Título original: Patton
Año: 1970
Duración: 169 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director:
Franklin J. Schaffner
Guión:
Francis Ford Coppola & Edmund H. North
Música: Jerry Goldsmith
Fotografía: Fred J. Koenekamp
Dirección
artistica: Gil Parrondo
Reparto:
George C. Scott, Karl Malden, Stephen Young, Michael Bates, Michael Strong,
James Edwards, Frank Latimore, Morgan Paull, Jack Gwillim, Edward Binns, Peter
Barkworth, Karl Michael Vogler
Producción: Richard Zanuck para 20th Century Fox
No suele
hablarse mucho del director Franklin J.
Schaffner (1920–1989),
y lo que resulta más relevante en un cineasta: tampoco de las películas que
realizó. A bastantes aficionados al cine poco les dirá su nombre, si bien ha
dirigido títulos muy afamados y exitosos en la historia del cine. Pongamos que
hablo de El planeta de los simios (The Planet of the Apes, 1968), Patton
(1970), Papillon (1973), Los niños del Brasil (The Boys from Brazil, 1976), por sólo citar algunos films de todos conocidos.
Nacido en Tokio, hijo de misioneros afincados en el
país del sol naciente, al volver a los Estados Unidos se enroló en el Ejército,
donde sirvió en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Al volver a América, tras el fin del conflicto bélico, se inició en la
profesión cinematográfica a través del medio televisivo, donde aprendió los
fundamentos del oficio. Eran los años en que el cine clásico se encontraba
en declive, consecuencia, entre otros motivos, del auge espectacular de la
televisión entre las masas. Sus primeros trabajos para la gran pantalla revelan
la influencia directa de esa formación y apenas tienen interés. Lamentablemente,
los últimos volverán a verse afectados por el mismo sello, con unos resultados
muy decepcionantes.
En el
ínterin, año 1965, para sorpresa
general, Schaffner realiza El señor de la guerra (The War Lord), film ambientado en la
Edad Media y protagonizado por Charlton
Heston. El título es tenido hoy en día como un clásico, para muchos hasta un film de culto. En los años
siguientes, encadena una serie de trabajos —los citados arriba, al que hay que
añadir Nicolás y Alejandra (Nicholas and Alexandra, 1971), sobre los
últimos días de la familia Romanov en Rusia— que elevan al director al primer
nivel de la cinematografía, hasta el punto de ser calificado como “alumno aventajado” de David Lean.
No se trata
de una caracterización gratuita ni ligera. Como el cineasta inglés —también Francis Ford Coppola, quien colaboró en
uno de sus films— Schaffner entra por méritos propios en la “segunda generación”
de cineastas épicos, categoría que
sucede en el tiempo a los grandes maestros del género: D. W. Griffith, Cecil B. DeMille, John Ford, Akira Kurosawa. Lástima
que la última fase de la carrera de Schaffner (finales de los setenta y años
ochenta), la calidad de sus producciones bajara notoriamente, hasta el punto de
realizar productos francamente mediocres, para decirlo con delicadeza. Estaríamos, pues, ante un director que he
dado en caracterizar como situado en la siguiente categoría: entre el cielo y el infierno.
Con todo,
Franklin J. Schaffner cuenta con un repóquer de ases fílmicos que no puede
negarse ni obviarse, además de haber obtenido un Oscar al Mejor Director,
cuatro Emmys televisivos y el premio Directors
Guild of America a la Mejor Dirección de Largometrajes, siendo elegido en
1987 presidente de dicha asociación profesional, cargo que sólo pudo ejercer durante
dos años, pues en el año 1989 falleció en la localidad californiana de Santa
Mónica.
El Oscar de la Academia de Hollywood
al Mejor Director lo obtuvo por su labor en la superproducción Patton, un film soberbio, un bélico de
primera categoría; extraordinario, por varios motivos. Para empezar, llama la atención la
fenomenal recepción general que tuvo el film, teniendo en cuenta la fecha del
estreno: 1970. La guerra de Vietnam está en pleno auge y son unos tiempos en
los que el pacifismo y el antimilitarismo reinan en los espacios de la opinión
pública y publicada.
Ciertamente,
un sector influyente de la crítica queda escandalizado a la vista de un biopic
que ensalza hasta el ditirambo el ardor guerrero, el espíritu de lucha, el
valor patriótico, el anticomunismo, valores que ya estaban entonces bajo sospecha, hasta
nuestros días. El escándalo roza el colapso entre este grupo al presenciar
los primeros seis minutos de proyección, con la célebre secuencia del discurso del general Patton presidida por una
gigantesca bandera de los Estados Unidos de América; una escena
posteriormente muy imitada y/o parodiada de múltiples maneras.
Tal fue el impacto de esta superproducción (rodada parcialmente en España y contando con un buen número de técnicos españoles en el staff de rodaje) que buena parte de la doctrina oficial optó por darle la vuelta a la interpretación y persuadir al público, con un argumentario de botiquín de primeros auxilios, según el cual la película defendía justamente lo contrario, a saber, el antibelicismo.
Tal fue el impacto de esta superproducción (rodada parcialmente en España y contando con un buen número de técnicos españoles en el staff de rodaje) que buena parte de la doctrina oficial optó por darle la vuelta a la interpretación y persuadir al público, con un argumentario de botiquín de primeros auxilios, según el cual la película defendía justamente lo contrario, a saber, el antibelicismo.
Ocurre que era —y es— muy difícil resistirse a la excelencia de esta producción
sobre el ascenso y caída de un héroe de las armas, como el general George
Patton, durante la campaña en el norte de África, la incursión por el Sur de
Europa y la marcha hacia Berlín durante la Segunda Guerra Mundial, escrita por Francis Ford Coppola (el
guión definitivo fue firmado, finalmente, junto a Edmund H. North, quien se incorporó
a la composición del mismo); con una formidable partitura musical compuesta por Jerry Goldsmith (habitual en los
trabajos de Schaffner); con una muy cuidada producción, seguida atentamente por
Richard Zanuck); y, en fin, con un
reparto de cinco estrellas, a la cabeza del cual brilla con esplendor la
portentosa composición del personaje efectuada por George C. Scott (actor de conocida inclinación izquierdista, quien,
acaso abrumado por la gloria alcanzada, no recogió el Oscar al Mejor Actor que
le concedió la Academia de Hollywood, alegando unas endebles excusas).
Dejando al margen presiones y
preocupaciones ideológicas (extra-cinematográficas), Patton es un film que se mantiene, ayer como hoy, tan firme y
sólido como el protagonista del mismo en el puesto de mando. El general Patton es un guerrero nato; clásico, en el sentido más estricto y noble del término. Profesional de una pieza y cultivado (domina
idiomas, además del inglés; conoce la historia y los grandes textos de la
literatura, muchos de cuyos fragmentos cita con soltura, practica la poesía); militar puro y agresivo; orgulloso e
incorruptible; leal y pulcro. Malhablado (habla de cuartel) y poco diplomático,
general sin contemplaciones, se mantiene
al margen de la política, que incluso desprecia. Nunca se retira del campo
de batalla ni fue vencido, aunque acabará
siendo retirado no por el ejército enemigo, sino por el poder político y la
pre-corrección política dominante en el alto mando militar y en la
administración en Washington.
Schaffner
cuenta en Patton la grandeza de un
guerrero a la antigua, pero también sus debilidades, la soledad del comandante
en jefe, el ocaso de una estirpe de
hombres de acción que son retirados por los ejecutivos de la guerra. Patton es espectador, y al mismo
protagonista, de un fin de ciclo: el fin
de las guerras clásicas y el viejo código del honor, un general que estimula
a sus soldados, marchando junto a ellos, delante de ellos, a quienes perdona
cualquier cosa excepto la cobardía, más que nada por el oprobio y el insulto
que suponen para sus hermanos de armas (band
of brothers). Al valiente lo premia, al cobarde, lo abofetea. Y eso no se
lo van a perdonar. Patton es un guerrero a la antigua.
En este
sentido, son muy significativas y
magistralmente filmadas dos secuencias, en particular. Durante una batalla
de tanques contra los alemanes, Patton, contempla las evoluciones de las tropas
desde una colina, junto a los principales mandos, dando las órdenes oportunas
de estrategia a sus subordinados para que las trasladen inmediatamente a los
oficiales en combate, cual si se tratase de una reencarnación de Napoleón Bonaparte u otro gran general de los viejos
tiempos.
Resulta,
asimismo, muy lograda y conmovedora la
secuencia en las ruinas de la vieja Cartago, o al menos esto dice el guión,
cuando se rodó en Marruecos. De patrulla junto a su segundo en el
mando Omar N. Bradley
(un espléndido Karl Malden), a bordo
de un jeep por un lugar de Túnez, Patton ordena parar al chófer. Le indican el destino al que se dirigen en una dirección, pero él ordena tomar la
contraria: huelo la batalla, dice.
La intuición (o acaso la ensoñación) del guerrero le lleva a unas viejas
ruinas. Aquí, afirma, los cartagineses libraron duros combates. Lo sé, estuve
aquí (creía en la reencarnación). Iluminado por el encantamiento del lugar,
cita unos versos de altura épica. ¿Sabes quien compuso este poema, Omar?
Pregunta, al pusilánime Bradley. No, George. Contesta, éste. Yo. Es la
respuesta final del general Patton.
Película de envergadura, bélico
poderoso, cinta hermosa y melancólica, Patton
merece una medalla al mérito cinematográfico.
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