Páginas

lunes, 29 de febrero de 2016

UNA GRAN SEÑORA (1942)


Título original: The Great Man's Lady
Año: 1942
Duración: 90 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: William A. Wellman
Guión: W.L. River a partir de los textos originales de Seena Owen, Adela Rogers St. Johns y Viña Delmar
Música: Victor Young
Fotografía: William C. Mellor
Reparto: Barbara Stanwyck, Joel McCrea, Brian Donlevy, K.T. Stevens, Thurston Hall, Lloyd Corrigan, Etta McDaniel, Lee Phelps, John Hamilton
Producción: Paramount Pictures


El título de la versión española del film The Great Man's Lady (1942) no traduce literalmente el original, sino que le incorpora la tradición significativa del proverbio: junto a todo gran hombre siempre hay una gran mujer. El caso es que en este formidable film el gran hombre es el protagonista masculino, Ethan Hoyt (Joel McCrea), aventuro, buscador de oro, emprendedor, personaje principal que logra fundar una ciudad, Hoyt City, logrando así el sueño americano por excelencia, ese que está concentrado en la plegaria expresada por los padres fundadores de la nación norteamericana, llegados de Inglaterra, quienes por boca de John Winthrop, su primer gobernador, anunciaron: «seremos una ciudad sobre una colina, el mundo entero se fijará en nosotros».


En el propio film hay varias menciones expresas a esa colina proyectada. En la primera aparición de Ethan, ya anuncia con claridad su proyecto de actuación a un banquero de Filadelfia, a quien solicita fondos y financiación para abrir caminos hacia el Oeste, haciendo del país un big country: «Es como una señal del Todopoderoso. Nos marca el emplazamiento de una gran ciudad. Habrá fuentes y árboles. Y más allá, una colina. Y en esa colina, hogares


El dueño de la casa es padre de tres hijas, una de ellas es Hannah Sempler (Barbara Stanwyck). El voluntarioso pionero de nueva generación no consigue el dinero, pero se lleva consigo un tesoro mucho más valioso: Hannah, quien no duda un instante en fugarse con aquel joven que huele a búfalo y ha ganado su corazón al instante. En el tramo final de la película, Hannah, resumirá su relación con Ethan por medio de esta declaración henchida de nostalgia: «Así se fue [Ethan]: cabalgando. Igual que había entrado en mi vida. Bajando por aquella colina. Bueno, entonces había una colina.».

No fue fácil subir a la colina y construir la vida en común. Los dos jóvenes fugados celebran una rápida ceremonia de boda en la caravana que les lleva al Oeste, bajo una tormenta de rayos y centellas, lo cual proporciona a la secuencia un momento más de esplendor y grandeza. Hannah guarda amorosamente el Certificado de Casamiento en su seno, un documento que alberga la pasión amorosa de la chica y también la clave de la película.


Todo es grande y palabras mayores en esta soberbia cinta dirigida por William A. Wellman para Paramount Pictures, con la que logra lo mejor de su mismo, elevándose a la altura de Raoul Walsh o John Ford. He aquí una película realizada en estado de gracia, que reúne con superior armonía la épica de una historia basada en un breve relato de la escritora norteamericana Viña Delmar y el lirismo de una historia de amor y de sacrificio (este segundo elemento acentuado por una muy inspirada música compuesta por Victor Young). En Una gran señora, el transcurrir del tiempo no se cuenta por años sino por siglos.




La centenaria Hannah asiste, desde la distancia de su vieja mansión (materialmente rodeada de rascacielos) y con placidez, a un importante evento en la ciudad: la inauguración de un colosal monumento al fundador de Hoyt City, su marido Ethan Hoyt. ¿Su marido? La soledad de la gran señora es trastornada por un pelotón de periodistas que, con brusquedad y sin modales, quieren saber toda la verdad sobre el héroe de la localidad y la naturaleza del vínculo que existe entre ambos.

Es de dominio público el casamiento de Hoyt con otra mujer, de modo que si Hannah proclama ser su esposa, la leyenda del gran hombre se tambalearía, pasando de héroe impoluto a la condición de vulgar bígamo, según le hace notar un insolente reportero. Por ello Hannah guarda celosamente el Certificado de Boda en el regazo, como conserva el recuerdo de una vida larga, dura, siempre a la sombra del amado, quien vive ajeno a los asuntos domésticos y privados. Un desconocimiento que genera malentendidos, como el sospechado affaire de la esposa con su común amigo y jugador profesional Steely Edwards (Brian Donlevy), tipo fiel que, en silencio, la ama y se mantiene asimismo en un segundo plano. Nada ni nadie puede detener el devenir de la gran gesta. 

Ethan Hoyt tiene una misión que cumplir, eso es lo que importa y esa es la leyenda que es preciso mantener viva.





Hannah sólo contará los auténticos hechos a Katharine Stevens (K. T. Stevens), joven biógrafa que, mezclada entre la turba de la prensa, se introduce en la vivienda de la ya anciana mujer con la intención de escribirlos. Conmovida (como cualquier espectador del film, sensible y atento) con la historia narrada, decide finalmente no dar a conocer el secreto que Hannah conserva en el fondo de su corazón. Tras la confesión, cuando los fastos y las muchedumbres han dado paso a la noche, la gran señora y la gentil señorita se acercan a la estatua de Ethan Hoyt. A los pies del héroe la biógrafa transmite a Hannah su decisión y la deja sola tras besarla con respeto:

Katharine: Es un beso de despedida para mi biografía.
Hannah: Pues anda, ve. Te quedan cien años de vida por vivir. Si los aguantas.
Katharine: Debería acompañarla a casa.
Hannah: Bendita seas, hija. Llevo volviendo sola a casa desde la muerte de Abe Lincoln. Gracias igualmente. Anda, ve. (Rasga el Certificado de Boda para que nadie descubra el secreto de su vida). Para siempre, Ethan. Ahora nadie puede cambiarlo. Para siempre.




domingo, 14 de febrero de 2016

EL JINETE PÁLIDO (1985)


Título original: Pale Rider
Año: 1985
Duración: 113 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Clint Eastwood
Guión: Michael Butler & Dennis Shryack
Música: Lennie Niehaus
Fotografía: Bruce Surtees
Reparto: Clint Eastwood, Sydney Penny, Michael Moriarty, Elisha Cook, Chris Penn, Carrie Snodgress, Richard Dysart, John Russell, Richard Kiel, Billy Drago
Producción: Warner Bros. Pictures / Malpaso


Visionado en el momento de su estreno, El jinete pálido (Pale Rider), película producida (en colaboración con Warner Bros.) y dirigida por Clint Eastwood en 1985, fue, generalmente, apreciada como un western crepuscular más de entre los realizados por aquellos años (acontecimiento impulsado décadas antes por Sam Peckinpah, entre otros cineastas). Pero, en realidad, el título representaba mucho más que eso. Se trata de un trabajo ambicioso y de amplias miras, hermoso y rebosante de significados, que sintetiza y condensa la tradición de un género estrella en la historia del cine; un referente básico e imprescindible en el proceso de puesta al día del western emprendido por aquellos años y que  hoy, afortunadamente, sigue activo y en buena forma.

La cinta dirigida por Eastwood tampoco es, simplemente, como se ha dicho, un remake de Raíces profundas (Shane, 1951. George Stevens). La proyección de la historia y las imágenes que contiene (lo mismo que su protagonista: el forastero, el predicador, el pistolero, el héroe…), viniendo del pasado, van mucho más lejos de lo que puede verse a primera vista: concentran no sólo la esencia del western sino del cine en su conjunto.



Repárese, para empezar, en el prólogo del film. Brillante e inquietante la carga de la partida de secuaces, que, cual jinetes del apocalipsis, arrasan a sangre y fuego el campamento de mineros que intenta instalarse en la tierra prometida y salir adelante con su trabajo y esfuerzo. La embestida (que la carga el diablo) deja tras de sí destrucción y miedo, amén del sacrificio ritual de algunos animales (un vaca, un perro). Estamos ante una evocación estética (perfecto montaje paralelo), un claro y directo tributo fílmico, una invocación, en fin, del espíritu de D. W. Griffith (como volviendo del pasado ante la llamada de su presencia, de su retorno) y la célebre cabalgada, en El nacimiento de una nación (The Birth of the Nation, 1915), de los jinetes de sábanas blancas y cruz flamígera que acuden a la granja a rescatar a la familia protagonista de la epopeya, refugio sitiado por el pelotón de hostiles soldados negros de la Unión. Y esto es sólo el principio.


Diríase que Eastwood, con cincuenta y cinco años de edad, había concebido una obra maestra a modo de colofón, de testamento vivo, de una carrera cinematográfica espléndida. Pero no, la historia no acabó ahí. Eastwood, en 1985, compone una obra sublime, perfecta, pero a la vez emprendiendo de seguido, cual Quijote de la pradera y las montañas, la segunda salida, en la que todavía quedaba por consumar lo mejor de su filmografía. Clint Eastwood: el último director clásico vivo del cine, empeñado en morir con las botas puestas.

El jinete pálido es la historia de un milagro hecho realidad; el mito del eterno retorno elevado a categoría cinematográfica, incluso teológica.

«“Es Yavé mi pastor, nada me falta.” Pero me faltan cosas. "Me lleva a frescas aguas. Recrea mi alma”. Pero han matado a mi perra. “Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno..." Pero tengo miedo. "…porque tú estás conmigo. Tu clava y tu cayado son mis consuelos." Pero necesitamos un milagro. "Sólo bondad y benevolencia me acompañan todos los días de mi vida." Si existes. "Y moraré en la casa de Yavé por dilatados días." Pero antes me gustaría disfrutar más de esta vida. Si no nos ayudas, vamos a morir todos. Por favor. Sólo un milagro. Amén.»


He aquí el soliloquio, vestido de plegaria (o viceversa), entonado por Megan (Sydney Penny)  mientras entierra a su perra, baleada durante la razzia perpetrada en los primeros compases del film por los rufianes a las órdenes de Coy Lahood (Richard Dysart), cacique del poblado donde transcurre la acción. En un soberbio encadenado por medio de transparencias, la oración de la muchacha va fusionándose con la imagen de un jinete solitario que cabalga en el horizonte hacia el lugar de la llamada. Es el Preacher (Clint Eastwood), hombre sin nombre propio, figura espectral, jinete pálido, quien regresa al mundo para salvar a los vivos de buen corazón y mandar al infierno a los rufianes, y de paso redimirse de sus pecados... del pasado.


Megan es hija de Sarah Wheeler (Carrie Snodgress), mujer madura, abandonada por su marido, que vive en el campamento minero, mientras decide si casarse con su pretendiente, Hull Barret (Michael Moriarty), miembro influyente y portavoz in pectore de la pequeña comunidad de buscadores de oro. La muchacha es la única que cree ciegamente en el aparecido, en quien proyecta la inocente y juvenil ilusión de primer enamoramiento. Los demás, dudan y desconfían del Preacher; recelan de él o le temen, sin más. Unos, ven en el predicador la forma de un mesías, la manera de ver realizados sus sueños y anhelos, el hacedor del milagro de la vida; otros, lo sienten como un ángel caído, el brazo ejecutor de la ley y el orden.

El forastero llega en el momento justo para hacer justicia. Tiene una misión que cumplir. Digo “llega”, pero acaso sea más ajustado decir “regresa”. Porque el Preacher lleva marcada en la espalda, como una cruz, el peso del pesado. Mientras se adecenta antes de la primera cena en casa de Sarah, Hull descubre en su torso desnudo unas turgencias como fósiles, unas cicatrices que forman una constelación de ceniza y plomo, que no logra interpretar. Habrá que esperar al duelo final para salir de dudas y encontrar la salida: la salida de las balas que recibió en la otra vida, en la vida anterior, en su singular vida.


Tras intentar sin éxito, con sus propios efectivos, apoderarse del campamento minero y expulsar a sus legítimos propietarios, el poderoso Lahood reclama la presencia (sin oración) de un pistolero profesional, el cual llega, a su vez, del más allá,  del otro lado de las montañas: el marshall Stockburn (John Russell), a quien acompaña un coro de ángeles exterminadores envueltos en guardapolvos que al caminar y balancearse en el aire asemejan las alas de un ave maligno capaz de lo peor. Su trabajo: truncar la misión del Preacher. Ambos ya se conocían de antes, aunque no esté aún identificado (dudan de él).


Los pájaros de mal agüero van cayendo uno a uno, hasta llegar al duelo definitivo cara a cara con el propio Stockburn. El duelo adopta más buen la forma de un careo: "Tú. Tú", exclama éste al reconocer, finalmente, la blanca palidez del predicador. Recorren, ceremoniosamente, la calle central del pueblo, plantándose uno frente al otro a poca distancia. De tal modo, tras desenfundar y vaciar los revólveres, las balas atraviesan el cuerpo del marshall dejando un rastro singular: una constelación de plomo que pronto será ceniza. 




Acaso la vida y la muerte de Stockburn y del Preacher no son paralelas sino las mismas, o sea, la misma. De ahí que más que de misión, a propósito del predicador, haya que hablar de remisión del pasado.

En la última secuencia, Megan ya no llama al Preacher. Es la hora de la despedida. El reclamo ha sido atendido. El jinete, pálido como la muerte, cabalga de nuevo. «¡Predicador! ¡Te queremos, predicador! ¡Te quiero! Gracias. Adiós.»