El genio y la
sabiduría en Berlín (Alemania) han brillado, como nunca, en momentos de ruina y
mudanza.
En las primeras décadas del siglo XIX, bajo los efectos de la derrota de Prusia
a manos de Napoleón, Berlín
experimenta uno de los periodos de mayor pujanza cultural de su historia. Wilhelm von Humboldt funda la
Universidad berlinesa en 1810, y en 1830 se erige el Altes Museum. Mientras
tanto, el gran arquitecto Karl Schinkel
define el carácter arquitectónico, urbanístico y escultural de la urbe, a la
que le imprime con sumo talento la traza neoclásica y monumental que la hará
célebre.
Ya
en el siglo XX, tras el tremendo desastre de la Gran Guerra, les faltó tiempo a
pintores, escritores y artistas de todo el mundo para buscar, y tal vez encontrar, refugio espiritual e inspiración dramática
en Berlín, sea a la sombra de los edificios derruidos del centro de la
villa o en medio de los húmedos patios de las casas en las barriadas de Kreuzberg y NeuKölln. La excitación que provoca la vida bohemia y la escasez,
socavadas todavía más por la rampante inflación de los precios durante los «locos años veinte», alimentó la
imaginación de aquellos creadores en busca de lo bello y lo sublime.
El
resultado fue, sin duda, una producción
artística de primer nivel, que registró con fidelidad tortuosa una época
enloquecida, un agregado explosivo de industrialización y proletarización
creciente, enriquecimiento rápido, estabilización política lenta, depauperación
imparable, crisis política e inestabilidad monetaria. Eros y Thanatos convergían en un escenario muy agitado en el que ya
habían tomado posiciones el espíritu de lo fáustico y el aliento de lo
mefistofélico.
Las
vanguardias artísticas y las formas estéticas del expresionismo cinematográfico
reflejaron con precisión el universo de luces y sombras reinante. Los
claroscuros y la pesadilla brumosa de El
gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, 1919. Robert Wiene), la sinfonía de grises y
horrores del Nosferatu (1922. F.W.
Murnau) o el sórdido futurismo de la Metrópolis
(Metropolis,
1926. Fritz Lang), son perfectos
ejemplos fílmicos de estos movimientos artísticos y del tiempo que los acogió.
Mientras los artistas imaginaban, las fuerzas pardas y bermellones, por su
cuenta, comenzaban a tramar delirios tendentes a convertir la fecundidad y la
magnificencia en miseria, destrucción y barbarie.
Berlín sobrevivía
por entonces, más que nunca, en una atmósfera brumosa. Como
si el aire de las calles no estuviese suficientemente cargado, los berlineses y
visitantes buscaban en los sótanos de los edificios un espacio todavía más
irrespirable, rebosante de humo de cigarrillos, vapores de alcohol, irrealidad
y farsa, espectáculo y risa fácil. En el
año 1919, Berlín contaba con cincuenta teatros, tres óperas, trescientos
sesenta y tres salas de cine, quinientos cincuenta cafés, alrededor de
trescientos bares y cerca de un centenar de cabarets.
La pasión berlinesa por el disfraz, la máscara, el transformismo, la mojiganga
y la francachela carnavalesca, necesitaban mucho espacio para mostrarse, para
hacerse ver.
Josef von Sternberg rueda
en 1929 El ángel azul (Der blaue Engel), película
estrenada el 1 de abril de 1930, con Marlene
Dietrich y Emil Jannings al
frente del reparto. El film no sólo reproduce el ambiente y el estado de ánimo
en aquellos años temblorosos, sino que crea, al mismo tiempo, un mito
iconográfico: Marlene Dietrich, nombre
bipolar, que comienza con una caricia al que le sigue un latigazo (Jean Cocteau).
El cabaret era el símbolo, pero también el síntoma, de una decadencia y la
expresión de un miedo escénico profundo que iban oprimiendo el alma berlinesa.
Varias décadas después, una madura Dietrich vuelve al escenario del cabaret
destartalado en el film Berlin Occidente
(A
Foreign Affair, 1948) y en Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, 1957), en manos casos dirigida por Billy Wilder, buen conocedor por su parte del planeta Cabaret Berlín.
¿Qué es el cabaret? Refugio de penas sedadas a base de alcohol de garrafa y puro
humo, enfundadas en piernas de seda.
Años más tarde, el actor Joel Grey caricaturizó con sumo
acierto, en su papel de maestro de ceremonias, exhibiendo un rostro de rabioso
colorete en las mejillas y mueca de risa sardónica en los labios, reflejado en
los espejos deformadores —reflejo, a su
vez, de una sociedad, de una época, de una ciudad: Berlín—, imagen que
cumplió perfectamente la función de prólogo en la película Cabaret (1972), dirigida
por Bob Fosse.
Star by admitting
from cradle to tomb
it isn´t that long a stay
life is a cabaret, old chum!
it´s only a cabaret, old chum!
and i love a cabaret!
En las estrellas
está escrito:
de la cuna a la
tumba
no hay más que un paso.
La vida es un
cabaret, amigo
Nada más que un cabaret,
amigo
Por
eso yo amo el cabaret.
Texto basado en fragmentos de «Berlin über Berlin», capítulo V de mi libro El alma de las ciudades. Relatos de viajes y estancias (2015, Amazon-Kindle).
Me encanta "Cabaret" precisamente porque no es nada setentera, una década en la que el cine se hizo vulgar y perdió mucho glamour.
ResponderEliminarSaludos!
Borgo.
Incluso así, Miquel, el montaje del film sigue delatando la moda de la época De ahí el lema de los 70: desmontando el cine...
EliminarSalucines