Una
exposición celebrada en Madrid en 2008 sobre la obra de Basilio Martín Patino (1930-2017) llevaba el rótulo
siguiente: Espejos en la niebla (Un
ensayo audiovisual). ¿No tenemos ya perfilado en esencia, resumido en
los susodichos título y subtítulo, la personalidad y el carácter de este trabajador
de imágenes? Porque difícilmente
podemos referirnos a Martín Patino como «cineasta» o, al menos, tenerlo por un
cineasta y nada más. Ha hecho películas, en efecto. ¿Por qué no calificarle,
en consecuencia, hacedor de films? Con esta fórmula, por
irnos más lejos, al otro lado del océano Atlántico, suelen referirse en Estados
Unidos al director de cine; en inglés, moviemaker o filmmaker.
En
Europa ha triunfado, por el contrario, la expresión «autor» (del francés «auteur»)
para identificar tal actividad, locución que subraya la faceta creativa,
ilusionista, del cineasta en detrimento de la meramente artesanal, operativa,
fabril. Desde una perspectiva material e histórica, la faena realizada por Martín Patino
está más cerca de la dimensión práctica y productiva característica del cine representado
por los hermanos Lumière, que,
por ejemplo, la simbolizada por Georges Méliès.
A
propósito de Patino, nos hallamos ante un personaje inequívocamente español, diríase que obsesionado por España
y su historia; por una España, eso sí, pasada por una mirada neblinosa,
un sentimiento agónico, una pasión agonista, una posición agonal ante la
realidad, propia de un dios pagano, tal que el Jano de la antigua Roma. Como
divinidad con dos cabezas, así veía y sentía España este castellano seco que
fue Martín Patino. Moneda de dos
caras, al fin y a la postre, tan sólo una de ellas cuenta. Lanzada
al aire, siempre sale cara. Al otro lado, no hay faz, sino facha (en italiano, faccia), el signo de la cruz. En este
caso, más que una representación con dos rostros, mirando cada uno en la
dirección contraria, ignorándose, el
perfil uniforme, las imágenes concebidas por la cabeza unívoca, de Martín
Patino están señalados por el antagonismo, por mostrar caras con las frentes
opuestas, por aquello del enfrentamiento.
¿Estoy
refiriendo algo semejante a mirarse el ombligo? Más bien, mirarse en el espejo
del propio ser. O no ser. En uno de los trabajos de Martín Patino, La seducción del caos, el
personaje interpretado por Adolfo
Marsillach observa cómo se rompe en pedazos el cristal que refleja su
figura. Olvídese el analista dialéctico de interpretaciones rebuscadas, de
homenajes a Orson Welles, que si Ciudadano Kane, que si La
dama de Shanghai. No hay nada de eso. Atendamos nuevamente al título: La seducción del caos. ¿No
está claro? El caos es aquí el
caso, un casus belli. Y a la sazón no hay componendas ni reconciliación que valgan. La lucha
agonal es, en este caso, a vida o muerte. Tampoco existe la menor
tentación por ajustarse a la corrección política, porque en rigor las
composiciones de Martín Patino no forman un corpus
político. Elevándose por encima de lo político, acaban aterrizando en lo más
profundo del cerebelo memorioso.
¿Por qué denominar «cine» el trabajo de Martín Patino? Más que
dirigir películas, ha hecho productos manufacturados; más que
imágenes en movimiento, foto fija.
¿Cine documental, entonces? Diríase
que documento puro y duro. O por
mejor decirlo aún: testimonio y alegato. Corpóreos y físicos como
los artilugios, las linternas mágicas y los zoótropos que tanto le gustaba fabricar, coleccionar, archivar.
Veamos
sus documentales y reparemos en el montaje:
seco, duro, tajante. La banda sonora
suena a altavoz. Las palabras retumban como soflamas. No da tiempo al
espectador para la reflexión. Se busca la exaltación del ánimo, la emoción, la
palpitación, la agitación.
¿Cine de arte y ensayo, en suma? Demasiada visceralidad y ardor para clasificarse así. Sorprende,
no obstante, la profusión de seminarios, ciclos, monografías y estudios sobre
Martín Patino. Aunque, bien pensado acaso sea necesario un sesudo análisis para
penetrar en niebla tan espesa. ¿En qué quedamos, pues?
¿Ensayo audiovisual, en
fin? Sí, así
es. A ver si de esta forma dejamos de una vez la disputa. Y es que,
después de todo, no vale la pena abrir otro frente, otra disputa, para
comprobar quién tiene razón, quién gana esta vez.
Basilio Martín Patino, descanse, finalmente, en
paz.
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