal, mantiene el aura de diosa.
He aquí la magia y el
garbo de Greta. Y lo que el público esperaba por entonces de la
mujer moderna. Tras la Gran Guerra, nada ya podía ser pequeño. Nada tenía que
ser igual que antes. La vamp y la femme fatale ya estaban muy vistas. La melena corta al viento
de una joven podía impresionar más que unas plumas en el sombrero de una dama;
o allí donde acaba la espalda, dicho sea con todos los respetos. La frialdad en
el gesto seco es capaz de hacer hervir
la sangre con mayor presteza que lo pueda conseguir un dry martini. En aquellos
años, la tosquedad y la torpeza en el ademán de una mujer hechizaban a las damas
y a los caballeros, más que la afectada elegancia. En particular, cuando tras
la compostura no se adivinaba la impostura, sino la naturalidad y la ternura.
La Garbo gesticula y bracea sin contemplaciones ni miramientos, con
brusquedad desmañada. Pero, al hacerlo, nadie
puede quitarle los ojos de encima. Hace muecas, se sienta y se levanta de
sillas o sillones de manera rudimentaria, cruza las piernas y se cruza de
brazos, se acoda sobre la mesa del comedor con similar frescura que se apuntala
sobre la barra de un bar, pone los brazos en jarra, y, ante semejante
exhibición de ordinariez, uno no puede por menos que conmoverse. Cuando pone el
semblante serio, electriza al espectador. Cuando otea el horizonte, comienza el
amanecer. Cuando mira de frente al partenaire de turno le corta la respiración,
hasta el punto de hacer de él su esclavo.
Sea como fuere, sostienen algunas crónicas que Garbo prefería la
versión germana de Anna Christie a la
americana. Podría ser. Lo indudable, no obstante, es que en posteriores
interpretaciones, volvió una y otra vez
—y muy gustosamente por su parte— con Clarence Brown. De hecho, la estrecha
relación entre director y actriz se forjó ya desde el mismo instante del primer
encuentro en el plató, tras el gran éxito obtenido por ambos en The Flesh and the Devil.
He aquí la
declaración de Clarence Brown:
«Hice seis películas más con ella. Nadie fue capaz de hacer más de
dos. Yo tenía una manera de tratarla que no la hacía sentirse incómoda. La
Garbo es una mujer enormemente sensible; y, en aquella época, los directores
acostumbraban a gritar como energúmenos desde detrás de la cámara. Yo nunca la
di instrucciones delante de ninguna otra persona.»
Fragmento de «Clarence Brown, un filmmaker entre silencios», capítulo III del volumen Hollywood revelado. Diez directores brillando en la penumbra (Ártica, 2012), coordinado por Fernando R. Genovés
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