Para mí, no hay otro director como John Ford. Desde mi punto de vista, nada ni nadie hay
comparable a Ford en la historia del cine. Sobre el arte de hacer películas,
está Ford y están los demás; todo sea dicho con el mayor de los respetos para
con los situados en un segundo nivel de excelencia, y compañía… Y mira que hay gigantes en esta industria maravillosa empeñada en hacer que los sueños
parezcan realidad. Sea como fuere, ante una película dirigida por Ford se me
antoja que tiene lugar una epifanía cinematográfica sin parangón.
No sé si ya se han dado ustedes cuenta de que a mí
me encantan los films realizados por John Ford. Me gustan tanto que dosifico su visionado. De los
otros cineastas (no los denominaré «el resto») me complace organizar ciclos de sus
películas, visionarlas una tras otra (una por día, quiero decir, nunca de corrido
ni en sesiones dobles o triples), por orden cronológico, hasta llegar a la leyenda «The
End» o «Fin», hasta el final, hasta acabar con las existencias. Y pasado un
tiempo, volver a empezar… Con los títulos de Ford no puedo hacer tal cosa. ¿Síndrome de Stendhal cinematográfico?
No sé. Tal vez porque contienen una tan colmada emoción, por ser esencia artística
concentrada, cine al límite, creatividad suprema, por tener demasiado corazón…
A lo más
que pueden llegar mi sentido y sensibilidad, por exigencias del guión, es a revisitar consecutivamente
tres películas fordianas, por ejemplo, las que forman la
Trilogía de la Caballería: Fort Apache (1948), La legión invencible (She
Wore a Yellow Ribbon (1949) y Río
Grande (1950).
He vuelto a experimentar esta gesta con ocasión de dos
lecturas recientes muy estimulantes: Un tronar de tambores y otras historias de
la caballería americana, de James
Warner Bellah, y Jinetes en el cielo, de Eduardo Torres-Dulce.
El volumen de relatos
de Bellah (Valdemar, 2012), incluye los cinco textos del escritor neoyorquino
que sirvieron de base para confeccionar los guiones de los títulos citados, y,
a partir de ahí, producir la trama y las imágenes del maravilloso homenaje que
Ford rindió a la Caballería de los Estados Unidos. Las narraciones llevan por
título: «Comando», «Masacre», «Misión
inexistente», «La gran cacería», «Partida de guerra». La lectura de la
Presentación del libro es, para decirlo elegantemente, prescindible. La propia
lectura del ensayo de Torres-Dulce proporciona al lector un más solvente
comentario sobre las afinidades y diferencias entre la fuente narrativa de los
films y los mismos films.
Porque el autor de Jinetes en el cielo (Notorious, 2011) —además de ocupar en la
actualidad el puesto de Fiscal General del Estado— es tan apasionado de los
libros como de las películas. Esta doble disposición explica que son constantes en el libro los careos entre páginas e imágenes que nos hablan de similar asunto: el cuadro de la épica, al tiempo que la
cotidianidad, de las tropas de la U.S.
Cavalry, un fresco apasionante de la vida en la frontera que
separaba —y enfrentaba a punta de flecha y fusil—a la nación americana y a las tribus indias
entre sí, y para lo cual recibió, en ambos casos, la importante influencia de
las célebres pinturas de Charles Schreyvogel, Frederick Remington y N. C.
Wyeth, entre otros.
Como no puede extrañar
a todo aquel que esté familiarizado con el cine de Ford, en los films que
componen la Trilogía, la atención por la
vida de los soldados y oficiales, así como el interés por sus vicisitudes personales
y domésticas, están muy presentes, más incluso que en las narraciones
originales. Igualmente, la inclusión de secuencias humorísticas y
características de la comedia, al objeto de suavizar la dureza —así
como la violencia y brutalidad— que acompañan las misiones del servicio en la
Caballería, son marca de la casa Ford. Por algo está presente, al frente de sus
camaradas de armas, el entrañable Victor
McLaglen interpretando al sargento Quincannon.
Eduardo Torres-Dulce, gran conocedor de la vida y la obra de
John Ford, no se limita en Jinetes en el
cielo a reseñar o a contar al lector el argumento ni a describir la preproducción
y rodaje —además del ya citado cotejo con los cuentos de Bellah— de estos tres
films perfectos sobre la Caballería. Las páginas del libro desentrañan y
analizan con precisión la ética y la estética de las
historias narradas. Porque en el cine de
Ford la épica está hábilmente armonizada con la poética.
Hay una manera de hacer películas que no basta con admirar
sino también que es preciso esclarecer, por la complejidad que encierran, a
pesar de —o precisamente por— la
sencillez, la pureza y la pulcritud con que están rodadas. He aquí un ejemplo más de la
genialidad de este director sin par. Para tan tonificante propósito, la
lectura del libro de Torres-Dulce resulta tan aleccionadora como cautivadora.
No se lee como una novela —tópico simplón—, mas leyéndolo, siente uno revisitar
con la mayor de la vivezas el mundo de John Ford en una de sus páginas más
inspiradas: la Trilogía de la Caballería.
No conocía la obra del FIscal, las otras las tengo apuntadas para ir comprándolas poco a poco, me refiero a las de Valdemar, sección Frontera, que tiene también El trampero, The searchers y Indian Country. La verdad, las referencias que tenía de Un tronar de tambores eran inmejorables. Bueno piano, piano...estupendo el post y el descubrimiento de Jinetes en el cielo.Abrazo.
ResponderEliminarAmigo Roy: el libro de Torres-Dulce es sólido y solvente. Muy recomendable. Con respecto a la serie de Valdemar, ya tengo casi en mi mesa de trabajo el libro sobre el que se basó el film 'The Searchers'. Probablemente, lo reseñe también aquí, en Cinema Genovés.
EliminarSalucines
Sin duda, para mi, Ford es el director; pero no solo de westerns, sino de cine que toque el tema del ser humano en cualquiera de sus facetas. Le estoy dedicando un repaso a su filmografía que he podido recopilar.
ResponderEliminarÁnimo, pues, Jack. Sólo con visionar la mayor parte de la obra de Ford (más de cien títulos) ya está uno graduado en cinefilia... Pero tómatelo con calma que, como digo en la entrada, esto es cine en estado puro. Y ya sabes que respirar oxígeno puro llega a marear.
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