Título original: Pale Rider
Año: 1985
Duración: 113 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director:
Clint Eastwood
Guión:
Michael Butler & Dennis Shryack
Música: Lennie Niehaus
Fotografía: Bruce Surtees
Reparto:
Clint Eastwood, Sydney Penny, Michael Moriarty, Elisha Cook, Chris Penn, Carrie
Snodgress, Richard Dysart, John Russell, Richard Kiel, Billy Drago
Producción: Warner Bros. Pictures /
Malpaso
Visionado en el momento de su estreno, El
jinete pálido (Pale Rider),
película producida (en colaboración con Warner Bros.) y dirigida por Clint Eastwood en 1985, fue,
generalmente, apreciada como un western
crepuscular más de entre los
realizados por aquellos años (acontecimiento impulsado décadas antes por Sam Peckinpah, entre otros cineastas).
Pero, en realidad, el título representaba mucho
más que eso. Se trata de un trabajo
ambicioso y de amplias miras, hermoso y rebosante de significados, que sintetiza y condensa la tradición de un
género estrella en la historia del cine; un referente básico e
imprescindible en el proceso de puesta al día del western emprendido por aquellos años y que hoy, afortunadamente, sigue activo y en buena
forma.
La cinta dirigida por Eastwood tampoco
es, simplemente, como se ha dicho, un remake de Raíces profundas (Shane, 1951. George Stevens). La proyección de la
historia y las imágenes que contiene (lo mismo que su protagonista: el
forastero, el predicador, el pistolero, el héroe…), viniendo del pasado, van
mucho más lejos de lo que puede verse a primera vista: concentran no sólo la esencia del western sino del cine en su conjunto.
Repárese, para empezar, en el prólogo del film. Brillante e
inquietante la carga de la partida de secuaces, que, cual jinetes del apocalipsis, arrasan a sangre y fuego el campamento de
mineros que intenta instalarse en la tierra prometida y salir adelante con su
trabajo y esfuerzo. La embestida (que la
carga el diablo) deja tras de sí destrucción y miedo, amén del sacrificio
ritual de algunos animales (un vaca, un perro). Estamos ante una evocación
estética (perfecto montaje paralelo), un claro y directo tributo fílmico, una invocación, en fin, del espíritu de D. W.
Griffith (como volviendo del pasado ante la llamada de su presencia, de su
retorno) y la célebre cabalgada, en El nacimiento de una nación (The Birth of the Nation, 1915), de los
jinetes de sábanas blancas y cruz flamígera que acuden a la granja a rescatar a
la familia protagonista de la epopeya, refugio sitiado por el pelotón de hostiles
soldados negros de la Unión. Y esto es sólo el principio.
Diríase que Eastwood, con cincuenta y
cinco años de edad, había concebido una obra maestra a modo de colofón, de
testamento vivo, de una carrera cinematográfica espléndida. Pero no, la
historia no acabó ahí. Eastwood, en 1985, compone una obra sublime, perfecta, pero
a la vez emprendiendo de seguido, cual Quijote de
la pradera y las montañas, la segunda
salida, en la que todavía quedaba por consumar lo mejor de su filmografía. Clint Eastwood: el último director clásico
vivo del cine, empeñado en morir con las botas puestas.
El
jinete pálido es la historia de un
milagro hecho realidad; el mito del
eterno retorno elevado a categoría cinematográfica, incluso
teológica.
«“Es Yavé mi pastor, nada me falta.” Pero
me faltan cosas. "Me lleva a frescas aguas. Recrea mi alma”. Pero han
matado a mi perra. “Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal
alguno..." Pero tengo miedo. "…porque tú estás conmigo. Tu clava y tu
cayado son mis consuelos." Pero necesitamos un milagro. "Sólo bondad
y benevolencia me acompañan todos los días de mi vida." Si existes. "Y moraré
en la casa de Yavé por dilatados días." Pero antes me gustaría disfrutar más
de esta vida. Si no nos ayudas, vamos a morir todos. Por favor. Sólo un
milagro. Amén.»
He aquí el soliloquio, vestido de
plegaria (o viceversa), entonado por Megan (Sydney
Penny) mientras entierra a su perra,
baleada durante la razzia perpetrada
en los primeros compases del film por los rufianes a las órdenes de Coy Lahood
(Richard Dysart), cacique del
poblado donde transcurre la acción. En un soberbio encadenado por medio de
transparencias, la oración de la muchacha va fusionándose con la imagen de un
jinete solitario que cabalga en el horizonte hacia el lugar de la llamada. Es el Preacher
(Clint Eastwood), hombre sin nombre propio, figura espectral, jinete
pálido, quien regresa al mundo para salvar a los vivos de buen corazón y mandar
al infierno a los rufianes, y de paso redimirse de sus pecados... del pasado.
Megan es hija de Sarah Wheeler (Carrie Snodgress), mujer madura,
abandonada por su marido, que vive en el campamento minero, mientras decide si
casarse con su pretendiente, Hull Barret (Michael
Moriarty), miembro influyente y portavoz
in pectore de la pequeña comunidad de buscadores de oro. La muchacha es la
única que cree ciegamente en el aparecido, en quien proyecta la inocente y
juvenil ilusión de primer enamoramiento. Los demás, dudan y desconfían del Preacher; recelan de él o le temen, sin
más. Unos, ven en el predicador la forma
de un mesías, la manera de ver realizados sus sueños y anhelos, el hacedor del
milagro de la vida; otros, lo sienten como un ángel caído, el brazo ejecutor de
la ley y el orden.
El forastero llega en el momento justo para
hacer justicia. Tiene una misión que cumplir. Digo “llega”, pero acaso sea más
ajustado decir “regresa”. Porque el Preacher lleva marcada en la espalda,
como una cruz, el peso del pesado. Mientras se adecenta antes de la primera
cena en casa de Sarah, Hull descubre en
su torso desnudo unas turgencias como fósiles, unas cicatrices que forman una
constelación de ceniza y plomo, que no logra interpretar. Habrá que esperar
al duelo final para salir de dudas y encontrar la salida: la salida de las
balas que recibió en la otra vida, en la vida anterior, en su singular vida.
Tras intentar sin éxito, con sus propios
efectivos, apoderarse del campamento minero y expulsar a sus legítimos propietarios,
el poderoso Lahood reclama la presencia (sin oración) de un pistolero profesional,
el cual llega, a su vez, del más
allá, del otro lado de las montañas: el marshall Stockburn (John Russell), a quien acompaña un coro de ángeles exterminadores
envueltos en guardapolvos que al caminar y balancearse en el aire asemejan las
alas de un ave maligno capaz de lo peor. Su trabajo: truncar la misión del Preacher. Ambos ya se conocían de antes, aunque no esté aún identificado (dudan de él).
Los pájaros de mal agüero van cayendo
uno a uno, hasta llegar al duelo definitivo cara a cara con el propio Stockburn. El duelo adopta más buen la forma de un
careo: "Tú. Tú", exclama éste al reconocer, finalmente, la blanca palidez del predicador. Recorren, ceremoniosamente, la calle central del pueblo, plantándose
uno frente al otro a poca distancia. De tal modo, tras desenfundar y vaciar los
revólveres, las balas atraviesan el cuerpo del marshall dejando un rastro singular: una constelación de plomo que
pronto será ceniza.
Acaso la vida y la
muerte de Stockburn y del Preacher no
son paralelas sino las mismas, o sea, la misma. De ahí que más que de misión, a propósito del predicador, haya que hablar de remisión del pasado.
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