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domingo, 31 de enero de 2016

OTHER MEN'S WOMEN (1931)


Título versión española: Mujeres enamoradas
Año: 1931
Duración: 70 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: William A. Wellman
Guión: Maude Fulton
Fotografía: Barney McGill
Reparto: Grant Withers, Mary Astor, Regis Toomey, James Cagney, Fred Kohler, J. Farrell MacDonald, Joan Blondell, Lillian Worth, Walter Long
Productora: Warner Bros. Pictures


Los directores pioneros del Séptimo Arte, los grandes cineastas clásicos, no  se formaron en los cines-clubs ni en la crítica de magazine ni en los platós de televisión, como sucede con el cine moderno. Aprendieron el oficio y el arte de hacer películas haciendo películas. Hacían películas mientras inventaban el cine. Buena parte de ellos, hombres prácticos y de acción, conocían de primera mano los caminos de la técnica (hacer cosas) y la industria (levantar y sostener un negocio). De hecho, algunos de ellos fueron ingenieros o pilotos antes que cineastas, esto es, filmmakers. Howard Hughes, Clarence Brown, Lewis Milestone, Howard Hawks, Victor Fleming y William A. Wellman serían, entre otros, buen ejemplo de esta procedencia.

Causalmente —o acaso por causalidad— en ellos encontramos un notorio punto en común: su inclinación por llevar a la pantalla el tema de la amistad y la camaradería masculina, sea vinculada al género bélico en particular (muy apropiado al asunto), sea encajado, en general, dentro del resto: western, policiaco, aventuras, etcétera. En William A. Wellman dicho asunto lo encontramos de modo patente y palpable en uno de sus primeros títulos que alcanzaron celebridad: Wings (Alas, 1926), que recibió el Oscar a la Mejor Película en la primera edición de los Premios de la Academia de Hollywood. Pero, también en otros films menos conocidos. Por ejemplo, Other Men's Women (1931), titulado en la versión española con el genérico, vago y equívoco rótulo de Mujeres enamoradas, cuando el título original remite a los problemas que conlleva desear a la mujer del prójimo, en especial, si se trata de tu mejor amigo.


Tengo por el film Other Men's Women una especial querencia, aun tratándose de un film con notables debilidades. La primera y principal: un argumento convencional y manido, abatido además por unos diálogos de muy escasa calidad: frases hechas o previsibles (los diálogos más jugosos —vgr. los que acontecen en la cantina— fueron añadidos en el rodaje por el propio Wellman). Pobre escritura en palabras, en suma. 

Comoquiera que el cine clásico —o, mejor, el cine sin más— se caracteriza por la fuerza (y la escritura) de la imagen, que vale más que miles de palabras bien o mal pergeñadas, en el título referido, el valor primordial reside, justamente, en la poderosa fuerza visual que emana, así como por la fluidez y la inteligente narrativa por la que discurre la trama.

Welman, consciente probablemente de tal deficiencia de partida, se esmeró hasta tal punto en su labor que consumó un film hermoso, inteligente y con algunas secuencias antológicas. Y repárese además en el siguiente dato: tras estrenar Other Men's Women, el mismo año 1931 dirige El enemigo público (The Public Enemy); Enfermeras de noche (Night Nurse); El testigo (The Star Witness) y Safe in Hell.


Bill White (Grant Withers) y Jack Kulper (Regis Toomey) son compañeros de trabajo en el ferrocarril, maquinistas que comparten la cabina de la locomotora y a quienes une una estrecha amistad. Bill es bebedor, juerguista y mujeriego, si bien mantiene una particular relación con la camarera Marie (Joan Blondell). 




La vivaracha joven insiste en llevarle al altar, pero él se resiste. Pronto sabemos por qué. Tan íntima es la confianza entre ambos amigos que Jack acoge en su propia casa a Bill, de modo que está muy cerca de Lily (Mary Astor), una clase de mujer más ansiada que, por ejemplo, Marie; aunque mujer casada con su mejor amigo.



Difícil resulta reprimir la pasión sobre un mismo techo y en régimen de confianza, de modo que, el mismo día del aniversario de boda de la pareja anfitriona, mientras Jack ha salido a hacer un encargo para la cena, Bill besa a Lily y le declara su amor, sentimiento, por lo demás, correspondido. El conflicto queda abierto en carne viva: Bill jamás traicionaría a su amigo Jack, de modo de, sin más explicaciones, abandona la vivienda.

No traicionado, aunque sí destronado, Jack sospecha, interroga a Bill, quien acaba confesando, teniendo a continuación una violenta pelea en la cabina del tren, en plena marcha, frente la caldera de la locomotora y sin que nadie domine la maquina. Se saltan una señal de stop y se produce la colisión con un vehículo estacionado en las vías. Como resultado, Jack pierde la visión. El triángulo queda roto y sólo las líneas paralelas podrán poner remedio a esta historia de amor, amistad, reparación, sacrificio y muerte, para que todo acabe sino para que la vida siga lo curso.



El melodrama sin mucho relieve en el papel, una tragedia sin épica con palabras, cobra viva y enérgico lirismo en unas imágenes de gran fuerte e intensidad dramática, acrecentadas con la formidable fotografía firmada por Barney McGill. Director y cameraman filman en exterioridades, de día y de noche desafiando los misterios de la luz; retando a la perspectiva con el hábil dominio de la profundidad de campo; se suben a la cubierta del tren donde los personajes (James Cagney cubre aquí un breve papel de reparto)  platican mientras sortean bandazos del vagón en marcha, cables y catenarias, de frente y de espaldas; ruedan secuencias frenéticas bajo una lluvia torrencial sin mojarse un pelo; y sólo recurren a la maqueta y las transparencias en la escena del descarrilamiento del tren, más que nada porque no atraviesa el río Kwai.




¿Cómo planificar un fuera de campo en una situación en la que interviene un ciego? Emotiva y emocionante secuencia la que muestra la visita de Bill al malherido Jack, deseando explicarse, pedirle comprensión y acaso su perdón. No llegan a verse, claro está, sólo oyen voces que provienen del pasado. Aunque nunca dejarán de ser amigos. Hay otras secuencias memorables.

Durante el momento más virulento de la tormenta, Jack escucha a sus compañeros en la cabaña donde hacen tiempo entre servicio y servicio que Bill, se ha ofrecido a conducir el convoy ferroviario y atravesar el puente, sometido al empuje de la riada, sabedor del peligro de muerte que corre, acaso hacia donde se precipita para expiar su culpa. A pesar de la ceguera —conoce la estación del tren como la palma de su mano— y entre el tropiezo y el traspié, logra acceder antes que el amigo a la cabina, poner en marcha el caballo de hierro y perderse al galope en la línea del horizonte.


He aquí el sacrificio final de Jack. Dejar la vía libre para que quienes aún ven con claridad el espacio del amor puedan colmarlo a plena luz. Bajo un cielo limpio, rueda Welman la secuencia final. Bill y Lily vuelven a encontrase en la cantina de la estación, atendidos por una camarera que no es Marie, quien se ha buscado otra compañía. Ambos esquivan la mirada del otro, más al encontrase ya es para concederse una oportunidad y que la muerte de Jack no haya sido en vano. Bill brinca de alegría y vuelve al trabajo, la vida sigue, subiéndose al tren en marcha, se encarama al techo y corre jubiloso sobre los vagones hasta el final del convoy y del film.


miércoles, 20 de enero de 2016

ALIAS JIMMY VALENTINE (1915)


Título original: Alias Jimmy Valentine
Año: 1915
Duración: 50 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Maurice Tourneur
Guión: Maurice Tourneur a partir del relato de O. Henry «A Retrieved Reformation», llevado a su vez a la escena por Paul Armstrong.
Reparto: Robert Warwick, Robert Cummings, Alec B. Francis, Frederick Truesdell, Ruth Shepley, Johnny Hines, D.J. Flanagan, Walter Craven, John Boone, Thomas Mott Osborne
Producción: Peerless Productions


Alias Jimmy Valentine (1915) es una de esas joyitas contenidas en la etapa silente del cinematógrafo que, en su sencillez y concreción, en su primitiva perfección, muestran la grandeza de un periodo del cine verdaderamente irrepetible. El mismo año de su estreno ve también la luz El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915), largometraje producido y dirigido por David W. Griffith, considerado simbólicamente como el acta natalicia del Séptimo Arte. 

Estamos, pues, en la fase pionera, en la invención creativa del cine, cuando muchos de sus hacedores eran necesariamente aprendices, amateurs, descubridores, muchos de ellos gente anónima, en aquellos tiempos en los que los títulos de crédito eran tan menguados como el metraje de las películas (comparados con la extensión y largura del presente). Repárese en el siguiente dato: se desconoce el nombre del operador y responsable de la extraordinaria fotografía de Alias Jimmy Valentine, cuando, precisamente, señalo uno de los apartados más valiosos de la película. Otros datos relevantes del film sí nos constan.

Escrito y dirigido por Maurice Tourneur, la trama de la película está inspirada en un breve cuento de O. Henry, publicado en la revista Cosmopolitan en 1903, y muy conocido entre el público norteamericano al tratarse de un texto de lectura habitual en las escuelas de EE UU para el buen dominio del idioma inglés. De hecho, la historia original tuvo una primera adaptación teatral y varias concebidas para la gran pantalla, si bien el trabajo de Tourneur es con mucho el de mayor valor y perdurabilidad. The Library of Congress & Smithsonian de Washington la seleccionó, junto al film The Narrow Road (1912), dirigido por D. W. Griffith, para ejemplarizar los orígenes del cine de gángsters, promoviendo a la sazón la restauración y edición de un compacto que incluye ambos títulos.

El protagonista del film, interpretado por Robert Warwick, lleva una doble vida. Durante el día, actúa como un hombre respetable. Pero, por la noche, a las doce en punto, se transforma en un ladrón de bancos, conocido en el mundo del hampa por el alias de Jimmy Valentine (no conocemos el nombre real del personaje). 

Junto a otros miembros de la banda, organiza el robo de una entidad bancaria. La secuencia en cuestión está rodada con gran virtuosismo: un picado desde una grúa, en plano secuencia angular y con una muy lograda profundidad de campo, da cuenta de la acción, como si los personajes se moviesen en un laberinto.



Valentine es un tipo refinado y aun elegante, aunque su principal don está en su oído: aplicando la oreja al mecanismo de apertura de una caja fuerte, no hay puerta blindada que se le resista. Todo va bien para los atracadores una vez dentro del banco, hasta que el ruido provocado por la caída accidental de un objeto, llama la atención del guarda nocturno del local, así como del perro guardián que ladra con gran energía. Se producido un tiroteo, acude la policía y detiene al miembro del grupo que se encontraba en el exterior, justamente con la misión de avisar en caso de peligro, ingresando poco después en prisión. Los demás consiguen escapar.


El detective Doyle (Robert Cummings) tiene indicios de la identidad de Valentine. Lo busca en la vivienda de éste, pero logra escapar, aunque el cigarrillo todavía encendido dejado en el cenicero (con un pajarito decorativo: el pájaro ha volado), confirma al agente que la ausencia repentina del inquilino no se debe tanto a la simple salida a la calle cuanto a una fuga. Jimmy y Cotton (David Flanagan) matan el tiempo en el vagón de un tren jugando a las cartas y bebiendo whisky. En un momento determinado, Cotton se desplaza a otro vagón del tren, donde se encuentra Rose (Ruth Shepley), a quien importuna. La joven pide ayuda y acude Valentine (ladrón y caballero). Ambos socios entablan una violenta pelea que termina con Cotton lanzado sobre la vía del tren, muriendo poco después como resultado de las heridas causadas por la lucha y la caída.


El cerco se cierra sobre Valentine, a quien Doyle sigue la pista como un sabueso, decidido férreamente en terminar con la ola de atracos a bancos desatada en la ciudad. Valentine es, finalmente, detenido y condenado a diez años de encierro en Sing Sing. Un día, el vice-gobernador y su hija realizan una visita al penal, durante la cual el alcaide muestra a los invitados las habilidades de algunos de los reclusos, justamente las que les ha llevado a donde están. Por ejemplo, un tipo experto en imitar la firma de cheques bancarios; otro, perito en abrir cajas fuertes…, esto es, Valentine.


La muchacha no es otra que Rose, la chica del tren, quien reconoce de inmediato a su salvador, vestido ahora con un traje pagado por el Gobierno. El director de la cárcel pide a Jimmy que haga una demostración de sus destrezas con la caja fuerte de su despacho: Valentine (ladrón y chico listo, quien nunca ha confesado sus delitos), pregunta por la combinación, ya que sin ella no sabría qué hacer... Esta actitud enfurece al alcaide, al tiempo que conmueve el corazón del subgobernador y todavía más, el su hija.

Ambos mueven los hilos necesarios para lograr la excarcelación de Valentine, a quien incluso ofrecen un trabajo como ¡empleado de un banco! Tal es la confianza y la estima depositadas en él. No menor que la que Jimmy tiene con sus antiguos compinches, a quienes consigue, poco después, que sean contratados en su misma empresa. La rehabilitación social de la banda está en marcha, aunque el tenaz Doyle no cree en tales transformaciones, por lo que no quita ojo a Valentine, esperando pacientemente la ocasión de volver a pillarle in fraganti; he aquí la moraleja del cuento que centra el texto de O. Henry.


La prueba se presenta de repente. Acaba de renovarse la caja fuerte en el banco. Sólo el director, que está de viaje, conoce de momento la combinación. Rose y sus hermanos pequeños hacen una visita a Valentine al banco. La niña se introduce dentro del habitáculo blindado. Sin percatarse de que ha quedado en su interior, lo cierran. Alarma general. La clave de la apertura es desconocida. El tiempo pasa y hay peligro de que la pequeña perezca por falta de oxígeno.



He aquí el dilema de Valentine, observado atentamente por Doley: si abre la caje, se delata; si no lo hace, la hermanita de Rose puede morir. Ladrón y buena persona, Valentine se decanta por la primera opción. Ayudado por un antiguo compinche, pone todos sus sentidos en la labor. Comoquiera que el principal es el oído, se venda los ojos, lijas las yema de sus dedos, a fin de concentrar toda su sensibilidad en escuchar el palpitar de la caja acorazada. El espectador debe descubrir la resolución de la acción. No spoiler!

Soberbia película, temprana pero ya de una madurez sorprendente, una fluidez narrativa, un suspense, una belleza formal, una calidad, en fin, que un siglo después de su estreno siguen maravillando y emocionando al buen aficionado al cine.



viernes, 8 de enero de 2016

PATTON (1970)


Título original: Patton
Año: 1970
Duración: 169 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Franklin J. Schaffner
Guión: Francis Ford Coppola & Edmund H. North
Música: Jerry Goldsmith
Fotografía: Fred J. Koenekamp
Dirección artistica: Gil Parrondo
Reparto: George C. Scott, Karl Malden, Stephen Young, Michael Bates, Michael Strong, James Edwards, Frank Latimore, Morgan Paull, Jack Gwillim, Edward Binns, Peter Barkworth, Karl Michael Vogler
Producción: Richard Zanuck para 20th Century Fox

No suele hablarse mucho del director Franklin J. Schaffner (1920–1989), y lo que resulta más relevante en un cineasta: tampoco de las películas que realizó. A bastantes aficionados al cine poco les dirá su nombre, si bien ha dirigido títulos muy afamados y exitosos en la historia del cine. Pongamos que hablo de El planeta de los simios (The Planet of the Apes, 1968), Patton (1970), Papillon (1973), Los niños del Brasil (The Boys from Brazil, 1976), por sólo citar algunos films de todos conocidos.


Nacido en Tokio, hijo de misioneros afincados en el país del sol naciente, al volver a los Estados Unidos se enroló en el Ejército, donde sirvió en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Al volver a América, tras el fin del conflicto bélico, se inició en la profesión cinematográfica a través del medio televisivo, donde aprendió los fundamentos del oficio. Eran los años en que el cine clásico se encontraba en declive, consecuencia, entre otros motivos, del auge espectacular de la televisión entre las masas. Sus primeros trabajos para la gran pantalla revelan la influencia directa de esa formación y apenas tienen interés. Lamentablemente, los últimos volverán a verse afectados por el mismo sello, con unos resultados muy decepcionantes.

En el ínterin, año 1965, para sorpresa general, Schaffner realiza El señor de la guerra (The War Lord), film ambientado en la Edad Media y protagonizado por Charlton Heston. El título es tenido hoy en día como un clásico, para muchos hasta un film de culto. En los años siguientes, encadena una serie de trabajos —los citados arriba, al que hay que añadir Nicolás y Alejandra (Nicholas and Alexandra, 1971), sobre los últimos días de la familia Romanov en Rusia— que elevan al director al primer nivel de la cinematografía, hasta el punto de ser calificado como “alumno aventajado” de David Lean.

No se trata de una caracterización gratuita ni ligera. Como el cineasta inglés —también Francis Ford Coppola, quien colaboró en uno de sus films— Schaffner entra por méritos propios en la “segunda generación” de cineastas épicos, categoría que sucede en el tiempo a los grandes maestros del género: D. W. Griffith, Cecil B. DeMille, John Ford, Akira Kurosawa. Lástima que la última fase de la carrera de Schaffner (finales de los setenta y años ochenta), la calidad de sus producciones bajara notoriamente, hasta el punto de realizar productos francamente mediocres, para decirlo con delicadeza. Estaríamos, pues, ante un director que he dado en caracterizar como situado en la siguiente categoría: entre el cielo y el infierno.

Con todo, Franklin J. Schaffner cuenta con un repóquer de ases fílmicos que no puede negarse ni obviarse, además de haber obtenido un Oscar al Mejor Director, cuatro Emmys televisivos y el premio Directors Guild of America a la Mejor Dirección de Largometrajes, siendo elegido en 1987 presidente de dicha asociación profesional, cargo que sólo pudo ejercer durante dos años, pues en el año 1989 falleció en la localidad californiana de Santa Mónica.


El Oscar de la Academia de Hollywood al Mejor Director lo obtuvo por su labor en la superproducción Patton, un film soberbio, un bélico de primera categoría; extraordinario, por varios motivos. Para empezar, llama la atención la fenomenal recepción general que tuvo el film, teniendo en cuenta la fecha del estreno: 1970. La guerra de Vietnam está en pleno auge y son unos tiempos en los que el pacifismo y el antimilitarismo reinan en los espacios de la opinión pública y publicada.

Ciertamente, un sector influyente de la crítica queda escandalizado a la vista de un biopic que ensalza hasta el ditirambo el ardor guerrero, el espíritu de lucha, el valor patriótico, el anticomunismo, valores que ya estaban entonces bajo sospecha, hasta nuestros días. El escándalo roza el colapso entre este grupo al presenciar los primeros seis minutos de proyección, con la célebre secuencia del discurso del general Patton presidida por una gigantesca bandera de los Estados Unidos de América; una escena posteriormente muy imitada y/o parodiada de múltiples maneras. 

Tal fue el impacto de esta superproducción (rodada parcialmente en España y contando con un buen número de técnicos españoles en el staff de rodaje) que buena parte de la doctrina oficial optó por darle la vuelta a la interpretación y persuadir al público, con un argumentario de botiquín de primeros auxilios, según el cual la película defendía justamente lo contrario, a saber, el antibelicismo.


Ocurre que era —y es— muy difícil resistirse a la excelencia de esta producción sobre el ascenso y caída de un héroe de las armas, como el general George Patton, durante la campaña en el norte de África, la incursión por el Sur de Europa y la marcha hacia Berlín durante la Segunda Guerra Mundial, escrita por Francis Ford Coppola (el guión definitivo fue firmado, finalmente, junto a Edmund H. North, quien se incorporó a la composición del mismo); con una formidable partitura musical compuesta por Jerry Goldsmith (habitual en los trabajos de Schaffner); con una muy cuidada producción, seguida atentamente por Richard Zanuck); y, en fin, con un reparto de cinco estrellas, a la cabeza del cual brilla con esplendor la portentosa composición del personaje efectuada por George C. Scott (actor de conocida inclinación izquierdista, quien, acaso abrumado por la gloria alcanzada, no recogió el Oscar al Mejor Actor que le concedió la Academia de Hollywood, alegando unas endebles excusas).


Dejando al margen presiones y preocupaciones ideológicas (extra-cinematográficas), Patton es un film que se mantiene, ayer como hoy, tan firme y sólido como el protagonista del mismo en el puesto de mando. El general Patton es un guerrero nato; clásico, en el sentido más estricto y noble del término. Profesional de una pieza y cultivado (domina idiomas, además del inglés; conoce la historia y los grandes textos de la literatura, muchos de cuyos fragmentos cita con soltura, practica la poesía); militar puro y agresivo; orgulloso e incorruptible; leal y pulcro. Malhablado (habla de cuartel) y poco diplomático, general sin contemplaciones, se mantiene al margen de la política, que incluso desprecia. Nunca se retira del campo de batalla ni fue vencido, aunque acabará siendo retirado no por el ejército enemigo, sino por el poder político y la pre-corrección política dominante en el alto mando militar y en la administración en Washington.

Schaffner cuenta en Patton la grandeza de un guerrero a la antigua, pero también sus debilidades, la soledad del comandante en jefe, el ocaso de una estirpe de hombres de acción que son retirados por los ejecutivos de la guerra. Patton es espectador, y al mismo protagonista, de un fin de ciclo: el fin de las guerras clásicas y el viejo código del honor, un general que estimula a sus soldados, marchando junto a ellos, delante de ellos, a quienes perdona cualquier cosa excepto la cobardía, más que nada por el oprobio y el insulto que suponen para sus hermanos de armas (band of brothers). Al valiente lo premia, al cobarde, lo abofetea. Y eso no se lo van a perdonar. Patton es un guerrero a la antigua.




En este sentido, son muy significativas y magistralmente filmadas dos secuencias, en particular. Durante una batalla de tanques contra los alemanes, Patton, contempla las evoluciones de las tropas desde una colina, junto a los principales mandos, dando las órdenes oportunas de estrategia a sus subordinados para que las trasladen inmediatamente a los oficiales en combate, cual si se tratase de una reencarnación de Napoleón Bonaparte u otro gran general de los viejos tiempos.



Resulta, asimismo, muy lograda y conmovedora la secuencia en las ruinas de la vieja Cartago, o al menos esto dice el guión, cuando se rodó en Marruecos. De patrulla junto a su segundo en el mando Omar N. Bradley (un espléndido Karl Malden), a bordo de un jeep por un lugar de Túnez, Patton ordena parar al chófer. Le indican el destino al que se dirigen en una dirección, pero él ordena tomar la contraria: huelo la batalla, dice. La intuición (o acaso la ensoñación) del guerrero le lleva a unas viejas ruinas. Aquí, afirma, los cartagineses libraron duros combates. Lo sé, estuve aquí (creía en la reencarnación). Iluminado por el encantamiento del lugar, cita unos versos de altura épica. ¿Sabes quien compuso este poema, Omar? Pregunta, al pusilánime Bradley. No, George. Contesta, éste. Yo. Es la respuesta final del general Patton.


Película de envergadura, bélico poderoso, cinta hermosa y melancólica, Patton merece una medalla al mérito cinematográfico.