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lunes, 24 de marzo de 2014

BOB, EL JUGADOR (1956)

Título original: Bob le flambeur
Año: 1956
Duración: 101 minutos
Nacionalidad: Francia
Director: Jean-Pierre Melville
Guión: Jean-Pierre Melville, basado en una historia de Jean-Pierre Melville y Auguste Le Breton
Música: Eddie Barclay, Jo Boyer
Fotografía: Henri Decae
Reparto: Roger Duchesne, Isabelle Corey, Daniel Cauchy, Guy Decomble, André Garret, Claude Cerval
Producción: Rialto Pictures


Quinta película en la filmografía de Jean-Pierre Melville, Bob, el jugador (Bob le flambeur, 1956) representa la primera incursión del cineasta francés en el policíaco, género cinematográfico en el cual realizó sus mejores trabajos y adquirió renombre internacional. Tal reconocimiento es justo y merecido desde este mismo paso inicial. Historia de gángsters y delincuentes de medio pelo, de jugadores de fortuna y atracadores, de casinos y tipos cansinos, de prostitutas y proxenetas, el mundo del hampa, en fin, atrapado en su propio círculo vicioso, en esta ocasión, el barrio de Montmatre en París, con epicentro en el área caliente de Pigalle. Melville ofrece ya en esta cinta un retrato vivo y reconocible de las constantes narrativas y estilísticas del conjunto de su producción, entre cuyos títulos constan obras memorables como El confidente (Le doulos, 1962); Hasta el último aliento (Le Deuxième Souffle, 1966); El silencio de un hombre, (Le samouraï, 1967); El círculo rojo (Le cercle rouge, 1970); Crónica negra (Un flic, 1972).

En las películas de Melville destaca, en efecto, el perfil psicológico de los protagonistas: sujetos solitarios y poco locuaces actuando fuera de la ley; fríamente fijados a un rígido código de conducta; oficiantes del delito con sentido de la profesionalidad; sin impulso criminal (en la mayor parte de los casos) aunque resolutivos cuando es preciso; honrando un valor de la amistad más ansiada que consoladora. Pero, acaso por encima del retrato de los personajes, lo que verdaderamente domina e imprime carácter en los films policíacos de Melville son el espacio y el tempo narrativo. En ellos no interesan tanto los tejados y el cielo de París como los bajos fondos de la urbe, los cuartuchos en pensiones y los garitos de juego, los bares y los clubes de jazz, fragmentos de un microcosmos en el que los personajes parecen conocer y moverse con soltura, aunque que, después de todo, son atrapados y engullidos por ellos. Sea en el propio París o en Nueva York, donde rueda Dos hombres en Manhattan (Deux hommmes in Manhattan, 1959), la ciudad es un lugar hostil para el protagonista, donde se siente extraño sin remedio. Sólo en su propia interioridad y soledad reina el héroe melvilliano.

Para tratarse de un cine —el policíaco o género criminal o de gángsters— tipificado como de acción, la narración en Melville es morosa y flemática, comedida y reflexiva. Largos silencios coexisten con diálogos próximos al circunloquio. Las secuencias suelen cerrarse por medio de suaves fundidos, dejando a menudo la situación sólo sugerida. A menudo pienso que Melville no rueda lo que acontece a los personajes, sino lo que les pasa por la cabeza. Cine, pues, el del cineasta francés muy cerebral y poco pasional. Tanto es así que las historias de amor quedan habitualmente al servicio de la trama criminal, diluidas en un segundo plano.

 
Nacido con el nombre de Jean-Pierre Grumbach, el cineasta firma sus obras cinematográficas con el nombre «Melville», en homenaje al escritor norteamericano Herman Melville. El cine americano (en especial, el policíaco) y el arte de contar historias componen el prontuario a seguir. En este sentido, el propio Melville encaja perfectamente con la tipología de los personajes de las películas que realiza: un individuo desubicado y fuera de sitio; demasiado americano para los franceses, demasiado francés para los americanos. Porque sucede que no es éste el modelo de hacer films (clásico y no hostil a Hollywood) que imperará en Francia después de la II Guerra Mundial, sino el que es común compendiar en un término idolatrado por el «cine europeo moderno», a saber, la nouvelle vague y sus descendientes

Gene Hackman en una célebre escena de La noche se mueve (1975, Arthur Penn)

El protagonista de Bob, el jugador (Roger Duchesne), es un otoñal vividor con un pasado de cierto esplendor y realce ganados en los márgenes de la ley. Aparentemente, ha pagado ya su correspondiente pena al precio de una indeterminada estancia entre rejas. Respetado por los círculos hampones de Montmartre —y aun por el propio inspector de policía del distrito (Guy Decomble), a quien le salvó la vida en una ocasión—, Bob está encerrado en un itinerario espacio-temporal rutinario y maquinal, viviendo de rentas, en el amplio sentido de la expresión. Viste elegantemente, tiene maneras ceremoniosas y habita un apartamento con vistas a la colina del Sacré-Coeur, delatando así su ser: un aristócrata del delito venido a menos. Jugador obsesivo, sale cada noche en busca de la compañía de las cartas de la baraja y los dados, pero la fortuna no suele acompañarle sobre el tapete verde. Tal vez en la ruleta…


Cierta noche conoce a una bella joven, Anne (Isabelle Corey), quien, dedicada al oficio más viejo del mundo, no tiene, sin embargo, beneficio ni siquiera una cama donde dormir. Bob le ofrece su propia casa, no con las intenciones que ella supone: Bob, el jugador, es un caballero noctámbulo de vuelta de todo, sus dedos se limitan a acariciar los naipes y los sueños. Cede su lecho a la muchacha; él se instala en el piso superior del apartamento. El cuerpo femenino está reservado para el joven discípulo de Bob, Paulo (Daniel Cauchy), entre muchos otros hombres, incluido el proxeneta Marc (Gérard Buhr). Con ambos protectores Anne tiene confidencias muy comprometedoras, animadas por el abrazo del deseo entre sábanas.


Bob, por su parte, se deja tentar por otra pasión que cambie el rumbo de su existencia circular. La proposición que le hacen unos compinches, más próxima a sus expectativas existenciales que la aventura sexual, consiste en robar en el casino de la ciudad normanda de Deauville. La operación se pone en marcha, pero, cuando la fortuna parece sonreír a Bob en la ruleta, el destino se impone y la fatalidad gana la partida al viejo jugador.



Por un momento, Bob había anhelado ensanchar su mundo y salir de la tela de araña en la que estaba instalado. Vano sueño. Su reino es de este mundo, pero, además de Montmatre, sólo contempla otro tipo de prisión: la cárcel. Mientras sube detenido al vehículo policial, varios empleados del casino depositan en el maletero los fajos de billetes ganados en la ruleta. Ha ganado, en efecto. Tremenda ironía. Pero le espera una condena de cinco años, como le hace saber el inspector. Tú vigila mi dinero, responde Bob, el jugador, para que no vuele mientras tanto…



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