Las primeras luces de otoño alumbran el tiempo artístico del árbol del membrillo. Momento idóneo para rememorar una de las obras maestras de la historia del cine español[i]
«A quien leyere.
[…]
Comienzo por la hermosa naturaleza,
paso a la primorosa arte,
y paro en la útil moralidad.»
Baltasar Gracián, El Criticón
1
Presentación
Concebida, en términos generales, como producción cinematográfica, ¿pertenece El sol del membrillo (1991) de Víctor Erice a la categoría de documental o filme de ficción[ii]? Probablemente, no sea ésta una cuestión previa gratuita ni irrelevante en la revisitación que aquí proponemos, a modo de homenaje, de una indiscutible obra maestra del cine español, diecinueve años después de su realización.
Las primeras lucen de la mañana bañan los planos iniciales de este filme ejemplar. Es otoño. Otoño de membrillo. Pero esto es sólo el principio.
La película de Erice muestra en una cronología y un espacio reales, el proceso de gestación de un cuadro a manos de Antonio López. El artista se propone llevar al lienzo un membrillero que hace algunos años plantó en el pequeño jardín de su estudio en Madrid. El filme sigue atenta y pausadamente las etapas de la tarea de López en sus más pequeños detalles. Asistimos, ya en las primeras escenas, como en una ceremonia de introducción, a la llegada del pintor al taller (he aquí el espacio) un sábado de principios de otoño (he aquí el tiempo) y a la preparación de sus instrumentos de trabajo. Contemplamos la disposición minuciosa que hace el sujeto creador del objeto a recrear, el árbol del membrillo, para así familiarizarnos con las técnicas minuciosas del pintor. Luego, el oficio y la vida. Todo ello, hasta arribar a los últimos planos del filme, en los que el director deja al pintor reposando, sumido en un sueño de creación y soledad. Atrás han quedado los trabajos y los días. Hay aquí, ciertamente, realismo, mas ¿nos hallamos ante un simple documento/documental, ante un reportaje?
Las escenas directamente dedicadas al proceso de realización del cuadro están combinadas en todo momento con el vivir cotidiano del artista. Vemos a Antonio López recibir la visita de algunos amigos (reales, no ficticios), quienes le acompañan, calladamente algunas veces, otras no, en su trabajo, mientras comparten unas pastas (unas «tortas») o beben té caliente, que con el paso de las horas llega a enfriarse. El tiempo, siempre, el inexorable tiempo.
Los miembros de su familia (familia real, asimismo, no actores; actores profesionales, quiero decir) pasan a verlo al estudio, a hacerle compañía. La esposa le recorta el cabello, las hijas cuidan de su vestuario, haciéndole probarse una americana, unos zapatos, recién comprados, prendas y complementos tal vez demasiado grandes para la talla que usa y calza. Dentro de la casa, al mismo tiempo, unos albañiles realizan obras de reforma en la vivienda. Todo parece indicar, entonces, que la película de Erice es sólo un documental[iii] sobre el pintor Antonio López. Sin embargo...
Las querellas teóricas sobre la distinción entre el género documental y el género ficción, en lo referente al cine, son tan antiguas y recurrentes como las polémicas sobre el realismo y la abstracción, cuando sobre teoría de la pintura deliberamos. ¿Es ésta una mera casualidad? ¿Cómo hay que interpretar, entonces, la apuesta de Víctor Erice por realizar esta película justamente en forma o apariencia de documental?
2
Arte y materialidad
Visionando El sol del membrillo de Víctor Erice, una impresión parece imponerse en nuestra mente por encima de las demás: la impresión suprema de la materialidad.
El arte de López transmite (o mejor, transpira) materialidad y corporeidad por todos los poros de su obra. Arte plástico a flor de piel, se sitúa muy lejos de una perspectiva estética espiritualista o idealista. A fin de mostrar esta circunstancia, el director concibe y monta el filme de manera que veamos al personaje fundido en todo momento con su producción, también con los mismos materiales que utiliza para trabajar. Las primeras secuencias, ya lo hemos visto, nos dan la pista: el pintor llega al estudio acarreando sus instrumentos de labor bajo el brazo. A continuación, prepara el lienzo, lo fija meticulosamente en el caballete, muy cerca del —materialmente, junto al— membrillero que servirá de vivo modelo. López no pinta naturalezas muertas…
La proximidad, física y a la vez mental, del sujeto y el objeto (pintor/árbol) en la obra artística no resulta aquí caprichosa. Queda así dispuesta porque es una consecuencia necesaria de la perspectiva artística de Antonio López, alcanzando, en última instancia, una dimensión moral. No reina en estas tierras de labor la elevada trascendencia, la vaga inspiración ni la intrépida abstracción. La inmanencia, la laboriosidad y la observación dominan la escena.
En un determinado momento del filme, Lucio Muñoz junto a otros amigos y sus esposas pasan a recoger al matrimonio López en el estudio. Van vestidos para salir. Reparando en el atrezzo montado en torno al árbol, hacen notar, con una combinación de extrañeza, no exenta de cierta guasa, la extraordinaria cercanía en la que pintor, caballete, y modelo conviven. López explica —y repite la lección en otras ocasiones a quienes le inquieren sobre dicho pormenor, nada menor— que él necesita estar físicamente al lado del modelo, el membrillero, verlo, olerlo y sentirlo próximo, a fin de acompasar sus propias vivencias con el movimiento físico del árbol, cual si se tratasen de dos vidas paralelas.
En otra secuencia, unos visitantes venidos de Oriente son informados de algunas peculiaridades de la técnica pictórica de López, por ejemplo, por qué marca las hojas y los frutos del árbol con señales, cruces y líneas, como en un gráfico.«Yo voy acompañando al árbol»; «[me sitúo en] paralelo al desarrollo del árbol», responde el pintor.
En otra secuencia, unos visitantes venidos de Oriente son informados de algunas peculiaridades de la técnica pictórica de López, por ejemplo, por qué marca las hojas y los frutos del árbol con señales, cruces y líneas, como en un gráfico.«Yo voy acompañando al árbol»; «[me sitúo en] paralelo al desarrollo del árbol», responde el pintor.
Sucede aquí que los dos protagonistas de la experiencia pictórica, el pintor y el membrillero, se mueven al mismo son y compás, comparten idéntica atmósfera, evolucionan conjuntamente, convergen en una misma experiencia y un mismo destino. Me pregunto seriamente, sin ironía: ¿no es esto, literalmente, conmovedor?
Sujeto y objeto artísticos son dos entes que se necesitan mutuamente, y el pintor siente que la única manera posible de captar la realidad es fundirse con la realidad. Al árbol, tótem vivo y vigoroso, le rinde culto, a través del trabajo. Al membrillero, representación del poder de la naturaleza y la belleza, se somete respetuosamente el artista. A él le debe su obra. Junto a su esposa María («Mari»), arrobado ante la exuberancia del modelo, declara como en una letanía: «¡Qué bonito! ¡Qué bonito!».
El éxito o el fracaso esperan al artista tras el esfuerzo por captar la forma y la luz del objeto. Pero eso no importa. La verdadera experiencia estética, el preciso valor y la auténtica recompensa residen en el hecho mismo de pintar el árbol, y pintarlo, no de cualquier forma, sino, precisamente, junto al árbol, al lado del árbol. Decía el realizador vienés Ernst Lubitsch, a propósito del arte cinematográfico, que hay muchas formas de rodar una escena, pero, en el fondo, no hay más que una. Distintos oficios, similar menester de maestría.
En la profesión de fe, casi panteísta, y en la precisión y el perfeccionismo, del pintor hallamos el elemento determinante del significado del filme, pero también del arte de Antonio López. El fin no es el final, ni significa acabamiento.
En todo momento, la experiencia artística queda descrita en la película como un gozoso testimonio de corporeidad, materialidad y sensualidad. Erice centra así la mirada cinematográfica en los detalles más físicos del proceso de reproducción/recreación del membrillero, situando al sujeto protagonista tanto con los elementos (el bastidor, la tabla que sujeta la tela, el caballete, los pinceles, los aceites, los pigmentos: el taller de pintura a la intemperie…) cuanto contra los elementos (la lluvia, la falta de luminosidad solar, el viento, el barro, el paso del tiempo…). Llevar con la retina y el pincel el membrillero al lienzo consiste en captar la esencia, las formas y, sobre todo, la luz que le hace refulgir, y que tanto se le resisten al pintor. Lo han discutido los filósofos durante siglos: no es asunto claro y sencillo que la cosa en sí pueda hacerse realidad como fenómeno.
La luz natural, efímera y cambiante, irrumpe y se oculta raudamente tras las nubes en estos días de otoño. Transcurre ligera y morosa, caprichosa e inaprensible, según le marca el ciclo solar. El artista (el pintor, el cineasta) sólo dispone, entonces, de unos minutos cada día para recoger el momento mágico de la luminosidad imprescindible con la que hacer posible el alumbramiento artístico. Así de real es la fugacidad de la luz y de la vida. Así de fugaz es la realidad. Así de eterna. ¡Qué ricos significados cobran en este punto los versos de Goethe, aquellos que en el Fausto cantan, con ánimo seductor y trágico a la vez, a la eternidad:
«Si un día le digo al fugaz instante:
“detente, eres tan bello”,
puedes entonces cargarme de cadenas,
entonces, consentiré gustoso en morir.»
Los pertinaces chubascos otoñales caen de repente, inmisericordes, sobre el trabajo del maestro, robándole la luz, pero también el espacio. Vemos a López, firme ante el lienzo, como el marinero tomando el timón del barco bajo la tormenta, chapoteando en el barro bajo la lluvia, protegidos los pies por plásticos, abriendo zanjas con la azada a fin de canalizar las vías de agua y de no perder la posición tomada, la perspectiva artística, la mirada sedienta de inmortalidad. El viento bate las hojas, privando al árbol del membrillo de la quietud necesaria con la que poder quedar sellado en el cuadro. Diríase que quisiese escapar de quien ansía robarle el alma, hacerlo detener, que es el fallecer.
El objeto artístico, expuesto, como puro cuerpo, neta materia, físico objeto, es susceptible de ser contemplado, pero también olido, palpado, incluso comido. Los albañiles que trabajan en la casa/taller prueban el sabor de un membrillo y evalúan la calidad del fruto. Previamente, lo han lavado, para así borrarle las marcas de pintura. En ese justo momento, la pieza ha dejado de erigirse en objeto artístico para tornarse alimento. Siendo materia que se consume, el cuerpo parece triunfar, no obstante, sobre el espíritu. Aunque acaso no sean, materia y espíritu, sino las dos caras de una única realidad.
El sentido trágico del arte salta aquí a la vista. La creación artística es una lucha heroica del creador con su obra. Erice introduce al respecto una clarificadora evocación de la antigua Grecia, reiterada en varios momentos del filme. La referencia, la relación ahí mostrada, no supone un simple adorno retórico, ni conlleva una intención meramente decorativa. Una enorme estatua de escayola representando a Venus se alza en el taller, al fondo, observando y presidiendo el entorno, muchos siglos por detrás y varias cabezas por encima de los hombres presentes. La película trascurre, mas lo clásico perdura. En los últimos compases de la película, el pintor evoca una pasada estancia en Atenas al contemplar una fotografía de la Acrópolis. María, hace un apunte en papel del marido tendido sobre la cama. Todo ello le aviva el ánimo y le despierta el deseo de volver a la cuna de la belleza. Y es que el alma del artista siempre anhela retornar al lugar de donde en realidad procede.
— Mari, tenemos que hacer un viaje antes de fin de año.
— ¿Adónde?
— A Grecia.
Grecia y el Renacimiento. López y Enrique Gran conversan ahora en el interior del taller frente a una reproducción del Juicio Universal de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, bajo la égida de la Venus griega, siempre al fondo. El director planifica la escena de modo que los encuadres hablen más claro aún que los protagonistas. Conversan sobre la inmortal obra. El asunto desemboca en un cotejo del modelo artístico y humano renacentista (Miguel Ángel) y del griego (sale a colación el nombre de Fidias, mientras no perdemos de vista la imponente y sensual presencia de Venus; igualmente podría haberse citado a Praxiteles). Resultado del careo: por un lado, el Renacimiento muestra una espiritualidad castigada, culpable, fracasada; a pesar de su complexión carnal y musculosa, prima ahí la visión negativa de la corporeidad y la vida. Por el otro lado, la antigua Grecia y la alegría jubilosa, Apolo, pero también Dionisos, la inocencia, la asunción positiva de la materialidad.
Grecia, eterna Grecia. Las imágenes cinematográficas hablan por sí mismas, sin afectación, sin grandilocuencia. La excelsa belleza, parecen decirnos, no necesariamente sublime, ha podido plasmarse y conquistarse, no desde el proceloso encantamiento de la inspiración y la etérea espiritualidad del artista, sino desde el trabajo —constante, doloroso, trágico— con el que el artista arranca a la naturaleza —el mármol, la piedra, la arcilla— sus misterios y riquezas.
Miguel Ángel, quién lo duda, también luchó hasta el final de sus días con el mármol (moldeándolo, golpeándolo), buscando extraerle la gloria que guarda en su interior. Pero no supo, o no pudo, penetrar en la materia sin culpabilidad. Los griegos, sin embargo, seres más libres que los hombres del Renacimiento, crearon una belleza intemporal, sin los complejos, las ataduras y los temores del hombre moderno. Para los antiguos, el ser material era el alma de las cosas. En la materia, los helenos ingresan con la inocencia propia de quien está persuadido de que la eternidad no se pierde en el tiempo, sino que retorna una y otra vez allí de donde emergió. En la materia entran con la misma naturalidad que de ella salen.
El sol del membrillo constituye un homenaje al arte y a sus protagonistas, entendiendo el arte, la obra artística, en primera instancia, como la obra bien hecha. Poco importa lo que tome de la realidad para plasmarlo en objeto artístico, pues cualquier cosa puede transfigurarse en obra de arte. El membrillero es un objeto más en el mundo, mas, en el mismo instante en que comienza la creación artística, pasa a ser el objeto principal de la naturaleza; al menos, a los ojos del pintor que pretende inmortalizarlo.
El arte no es más ni menos que esfuerzo, sufrimiento y labor. La escritura cinematográfica de Erice es clara; la planificación, la iluminación, la banda sonora, el montaje, estimulan con maestría la emoción y el entendimiento de esta travesía en pos del tesoro de la belleza. Vemos a López afanarse en su tarea, mientras un grupo de albañiles polacos realizan obras de reforma en la casa/taller del pintor. La cámara no deja de registrar distintos momentos de la jornada laboral de los operarios: la llegada a la vivienda al amanecer y la salida al atardecer, ajustándose las prendas de trabajo, en plena faena, comiendo, charlando, descansando. Erice monta las escenas del quehacer del albañil en paralelo al del pintor, tanto en la esfera del trabajo como en el de la vida cotidiana. Casi al final de la película, uno de los albañiles enluce con la paleta una pared de la vivienda. A su lado, un caballete sin jinete, sin lienzo, por su dueño tan vez olvidado…, completa el encuadre. Un pañuelo le cubre la cabeza, no descubrimos el rostro del laborioso personaje, pero en las paletadas de yeso con que luce el muro percibimos un aire, una especie de pincelada.
Cuando, finalmente, la lluvia arrecian y hacen peligrar la santidad del territorio del membrillero, operarios y pintor, en «procesión», trasladan un toldo de plástico y lo emplazan sobre el membrillero para protegerlo del aguacero: literalmente colocan al árbol y su circunstancia bajo palio. Más tarde, al ser retirado el dosel, cuando los pinceles vuelven a la caja de pintura, y el lienzo, sin terminar, es almacenado en el sótano, a la espera de la resurrección, el árbol vuelve a quedar a la intemperie, devuelto en su integridad al medio natural. Consumado el tiempo artístico, el espacio sufre ahora una vital transformación. El taller de pintura vuelve a estar en el interior de la vivienda (ahí retoma el pintor nuevas tareas) y el jardín recobra su condición nativa (allí el membrillero empieza a perder hojas y frutos, volviendo a germinar en la primavera próxima).
Cuando, finalmente, la lluvia arrecian y hacen peligrar la santidad del territorio del membrillero, operarios y pintor, en «procesión», trasladan un toldo de plástico y lo emplazan sobre el membrillero para protegerlo del aguacero: literalmente colocan al árbol y su circunstancia bajo palio. Más tarde, al ser retirado el dosel, cuando los pinceles vuelven a la caja de pintura, y el lienzo, sin terminar, es almacenado en el sótano, a la espera de la resurrección, el árbol vuelve a quedar a la intemperie, devuelto en su integridad al medio natural. Consumado el tiempo artístico, el espacio sufre ahora una vital transformación. El taller de pintura vuelve a estar en el interior de la vivienda (ahí retoma el pintor nuevas tareas) y el jardín recobra su condición nativa (allí el membrillero empieza a perder hojas y frutos, volviendo a germinar en la primavera próxima).
¿Sería correcto o prudente equiparar la actividad de los albañiles y la del pintor? No completamente, pues existen diferencias entre ellos. Por ejemplo, en lo que respecta a los medios y a los fines, pero también a los resultados. Después de todo, los operarios consiguen acabar convenientemente su «obra» en el tiempo previsto. Y el pintor, no.
[i] El presente texto fue publicado inicialmente con el título de «Bajo la luz del membrillo, diez años después (A propósito de la pintura de Antonio López y el filme de Víctor Erice El sol del membrillo)» en la revista Debats. Institución Alfonso el Magnánimo, Valencia, nº 74, otoño 2001, pp. 137-143. Una posterior versión electrónica del mismo fue publicada en la revista El Catoblepas bajo el título de Otoño de membrillo. En esta nueva edición del ensayo he introducido modificaciones de redacción y.
[ii] El sol del membrillo ha recibido los siguientes premios: Cannes 1992: Premio del Jurado; FIPRESCI; Chicago 1992: Hugo de Oro; ADIRCAE 1992: Mejor Dirección; Montevideo (Uruguay): Primer Premio del Jurado; Delegación Vizcaína del Colegio Oficial de Arquitectos Vasco-Navarros (COAVN), al cineasta y al pintor Antonio López: Premio Titanio 2005. Acaso una confirmación de que nuestra pregunta no resulta retórica ni ociosa sea el advertir este dato revelador: en el Festival de Chicago ganó el premio al mejor filme de ficción y en Cannes, al mejor documental.
[iii] No entienda el lector que minusvaloro el documental frente al filme de ficción. Tengo un gran interés por los documentales, género cinematográfico con un lenguaje propio. Dilucidar esta cuestión (las peculiaridades lingüísticas, pero también técnicas y discursivas de cada género) es lo relevante en nuestra exposición a propósito de El sol del membrillo.
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