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jueves, 25 de noviembre de 2010

DE VERAS, BILLY, ¿NADIE ES PERFECTO?

A la memoria de Billy Wilder, en cuya creatividad y buen hacer cinematográfico descubrimos la mayor perfección que es posible encontrar en el Séptimo Arte. También por haber favorecido en clave artística el fomento del principal valor moral: la alegría que crece con el entendimiento
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El descacharrante diálogo que cierra la maravillosa película de Billy Wilder Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959), rematado con la célebre réplica de Joe E. Brown a Jack Lemmon, constituye —ironías de la vida— un genuino ejemplo de perfección en el dominio del arte cinematográfico; en la construcción del guión, en particular. El corrosivo director conoce su oficio como pocos. Sabe cómo dejar en el espectador una sonrisa o provocar una carcajada y una explosión de alegría. Pero, la cosa no queda ahí. El inteligentísimo sentido del humor de Wilder lleva asociado una inquietante reflexión que deja a menudo en el espectador un poso de amargura.
No hay nada malo en ello. Ni ética ni cinematográficamente. El entendimiento no hace fracasar el sentido de la alegría, sino que le da pleno sentido, es decir, lo perfecciona. Para seguir disfrutando de lo bueno, para seguir pensando —alegremente— sobre el significado moral (y extramoral) de la inmortal boutade wilderianaNadie es perfecto—, ¿rememoramos la secuencia?
Joe E. Brown (como Osgood Fielding III, el Bocazas, «Big Mouth»: nunca mejor dicho) dispone fugarse con Jack Lemmon (como Jerry convertido en Daphne), y  hacerla su nueva esposa. Este/ésta a fin de impedir la turbia unión que les espera, hace al pretendiente severas confesiones: que no es rubia natural, que fuma muchísimo, que ha estado viviendo con un saxofonista, que no puede tener hijos... Mas nada importa. El enamorado y atribulado Osgood cree haber encontrado en Jerry/Daphne el amor de su vida y no está dispuesto a que nada ni nadie le desvíe del ciego destino del deseo. Finalmente, Jerry, como último recurso para desmontar la mascarada, se quita la peluca y proclama, con el maquillaje todavía brillante en el rostro: «¡Soy un hombre!» Una revelación, sin embargo, que no provoca en Osgood sorpresa en absoluto, sino la celebrada réplica: «Bueno, nadie es perfecto».
Perfecto, en efecto. Pero, cuando del arte (el cine, la literatura) nos trasladamos al ámbito de la vida, las cosas revelan un sentido y un significado muy distintos, llegando a menudo a parecerse muy poco entre sí. El territorio de la estética y el territorio de la ética no deben confundirse sin más. Sólo a un epatante Jean-Luc Godard pudo ocurrírsele aquello de que un travelling es una cuestión moral. Afirmación exagerada, donde las haya, una simple pose, un alarde estético entre tantos otros, pero de ninguna manera una máxima sintetizadora del arte y la ética. No seguiremos aquí ese camino. En las páginas que vienen a continuación defenderé la distinta dimensión —y conclusión— que mantienen los discursos de la ética y la estética, que las cosas, en fin, no son como parecen ni como aparecen. Para empezar, me pregunto: ¿realmente cabe determinar que moralmente nadie es «perfecto» y que la búsqueda de la perfección moral no es más que una quimera o una depravación humana?

El descacharrante diálogo que cierra la maravillosa película de Billy Wilder, rematado con la célebre réplica de Joe E. Brown a Jack Lemmon, constituye —ironías de la vida— un genuino ejemplo de perfección en el dominio del arte cinematográfico; en la construcción del guión, en particular. El corrosivo director conoce su oficio como pocos. Sabe cómo dejar en el espectador una sonrisa o provocar una carcajada y una explosión de alegría. Pero, la cosa no queda ahí. El inteligentísimo sentido del humor de Wilder lleva asociado una inquietante reflexión que deja a menudo en el espectador un poso de amargura.
No hay nada malo en ello. Ni ética ni cinematográficamente. El entendimiento no hace fracasar el sentido de la alegría, sino que le da pleno sentido, es decir, lo perfecciona. Para seguir disfrutando de lo bueno, para seguir pensando —alegremente— sobre el significado moral (y extramoral) de la inmortal boutade wilderianaNadie es perfecto—, ¿rememoramos la secuencia?
Joe E. Brown (como Osgood Fielding III, el Bocazas, «Big Mouth»: nunca mejor dicho) dispone fugarse con Jack Lemmon (como Jerry convertido en Daphne), y  hacerla su nueva esposa. Este/ésta a fin de impedir la turbia unión que les espera, hace al pretendiente severas confesiones: que no es rubia natural, que fuma muchísimo, que ha estado viviendo con un saxofonista, que no puede tener hijos... Mas nada importa. El enamorado y atribulado Osgood cree haber encontrado en Jerry/Daphne el amor de su vida y no está dispuesto a que nada ni nadie le desvíe del ciego destino del deseo. Finalmente, Jerry, como último recurso para desmontar la mascarada, se quita la peluca y proclama, con el maquillaje todavía brillante en el rostro: «¡Soy un hombre!» Una revelación, sin embargo, que no provoca en Osgood sorpresa en absoluto, sino la celebrada réplica: «Bueno, nadie es perfecto».
Perfecto, en efecto. Pero, cuando del arte (el cine, la literatura) nos trasladamos al ámbito de la vida, las cosas revelan un sentido y un significado muy distintos, llegando a menudo a parecerse muy poco entre sí. El territorio de la estética y el territorio de la ética no deben confundirse sin más. Sólo a un epatante Jean-Luc Godard pudo ocurrírsele aquello de que un travelling es una cuestión moral. Afirmación exagerada, donde las haya, una simple pose, un alarde estético entre tantos otros, pero de ninguna manera una máxima sintetizadora del arte y la ética. No seguiremos aquí ese camino. En las páginas que vienen a continuación defenderé la distinta dimensión —y conclusión— que mantienen los discursos de la ética y la estética, que las cosas, en fin, no son como parecen ni como aparecen. Para empezar, me pregunto: ¿realmente cabe determinar que moralmente nadie es «perfecto» y que la búsqueda de la perfección moral no es más que una quimera o una depravación humana?

2
 Escuchamos con demasiada frecuencia, en aquellas situaciones en las que una acción no ha estado a la altura de las circunstancias, cuando no uno no respondido como se esperaba de él, expresiones del tipo: «cometer errores es humano»; «equivocarse es de sabios»; « ¿crees que soy un dios para hacerlo todo bien?»; « ¡Yo sólo soy un hombre! ¿Qué esperabas de mí…?».
Dejando al lado la autocompasión, de dudosa calidad moralidad, que pueda albergar esta actitud complaciente, deseo reparar ahora en el alcance presuntamente ejemplarizante («lo digo para no desmoralizarse uno») del mismo, así como en el resultado aniquilador para la excelencia al que desemboca. Resulta, en verdad, chocante observar la naturalidad y la «alegría» con la que se desacredita el sentido de lo humano.
En los casos en los que uno merece la aprobación por aquello que simplemente ha realizado bien, escuchamos a menudo (falsos) reconocimientos de este jaez: «¡has estado como dios!»; «lo tuyo es cosa de genios»; «¿a que no parece humano?». Por el contrario, es raro escuchar: «¡has actuado como un verdadero hombre!» Y es que, como se sabe, «todos los hombres son iguales».
¿Cómo ha podido calar hasta lo más profundo de la mente humana semejante sentimiento reactivo, de vergüenza y culpabilidad con respecto a la propia condición? ¿Hasta qué nivel de la conciencia del hombre ha llegado a instalarse tamaña carga de profundidad, posibilitando que tantos celebren de manera mecánica e inconsciente la ácida broma de Wilder de manera errada y bobalicona (con faltas y a lo bobo, vale decir), sin captar la tremenda ironía que la sostiene e ilumina, tomándola, pues, en serio?
¿Qué nos puede decir la ética a este respecto? La ética ha enseñado desde antiguo que la máxima aspiración de la vida moral es la virtud. La finalidad propiamente humana consiste en dirigirse por el camino de la humanidad hacia la plena condición de ser virtuoso, hacia la perfección. El término virtud procede de la raíz latina vir, que significa «fuerza», «valor» y «disposición excelente».
Distinguimos en el hombre virtuoso a aquel que consigue ganarle la partida a la vida, activando las disposiciones naturales, para encaramarse así hacia un destino de plenitud. La virtud no cabe ser valorada como una gracia ni un don otorgado. Constituye la realización de la propia capacidad. La virtud representa la gran oportunidad moral de hacer evolucionar la condición biológica de ser hombre hasta poder acceder a la condición moral de ser humano.

Desgraciadamente, este firme empeño no siempre es reconocido, lo que conduce a que la virtud no tenga otro remedio que premiarse a sí misma, otorgando a su portador el título de héroe. La condición de héroe moral es, entonces, la prueba de que finalmente la buena acción ha sido recompensada, indicándonos de esta forma que, pese a todo, la virtud siempre vale la pena. No por casualidad a los protagonistas en el cine los denominamos «héroes» y «heroínas»: en la pantalla, consuman nuestros sueños.
No significa lo mismo la acción buena (valiosa) que la acción mala (perjudicial), porque desde la perspectiva ética, el bien (lo bueno) constituye algo superior y mejor que el mal (lo malo). Esta pugna práctica no es retórica sino plenamente real. Y esto es así porque la ética actúa desde la vida real, y desde la verdad, o por mejor decirlo: desde la veracidad. A este planteamiento se le han opuesto tradicionalmente dos tremebundas calamidades: el relativismo ético y el cinismo moral.
Para el relativismo moral, todo vale lo mismo porque, según entiende, nada tiene auténtico valor. Como todo depende de las circunstancias, el momento y el lugar, todo vale, pues. El criterio moral, el razonamiento moral y el juicio moral quedan aquí desacreditados sin remedio. El relativista moral es el perfecto justificador del statu quo. Puesto que los hombres «no somos nadie» es el dejar las cosas como están.
 ¿Y el cínico en la moral? El cínico (in)moral es el mayor enemigo que pueda concebirse de la perfección y la coherencia en la ética. Vive de la farsa y las apariencias, envenenada por una gran dosis de resentimiento. Para el cínico, ser congruente y competente representa un sinsentido, y aun una muestra de debilidad

3

El arquetipo del cínico, que tan perturbador resulta para la ética, cumple, por el contrario, un papel muy vistoso en el terreno del arte. El mayor cínicocinematográfico de la historia del celuloide no es otro que nuestro querido Billy Wilder. Pero, no nos confundamos. Wilder, a través del cine, aspira a entretenernos y distraernos, no a darnos lecciones de moralidad o antimoralidad. El cinismo cinematográfico es un artificio, un recurso estético, que bien conducido, queda muy bien en la pantalla: en la ficción, simpatizamos tanto con el héroe como con el antihéroe. Incluso, no supone un motivo de preocupación que nos identifiquemos a menudo con el malo de la película. That’s enterteiment!
Desde la tragedia griega a la «fábrica de sueños» de Hollywood, el hombre ha buscado en el arte entretenimiento y evasión. El artista espera del público aplauso y reconocimiento; el público exige del creador que excite y sacuda sus deseos y emociones, que le haga reír, que le haga llorar. El espectador no desea que se le muestre las cosas como son, sino como le gustaría que fuesen (o como teme que sean, para así exorcizarlas). Por este motivo, el ideal de hombre en el arte es, en realidad, el anti-héroe. Y no porque el arte sea esencialmente vicioso (en esto se equivocó mucho J.-J. Rousseau, justamente por no distinguir los planos ético y estético), sino porque, en las películas, «el malo» resulta más interesante que «el bueno»: la chica, si bien acaba, por lo general, casándose con éste, de quien se enamora es de aquél.
La estética del perdedor logra resultados artísticos de gran prestancia y brillantez. Pero la ética del perdedor sólo la defienden los irredentos cínicos morales y los resentidos. Por decirlo en pocas palabras: la realidad de la moral es virtuosa y la realidad del arte es virtual.
Billy Wilder, sin cinismo alguno, lo ha dicho muy claro: « Si hay algo que odie más que el que no me tomen en serio es que me tomen demasiado en serio».       

Una primera versión del presente artículo fue publicado bajo el título de «¿Sólo humano o demasiado humano?», en la revista Claves de Razón Práctica, Madrid, nº 46, octubre 1994, págs. 75-77. Posteriormente, el texto fue incluido en el libro del autor, Razones para la ética. Ensayos de ética autónoma y de humanismo racional, Edicions Alfons el Magnànim-IVEI, Colección novatores, nº 2, Valencia, 1996, págs. 139-147. Una edición electrónica del mismo fue publicada, asimismo, en El Catoblepas,  bajo el título de «Realmente, ¿nadie es perfecto?»). Ofrecemos ahora una versión reducida del mismo.

4 comentarios:

  1. Hola, comencé a ver tu bitácora y me parece interesantísima. Hasta yo mismo tenía preparado un post sobre "Some like it hot", pero me ha encantado ver este que has hecho y su vertiente filosófica del arte de Wilder, sobre todo en su última escena. Buen post. Enhorabuena. Se te sigue, un saludo.

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  2. Bienvenido, Emilio, a Cinema Genovés, y gracias por tu comentario. He dedicado algún otro post del blog al maestro Wilder y a ese película en particular. Y creo que no va a ser el último...
    Salucines

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  3. Gracias por esta visión que le das al post. Muy interesante. Yo estoy ahora con la crítica de la misma película. La publicaré esta tarde. Jack Lemmon me parece extraordinario y Billy Wilder de lo mejorcito.

    Besos

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  4. Lala: uno nunca se cansa de ver esta peli genial, ni de hablar sobre ella, ¿verdad? Ah, y no te olvides de Tony Curtis. Visitaré, por supuesto, tu blog.

    Salucines

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