Título
original: Berkeley Square
Año: 1933
Duración: 84 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director:
Frank Lloyd
Guión: John L. Balderston y Sonya Levien
a partir de la obra de John L. Balderston
Música: Louis De Francesco
Fotografía: Ernest Palmer
Reparto:
Leslie Howard, Heather Angel, Valerie Taylor, Irene Browne, Beryl Mercer, Colin
Keith-Johnston, Alan Mowbray
Producción: Fox Film Corporation
Me
encantan las películas de fantasmas y de fantasmagorías; así como, de apariciones y desapariciones, de
historias fantásticas, allí donde vuela la imaginación y, en ocasiones, incluso
los propios personajes a través del espacio y el tiempo. Temáticas ideales
éstas para el medio cinematográfico, sobre todo desde que Georges Méliès liberó al cinematógrafo del documentalismo
originario puesto en marcha por los hermanos
Lumière. Y es que el Séptimo Arte, por medio de las imágenes en movimiento,
con los trucos y tratos con las musas, los trucajes y el montaje, favoreció los oficios de la magia y el encantamiento,
de la evocación y la ensoñación, penetrando así en el mundo de la fantasía y la
figuración.
Aunque “ideal” para el cine, se trata de
unos argumentos no exclusivos de dicho medio, pues anteriormente fueron ensayados, sin carecer de brillo y fortuna, en el teatro y la literatura. Este
es el caso (el “extraño caso”) de Berkeley Square (1933), la adaptación
cinematográfica de la obra de John L.
Balderston llevada a la escena con el mismo título (y el mismo actor
principal, Leslie Howard) en el West
End londinense y el Broadway neoyorquino, pieza teatral inspirada, a su vez, en
el texto (inacabado) de Henry James, El sentido del pasado. Si bien fue mucho
mayor el éxito y el reconocimiento de la representación sobre las tablas que la
producción fílmica, ésta conoció un remake
en 1951, El hombre de dos mundos (The
House in the Square), dirigida por Roy
Ward Baker y protagonizada por Tyrone
Power y Ann Blyth, al frente del
reparto; a mi parecer, sin mejorar el original.
Sostiene el adagio que hay muchos
mundos, pero están en éste. Sí y no. Fijados físicamente a la realidad del
momento en que “nos ha tocado vivir”, impelidos a vivir en el presente (que no
es lo mismo que el eslogan “vivir el presente”), el hombre ha afrontado, en toda época y lugar, seriamente, la
posibilidad de viajar, por medio de la imaginación, en el espacio y el tiempo. Múltiples problemáticas acompañan semejante traslación
y revolución de las cosas, porque incluso
en la aventura fantástica no todo es posible, si pretendemos que ésta resulte
creíble. En el campo del arte no ordena el principio de verdad como
correspondencia, mas sí el de coherencia; o dicho en otras palabras, las historias imaginadas exigen ser
verosímiles para que la fantasía no
acabe experimentándose como una quimera o una alucinación; a menos que ello
se pretenda, en cuyo caso, hablaríamos de comedia, farsa o parodia: Un yanqui en la corte del rey Arturo,
relato concebido por Mark Twain y
llevado en varias ocasiones a la pantalla (grande y pequeña).
Berkeley
Square se toma muy en serio este
asunto de los desplazamientos espacio-temporales. Del mismo modo, que, por
poner otros ejemplos, el film El
fantasma y la señora Muir (The
Ghost and Mrs. Muir, 1947. Joseph L. Mankiewicz/ 20th Century Fox) o Jennie (The Portrait of Jennie, 1948), historias todas ellas impulsadas por
un profundo romanticismo, por esa clase trascendental de afrontar el asunto del
amor; y por no referir con detalle las muchas y muy intensas expresiones
fílmicas de dicha afección del alma dirigidas para el cine por el gran Frank Borzage. De modo similar, en el magnífico film dirigido
por Frank Lloyd, el amor adopta el
sentido de un destino, el cual para alcanzar la plenitud debe atravesar
“océanos de tiempo” y así encontrar a la persona amada.
¿Puede
el destino ser alterado por la acción o la voluntad humana? Berkeley Square,
en el arranque de la película, nos
sitúa en el año 1784. Peter Standish (Leslie
Howard) es un joven norteamericano que visita Inglaterra con intención de
casarse con su prima Kate Pettigrew (Valerie
Taylor), quien reside con su familia en Berkeley Square, Londres. Peter es un
“buen partido”, de modo que hay gran expectación entre los Pettigrew, desde
Kate hasta sus padres y su hermana menor Helen (Heather Angel). Todo parece dispuesto, y aun predeterminado, para
que ocurra lo que tiene que ocurrir.
Mas, hete aquí, que cuando arriba el
pretendiente a la mansión sucede la maravillosa.
Al atravesar la puerta, igual que si
pasara al otro lado del espejo
(objeto, por cierto, muy relevante en las películas realizadas por Lloyd), nos
hallamos en la misma casa, pero en el tiempo presente (en el que está hecha la
película). La vivienda es propiedad de un descendiente del Peter Standish que
hemos conocido en la secuencia anterior, encarnado por el propio Leslie Howard,
el retrato del cual, pintado por Joshua
Reynolds, preside el salón. El joven caballero está prometido con la
señorita Marjorie Frant (Betty Lawford),
quien le reprocha el poco caso que le hace, absorbido y obsesionado como está
con el pasado, porque el Peter de “nuestros
días” está, en verdad, juramentado con revivir la existencia de quien considera
su “otro yo”. Acaso no desea que le ocurra como a su antepasado: casarse
con quien no ama, de modo que sea en el pasado, y no en el presente, donde le
espere el amor verdadero. Es preciso, por tanto, volver y poner las cosas en su
sitio.
El
retorno al pasado de Peter provoca serios malentendidos y no pocas situaciones
jocosas. Ocurre que lo que es actual
y vigente para los presentes, para el viajero en el tiempo es cosa conocida.
Puesto que sabe lo sucedido a quienes pasaron a la historia, conoce lo que les
sucederá a los concurrentes en el Londres decimonónico. Un prodigio éste que le
lleva a proferir, a menudo, comentarios de
naturaleza extraordinaria, sorprendentes, cuando no inoportunos y aun procaces.
Muy logradas las secuencias en el estudio del pintor Reynols y en la recepción en casa de la duquesa de Devonshire, a quienes deja estupefactos al hacer público con fresca desenvoltura datos y circunstancias privados (aún), y que ningún humano del momento podría/debería estar al corriente. Hasta tal punto resulta excitante la magia del asunto que el burlón Peter le toma gusto al juego y se permite exhibir ante los asistentes dotes de erudición e ingenio, cuando simplemente está citando a autores (para él) familiares, como, por ejemplo, a Oscar Wilde.
Muy logradas las secuencias en el estudio del pintor Reynols y en la recepción en casa de la duquesa de Devonshire, a quienes deja estupefactos al hacer público con fresca desenvoltura datos y circunstancias privados (aún), y que ningún humano del momento podría/debería estar al corriente. Hasta tal punto resulta excitante la magia del asunto que el burlón Peter le toma gusto al juego y se permite exhibir ante los asistentes dotes de erudición e ingenio, cuando simplemente está citando a autores (para él) familiares, como, por ejemplo, a Oscar Wilde.
Lo
realmente serio del caso llega cuando Peter se enamora de Helen, aunque sepa
que ese Peter se casó, en realidad,
con Kate. He aquí el conflicto y el
enredo, resuelto con agudeza, sutileza y suma inspiración por los autores de la
trama, magníficamente interpretada por un reparto muy competente aunque no
renombrado, excepto, claro está, la presencia del soberbio Leslie Howard.
Film
muy recomendable, especialmente para amantes del amor y de los fantasmas
románticos.
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