Guión: Ken Englund y
Don Hartman, basado en la novela de Frederic S. Isham
Música: Floyd
Morgan, Leo Shuken, Victor Young
Fotografía: Charles
Lang
Reparto: Bob Hope, Paulette Goddard, Edward Arnold,
Leif Erickson, Helen Vinson, Willie Best, Glenn Anders
Producción: Paramount Pictures
Teníamos
una deuda pendiente, desde la misma apertura de Cinema Genovés, con uno de los grandes cómicos de todos los
tiempos: Bob Hope (Eltham, Reino Unido, 29/5/1903 - Toluca Lake,
California, 27/7/2003). Artista
total y figura emblemática del show
business, muy admirado por quien esto escribe, no había encontrado
hasta hoy lugar y momento en nuestro espacio; como tantos otros nombres
propios, ay, del mejor cine. Pero, tiempo al tiempo. Ahora es la hora de… Bob Hope.
A
poco de emigrar con su familia desde Inglaterra a EE UU, el joven Bob entra en
el mundo del espectáculo, primero como boxeador amateur, luego en el mundo del
vodevil y el teatro, hasta que en los
años 30 se instala en California, conquista Hollywood, realiza cerca de cien
películas, y termina su larga y exitosa carrera, igual que buena parte de
estrellas de la gran pantalla, haciendo populares programas para la radio y la
televisión. La fuerte personalidad, la
versatilidad de sus registros interpretativos y el sutil sentido del humor
demostrados con generosidad han fascinado a varias generaciones de espectadores
de todo el mundo, especialmente, durante las décadas los 40 y los 50.
En la historia del
cine, Bob Hope es conocido principalmente por su asociación profesional con Bing Crosby y Dorothy Lamour, con quienes realizó un buen número de títulos que
lograron gran popularidad. Aun siendo menos célebre que el mencionado ciclo, Hope protagonizó también varias
películas con la expresiva actriz y bailarina Paulette Goddard, igualmente muy exitosas, como, por ejemplo, El
gato y el canario (The Cat and
The Canary, 1939) y El castillo maldito(The Ghost
Breakers, 1940), parodias en clave de comedia del género policiaco y de
terror.
No obstante, de esta
segunda asociación protagonista he
seleccionado esta semana un título no tan famoso como los arriba referidos,
pero que contiene un gran interés y muestra a un Bob Hope en plenas facultades, ingenioso y dúctil, y no tanto un
simple bufón como ordinariamente suele ser etiquetado por la crítica oficial. Me refiero a 24 horas sin mentir (Nothing
But the Truth, 1941), producción de la Paramount Pictures dirigida con
agilidad y destreza por el actor y director Elliott
Nugent, recordado por haber frecuentado, justamente, el género de la
comedia.
La película parte de
una base argumental tan prometedora como atractiva. T.T. Ralston (Edward
Arnold) es un stockbroker que dirige, junto a un par de socios, un despacho de
inversiones, donde colocan a sus clientes productos financieros, unas veces
beneficiosos y otros… menos, o sea, tan poco rentables económicamente que
llegan a confundirse con iniciativas benéficas. En semejante río revuelto
pretende intervenir/invertir su sobrina Gwenn (Paulette Godard) con una aportación de 10.000 $, que una
organización caritativa le ha confiado, aunque la gentil muchacha no distingue
con claridad lo tóxico y las toxinas.
El tío T.T. se
encuentra en apuros. Precisa desprenderse urgentemente de unas participaciones
ruinosas, procurando que el daño no salpique a la familia, sino a algún ingenuo
que pase por ahí. Oportunamente, acaba de incorporarse a la empresa un nuevo socio, Steve Bennett (Bob Hope),
quien sostiene puntos de vista opuestos a los de sus colegassobre la ética de los negocios. Y puesto que éstos evitan a Gwenn, es en
los bolsillos de éste donde la muchacha deposita los billetes que le quemaban
en las manos, con el compromiso asegurado de conseguir una ganancia del 50 %.
Al mismo tiempo, el bueno de Steve
sostiene la loca postura de que en los negocios como en la vida privada debe
decirse sólo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad…
Supongamos que un
cliente pregunta sobre la garantía y seguridad de determinada inversión, ¿debemos
decirle la verdad o no? He aquí la cuestión en liza disputada en el despacho,
la cual pronto llega a convertirse en apuesta
entre sus integrantes. El fin de semana están todos invitados al yate de T. T.:
10.000 $, si Steve consigue estar 24
horas sin mentir. La secretaria de la firma hace de testigo del reto,
recoge las cantidades en juego y las deja a buen recaudo en la caja fuerte de
la oficina. La parte proporcionada por el sincero Steve no es otra que la que Gwenn
acaba de entregarle.
La travesía a bordo
provoca toda clase de enredos y malentendidos, así como situaciones muy delicadas.
Los socios procuran no dejan un minuto a
solas a Steve (auscultando cada una de sus declaraciones públicas), e incluso
provocan situaciones que le pongan en un brete, cuando no en evidencia. Muy
divertida es la secuencia de la cena
en la cual los invitados quedan escandalizados ante las respuestas azoradas de
Steve al ser preguntado, presuntamente a modo de chanza o entretenimiento, por
ejemplo, por la edad que aparenta la buena señora sentada a su izquierda, si
está disfrutando de la velada entre amigos, entre otras situaciones comprometedoras.
Steve es por error, no exento de maquinación, unido sentimentalmente
con otra invitada en la nave de los líos, lo cual provoca continuas discusiones
en la pareja que todavía no lo es. Al tinglado general organizado desde la cubierta a los camarotes,
se une el director de la casa de la caridad que reclama a Gwenn la cantidad que
se le había confiado. Gwenn pregunta a
Steve al respecto, pero Steve no puede engañarla ni tampoco decir la verdad
hasta pasados las 24 horas sin mentir. ¡Oh, spoiler! Mas, ¿qué se esperaban ustedes que ocurra? Esto es nada
más y nada menos que una comedia…
¡Extra! ¡Extra!
El genio y la figura de Bob Hope, como todo buen
cómico, han sido muy imitados por parte de los colegas en el gremio. A tal grado ha llegado la sintonía e identificación
con el humorista de origen inglés que, finalmente, ha encontrado en el presente
una especie de reencarnación… Me
refiero, por supuesto, al actor cómico Kelsey
Grammer, famoso por su papel de doctor Frasier Crane, presentado en la
serie Cheers y, sobre todo, en Frasier, muy celebrada teleserie que
cuenta con un total de once temporadas.
Kelsey Grammer no
sólo tiene un portentoso parecido físico
con Bob Hope, de la cabeza a los pies, sino que, consciente de ello, remeda
en múltiples ocasiones los gestos, las muecas y los movimientos corporales del genial
Bob. Los creadores y guionistas de la serie Frasier,
entre los que se encontraba el infortunado David Angell (una de las víctimas,
junto a su esposa, de los atentados terroristas del 11-S), han sabido,
asimismo, sacar buen provecho de la semejanza, ideando muchos chistes, gags y
situaciones a la medida del sin par Hope/Grammer, este Jano de la comedia.
Música: Peter Brunelli, Louis De Francesco, J.S. Zamecnik
Fotografía: James Wong
Howe
Reparto: Spencer
Tracy, Colleen Moore, Ralph Morgan, Helen Vinson, Henry Kolker, Sarah Padden,
Billy O'Brien
Producción: Fox Film Corporation
Aunque habiendo trabajado para los
grandes estudios cinematográficos y con las primeras estrellas de Hollywood, William K. Howard(1893–1954)
no cuajó una filmografía especialmente notable. Muy bien considerado (y
posicionado) en la industria durante sus años de mayor actividad (años 30 y
40), profesional al que se recurre con frecuencia a la hora de codirigir y/o
poner fin a algunas producciones con conflictos o lagunas, con ello y con todo,
Howard ha pasado a la historia del cine sin pena ni gloria. A propósito… De
entre sus más de cincuenta películas realizadas, hay una en concreto que sí
tiene bastante interés y merece atención, titulada justamente Poder y gloria (The Power and the Glory, 1933),
y sin relación con la célebre novela de
Graham Green del mismo título.
Bien es verdad que el valor principal del film no reside en la labor del director
(bastante convencional, quien compone la cinta a base de flashbacks, sin garantizar siempre el fluido curso de la trama),
sino en otros factores. En primer lugar, destacaría el guión, firmado por Preston Sturges, el primero que logra vender en
un estudio y llevado raudamente a producción. Un buen trabajo de escritura
cinematográfica que ha sido calificado sin exageración como un claro precedente nada menos que de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941. Orson Welles). Y, en segundo lugar,
sobresale el estupendo reparto,
encabezado por un colosal Spencer Tracy
junto a Colleen Moore (muy famosa
durante el periodo silente y actriz fetiche de Mervyn LeRoy en dicha etapa) y Ralph
Morgan, en el papel de fiel amigo del protagonista y narrador de la verdadera historia del héroe del film.
Asistimos al comienzo de la película al
funeral de Tom Garner (Spencer Tracy),
enérgico empresario que logró levantar un imperio del ferrocarril comenzando
como simple mantenedor de las vías ferroviarias; un clásico, pues, de self man made. Pero, incluso en los Estados Unidos, el héroe que
triunfa en los negocios es visto por muchos con envidia y resentimiento, con animosidad
y aun hostilidad por parte de sus allegados y empleados. Todos menos Henry,
amigo de Tom desde la infancia (soberbio primer flashback que nos retrotrae a los años que se conocieron con claras resonancias del universo literario de Mark Twain
y las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn). La iglesia donde se
ofician las honras fúnebres del finado, está repleta de gente, pero sus
semblantes reflejan estar allí más por obligación que por devoción. Este hecho,
además de la gran pena que soporta por la pérdida del amigo, lleva a Henry a
abandonar el templo antes de finalizar la ceremonia.
Vuelve a casa abatido, y también su
esposa dirige comentarios de odio y resentimiento hacia Tom Garner: magnate
despiadado, que comandó la empresa con mano de acero, reprimiendo huelgas y no
cediendo a las exigencias de los sindicatos en los tiempos difíciles, que fue
un mal marido, infiel y egoísta, una mala persona, en fin. Esto dice la buena
mujer a su consternado marido que decide, entonces, revelar
la verdadera historia de Tom Garner, un buen amigo y un gran hombre, y, según
añade, a los grandes hombres, como Garner, no se les puede medir y juzgar con
criterios comunes, ordinarios y prejuiciosos.
Conocer la verdad del caso Garner y
hacer justicia a la memoria del personaje exige hacer constar lo que en
realidad hizo, pero también lo que le hicieron a él. Esta recreación de los hechos
en la vida del protagonista traslada al espectador a distintos episodios
relevantes de su biografía: cómo y cuándo se casó con Sally (Colleen Moore); los años difíciles en
la empresa; el ascenso en la misma hasta llegar al puesto de dirección; los
enfrentamientos con los empleados, pero también con los mezquinos y/o
pusilánimes consejeros de la empresa, de poco espíritu emprendedor y con
tendencia a lograr ganancias inmediatas y sin riesgo; los amores y desamores
vividos; la traición y el desengaño. Y al fin el trágico final. Y no digo más.
Después de todo, el film suele encuadrarse entre los característicos del periodo
precode, por lo controvertido de
algunos aspectos del guión.
Tom Garner fue un gran hombre, no
importa que la mayor parte de la gente no lo reconozca así. Pero, no se olvide
que detrás (a la sombra o en el interior) de todo gran hombre suele haber… nada
menos que todo un hombre.
Reparto:
Lucille Ball, Clifton Webb, William Bendix, Mark Stevens, Kurt Kreuger, Cathy
Downs, Reed Hadley, Constance Collier, Eddie Heywood
Producción:
20th Century-Fox Film Corporation
Con la obra cinematográfica de Henry Hathaway (1898-1985), suele ocurrir algo común
a los directores calificados de «artesanos», esto es, cineastas tenidos por demasiado comerciales,
muy productivos para los estudios en que trabajaron y artífices de un cine tan
variado como entretenido. Sucede, digo, que comúnmente sólo son recordados por un
reducido número de films famosos,
quedando en la sombra y sin revisar con atención el conjunto de su filmografía.
Con semejante actitud, y a propósito de Hathaway, no es de extrañar que films
como The
Dark Corner (en la versión española: Envuelto en la sombra, 1946), hagan honor a su título.
Aun con la traza de serie B, la película
seleccionada esta semana en Cinema Genovés es un trabajo muy notable que merece
ser ponderada como merece. Característico policíaco, subgénero detective
privado, cuenta con una cabecera de reparto muy efectivo y competente —Lucille
Ball, Mark Stevens, Clifton Webb, William Bendix—, aunque la única estrella de
la misma (la protagonista femenina) no sea habitual en este tipo de films. Los
demás sí lo son, hasta el punto de Clifton Webb prácticamente calca en esta
ocasión el papel llevado a cabo en el clásicoLaura (1944), dirigido por Otto Preminger.
Reconociendo, asimismo, su relevancia, no es tampoco este
capítulo (el casting) lo más valioso del film. Tampoco el argumento, ajustado al patrón del
género y no menos alambicada que su coetánea El sueño eterno (The Big
Sleep, 1946), realizada por Howard Hawks, si se me permite hacer un nuevo
cotejo.
Bradford Galt (Mark Stevens) es un
detective de poca monta que intenta sacar adelante una agencia, cuyo principal
atractivo está sentado a la entrada de la oficina: su secretaria Kathleen
Stewart (Lucille Ball). Durante el desarrollo de la trama principal, el
protagonista recibe una llamada telefónica en relación con el caso, mientras
atiende a dos clientes, madre e hija, que le plantean un rutinario asunto de
pelea familiar, lo cual nos da cumplida noticia, en una secuencia breve y
cruzada, de la categoría y escala profesional del despacho. Por si esto fuera
poco, en el arranque de la historia no es el detective quien sigue al
sospechoso sino el sospechoso quien le sigue a él.
También le persigue a Galt un pasado
oscuro desde el otro lado del país, en California, donde fue engañado por su
colega de oficio en un turbio asunto, purgando su error con dos años de cárcel.
Ahora, en Nueva York, tiene que volver a empezar, aunque el pasado vuelve a
hacer acto de presencia (complicado con otros aditivos locales), como si él
hubiese sido el culpable del embrollo y no la víctima. No estamos, pues, ante
un héroe impoluto ni un detective ejemplar, lo cual no obsta para que la secretaria
haya caído prendada por sus encantos masculinos y resuelva, finalmente, y con
firme determinación, el enredo en que nuevamente se ha visto involucrado.
El detective Galt lleva trajes gastados
y retocados con aguja e hilo, y su oficina, según observa con sarcasmo un
oficial de policía que le sigue los pasos, disfruta de “buenas vistas”:
las ventanas están a pocos metros de las vías del metro de superficie, cuyo rumor
metálico y chirriante lleva sin interferencias hasta el interior del edificio. He
aquí, por cierto, un elemento verdaderamente a destacar en el film: la banda sonora. Por dicho término entendemos no sólo la partitura original, sino los ruidos y las músicas que
enriquecen la ambientación de la película. Hay un par de secuencias que tienen
lugar en night clubs, en las cuales
escuchamos memorables interpretaciones jazzísticas a cargo de muy estimables
orquestas. En una de ellas, Kathleen no le pide al detective que descubra el
nombre de la pieza interpretada, sino que repare en la calidad de la misma. Asimismo,
las escenas de interior son amenizadas por canciones de moda, provenientes de
la radio encendida en un rincón oscuro de la estancia, que no vemos mas sí
escuchamos.
Con todo y en suma, todavía falta señalar el
principal aliciente de la cinta: la magnífica fotografía que, junto a la
diligente dirección a cargo de Hathaway, asegura una impecable y aun virtuosa
sucesión de secuencias. El director de fotografía, Joseph MacDonald, y Hathaway
se entienden a la perfección. Los juegos de luces y sombras, de transparencias y
trasluces, de dobles imágenes merced al empleo de espejos, todo ello recrea con
limpidez las oscuridades de un caso del cual sale, finalmente, bien librado (y
mejor acompañado) el detective Galt, interpretado con no menos pulcritud por
Mark Stevens, actor secundario fallecido en España en el año 1994.
Guión:
Jo Swerling, a partir de una historia de Harry Chandlee y Douglas W. Churchill
Música:
Irving Bibo, David Broekman, Bernhard Kaun
Fotografía:
Joseph Walker
Reparto:
Loretta Young, Robert Williams, Jean Harlow, Don Dillaway, Reginald Owen,
Edmund Breese
Producción: Columbia
La
adjetivación suele ser unas veces pomposa exageración y otras, mera
simplificación. Sea por lo general o
por lo particular, el adjetivo nubla la nombradía. Podrá, asimismo, abastecer
de popularidad a un nombre, mas no dotarle de excelencia y valor. Viene esta
cavilación introductoria a cuento de las
películas realizadas por Frank Capra y el cine capriano, capítulo de la historia del cine en el que tengo la impresión
de que sucede —aunque no sólo en él— tal fenómeno.
Frank
Capra es un cineasta célebre, considerado, no sin razón, como uno de los
grandes clásicos de la cinematografía.
Director estrella de la Columbia
Pictures, no sólo se posicionó con fuerza en la productora, hasta
convertirse durante décadas en su factótum de facto, sino que alcanzó
tremenda notoriedad, firmando algunos de los títulos más famosos en Hollywood y
en el mundo entero.
Dirige una comedia modélica, It Happened One Night (Sucedió
una noche, 1934), con Clark Gable
y Claudette Colbert, film al que le acompaña una famosísima sucesión de títulos, del
mismo género, aunque marcados por una señal de marca: películas caprianas. Por capriano suele entenderse el modelo de film inspirado tanto en el prontuario político-moral propio del New Deal rooseveltiano como en la religión católica, muy patente en el director de origen
italiano, todo ello trufado de buenismo, sentimentalismo (por no decir,
“sensiblería”) y emoción a flor de piel. El término contiene asimismo una elemental filosofía de la vida, según la cual con gran corazón y nobles
intenciones los sueños del hombre (héroe capriano: sencillo,
anónimo, ejemplar) pueden hacerse realidad, aconteciendo así lo
impensable y lo extraordinario: el milagro.
Lo capriano apunta a los trabajos más celebrados del cineasta nacido en Sicilia,
mas no precisamente a lo mejor de su producción. Director de gran talento y
dominando con innegable oficio el arte de hacer películas, Capra, antes de ser dirigido a su vez por el patrón capriano (o cuando
éste queda en un segundo término), tiene en su haber títulos
notablemente facturados y de muchísimo interés. El que he seleccionado esta
semana en Cinema Genovés es uno de
ellos: Platinum Blonde (La jaula
de oro, 1931).
A pesar del título original del film, el
principal valor de Platinum Blonde no descansa sobre el nombre, el arquetipo y el
mito (ya en estado de elevación) de Jean
Harlow. Ni es su protagonista absoluta. Conste que hablamos
de una estrella deslumbrante, que lució, para más señas, el sobrenombre
de rubia
platino. Tampoco el interés de la cinta queda fijado por la buena presencia de Loretta Young,
quien, por lo demás, consuma aquí una formidable interpretación.
Ocurre
en este caso que Jean Harlow no hace de
Harlow, sino, todo lo contrario,
de pretendiente convincente a novia formal, ajustada a las reglas
formales de la urbanidad, y, a continuación, esposa amorosa y fiel, o sea, la legítima.
La chatita presumida acaba con un palmo de narices al comprobar
que, finalmente, su marido, Robert
Williams, no la prefiere joven y rubia, sino young y morena, como Loretta.
Loretta
Young interpreta aquí a Gallagher, así nombrada en su lugar de trabajo, por el apellido y no propiamente por su nombre. Empleada
en un periódico, tiene como colega más próximo y querido a Stew, un tipo
simpático y con encanto, irónico y talentoso, el cual trata a Gallagher con
camaradería, viéndola como un compañero más y de ningún modo como preciosa
muchacha que, con discreción y secreto, le ama.
El
intrépido reportero es asignado por el director del diario a un caso de gossip column. Muy inspirada y divertida la escena en que el jefe
llama a gritos al empleado en la redacción, sin recibir respuesta: tras una
mampara, Stew está mostrando a Gallagher sus habilidades en una variante del pinball de bolsillo. Adivinando su presencia emboscada, el vehemente director
lanza un listín de teléfonos sobre el biombo y lo derriba, dejando en evidencia
pública a la pareja, de hecho entretenida en el inocente juego de manos, aunque aparenta ser otra cosa, de ahí la reacción ruidosa y jocosa de los presentes.
En
la mansión de los Schuyler residen el
vástago de la familia, demandado judicialmente por su prometida al haber roto
éste, unilateralmente, el compromiso matrimonial, y la hija, Ann, quien no es una
chica del montón sino una atractiva rubia platino. La joven echa el ojo al
reportero de inmediato, y coquetea con él. Así, con suerte, acaso dé carpetazo al escándalo que salpica el buen nombre de la casa,
lo retira de la primera plana, y acaso la cosa vaya a más. Las armas de mujer de la Harlow tienen su efecto, y puesto que con el
hijo no hay boda, la hay con la hija.
Pero, la pareja lleva una vida bastante dispareja. Ann es rica, sofisticada y esnob, amante de las fiestas elegantes y
los amigos refinados. Stew, en cambio,
es rústico y espontáneo, crecido en las calles y con hábitos de ordinary people. Pronto añora la vida
agitada y bronca de la redacción del periódico. Al volver a su lugar natural, descubre que Gallagher no
es, en realidad, un compañero más, sino su chica,
circunstancia que el muy cenizo ha tardado en advertir.
Aunque nadie lo diría observando el
reparto, la verdadera estrella del film
es Robert Williams, quien realiza en Platinum
Blonde un trabajo soberbio. Con un físico que recuerda al joven Mervyn Leroy y una forma de actuación
próxima al estilo enérgico de James
Cagney, Williams compone aquí un personaje simpático y socarrón, al tiempo
que demuestra sus grandes dotes para la comedia. Pocos lo recuerdan hoy, más
que nada por su infortunado destino.
Pocos meses después del estreno de Platinum Blonde, Williams contrae una aguda peritonitis (desdichada secuela
de un común ataque de apendicitis), con resultado de muerte. Tenía poco más de
treinta años. Seis años más tarde la compañera de reparto, Jean Harlow fallecerá también
repentinamente, si bien de manera todavía más prematura. Contaba veintiséis
años y por entonces Harlow ya era una superestrella refulgente, conocida
popularmente como la rubia platino.
Título original: Das Schiff der
verlorenen Menschen
Año: 1929
Duración: 121 minutos
Nacionalidad: Alemania
Director: Maurice Tourneur
Guión: Maurice Tourneur, a partir de la
novela de Franzos Keremen
Fotografía: Nicolas Farkas
Reparto: Fritz Kortner, Marlene Dietrich,
Robin Irvine, Vladimir Sokoloff
Coproducción Alemania-Francia: Max Glass
Film
La mera y caprichosa causalidad ha hecho
que, sin voluntad de construir un mini ciclo sobre Marlene Dietrich (periodo
silente), Cinema Genovés reseñe dos
películas consecutivas en la carrera cinematográfica de la actriz de origen
germano: Flor de pasión(Die Frau,nach der man sich sehnt. Curtis Bernhardt) y La nave de los hombres perdidos
(Das Schiff der verlorenen Menschen.
Maurice Tourneur). Dos films estrenados
en 1929, de producción alemana (este segundo en coproducción con Francia),
aunque con notorias diferencias entre sí. También con curiosas
coincidencias: se trata en ambos casos de los últimos trabajos en el cine mudo
que realizan Bernhardt y Tourneur.
Veamos las diferencias.
En primer lugar, la Dietrich no es en La nave de los hombres perdidos la estrella indiscutible de la cinta (de hecho, no aparece en pantalla
hasta casi mediado el metraje), compartiendo protagonismo con los actores
masculinos, el capitán del barco en que se sitúa la acción, Fernando Vela (Fritz Kortner); en menor medida, el
joven doctor William Cheyne (Robin
Irvine) y, sobre todo, el cocinero Grischa (Vladimir Sokollof), excelente actor secundario de origen ruso que realizó buena parte de su trabajo en
Hollywood, hasta el mismo año de su muerte, en 1962, dejando en su haber más de
cien películas (tan relevante es su papel en esta película que en el mercado anglosajónes conocida con el título de Grischa the Cook; en España, no ha sido
estrenada comercialmente).
En
segundo lugar, aun encarnando Marlene Dietrich a la protagonista
objeto del deseo y la lujuria de la tripulación del buque maldito donde aterriza, la actriz alemana no destila la
sofisticación ni el glamour perceptibles en Flor de pasión, y
que conforma su principal seña de identidad. Tampoco, ciertamente, la trama ni el
tratamiento de la película invitaban a semejante exhibición. Se ha dicho que la Dietrich hace en el film deClaudette Colbert y no es ésta una boutade ni una exageración.
La nave de los hombres perdidos es un film sórdido,
sólido en construcción y húmedo en contenido, con una magnífica fotografía en
claroscuro, que remarca su aspecto tenebroso y lóbrego, su estética astrosa y mugrienta. Cual film centrado en los bajos fondos y en la
escoria de una ciudad, la cinta dirigida con sabia destreza por Maurice
Tourneur lleva al espectador a una aventura en alta mar, donde es introducido en un
buque siniestro, igual que uno penetra en el túnel del miedo de una feria de
fieras. La embarcación Galatea parte de
Alemania con destino a Brasil, y tiene como especialidad el trasladar a asesinos,
ladrones y tipos con cuentas pendientes que saldar ante un tribunal de justicia,
y a quienes se ofrece una vía de escape. El capitán es un bribón de mucho
cuidado, inevitable rasgo puesto que debe comandar una tripulación roñosa, plagada
de indeseables y canallas de pelo en pecho, así como transportar a una
clientela no menos bribona.
Poco antes de partir en un nuevo viaje,
el capitán descubre la ausencia del segundo oficial del barco (llamémoslo así).
Ordena a un par de subordinados ir a buscarle a puerto, donde lo hayan borracho
en una taberna. Recibe una paliza y lo llevan a rastras al velero. La aparatosa
maniobra de embarque es advertida por el
joven doctor Cheyne, mostrándose dispuesto
a atender al herido e incluso a acompañarlo en un bote hasta el Galatea, para
así comprobar que llega en buenas condiciones. Una vez en cubierta, tras
presentarse ante el capitán y con la misión humanitaria cumplida, solicita ser
llevado a tierra de nuevo, recibiendo de éste como respuesta una sonora
carcajada. A continuación, el singular master and commander ordena partir en una travesía de tres meses de
duración.
Resignado a la idea de tan sombría
perspectiva, el doctor Cheyne deambula por la nave como alma en pena,
encontrando sólo compañía y buen trato en el
cocinero Grischa, el único miembro en el barco con traza de ser humano. A
poco de aproximarse a la costa americana, ambos advierten una llamarada en la
noche oscura y la cola de una avioneta
que se traga las aguas profundas. Un flashback
nos lleva a una fiesta de fin de año en Nueva York, donde Ethel Marley (Marlene
Dietrich), heredera de un millonario de la ciudad, tiene de pronto el antojo de hacer
ella sola un vuelo al interior de la noche del océano. La avioneta, por su
parte, tiene una avería, pierde aceite y cae. Tras ser rescatado el cuerpo caído del cielo y
llevado a bordo, descubren con sorpresa,
no exento de desconcierto, que el aviador es en realidad una bella aviadora.
Conscientes del peligro que corre en
semejante travesía, la instalan sigilosamente en un camarote sin dar parte a
nadie, y menos aún al perverso capitán. Éste, cruel y déspota, quien no cae
bien ni a su tropa canallesca, es víctima de un motín, encabezado por su segundo,
ebrio de resentimiento y hiel, que desea ser el primero. El capitán Vela es
tirado por la borda, perdiéndose en el horizonte. La feroz tripulación, junto a los pasajeros de mal
agüero, se torna ahora todavía más violenta y bestial. Recorre la
panza del barco buscando la bodega donde apoderarse de las barricas y botellas
de alcohol, y así celebrar la hazaña. En la exploración, la turba amotinada descubre a la
muchacha, quien es llevada junto a sus ángeles custodios en presencia del nuevo
capitán. Los sublevados ya reclaman,
tras el motín, un parte en el carnal botín.
Con aspiraciones de oficial y caballero,
el bellaco nuevo comandante ordena a Grischa que prepare una cena especial para
agasajar a la invitada de honor, junto al atribulado doctor. El cocinero, mientras labora en los fogones,
sabedor de la cercanía de la costa, lanza con un reflector llamadas de SOS.
Un crucero que se halla cerca advierte la señal de socorro y
pone rumbo hacia el origen de la misma. La maniobra de aproximación del enorme
buque es mostrada (montada) en paralelo con la insurrección de la canalla a bordo, ya completamente embriagada,
aunque sin ver apagada la sed de lascivia, así como la persecución que se organiza
a la caza de la pieza femenina. Finalmente (¡oh, spoiler!), el rescate tiene éxito, la jauría es neutraliza y las
aguas vuelven a su cauce.
El
cineasta Maurice Tourneur, padre del director Jacques Tourneur, es,
lamentablemente, mucho más desconocido y desatendido que su vástago, cuando labró una obra, tanto en cantidad como en
calidad, acaso de superior categoría y mayor interés. En La nave de los hombres perdidos, con la gran ayuda del equipo de
rodaje —especialmente, el director de fotografía, Nicolas Farkas— lleva a cabo un trabajo de lo más meritorio, un film intenso y angustioso (diríase casi
un film de terror), emocionante y con algunos momentos de factura sencillamente
magistral.
Sólo lo moroso de determinadas
secuencias (innecesariamente alargadas y/o ralentizadas en la acción), frena la
fluida narración del film. El resultado, con todo, es un trabajo soberbio, una experiencia difícilmente inolvidable,
principal motivo de que las dos horas de metraje del film resulten muy llevaderas.