¿Nos tomamos en serio
las películas de Paul Verhoeven?
Vamos allá. Me temo, en consecuencia, que no podremos dejar de lado la influencia de Eros y Thánatos en la
conducta humana. Ni mucho menos dejar de explorar el impacto que tienen ambos
conceptos en la filmografía del cineasta oriundo de Ámsterdam (Holanda). La procedencia
del personaje, en este caso, salta a la vista, y no puede ignorarse. Cabría
incluso hacer ostentación de ella. Así de clara y transparente es la ciudad
portuaria holandesa: una urbe abierta en canal, tal que el «Buey desollado» de Rembrandt, dejando al descubierto las tripas y
liberando las obsesiones más ocultas, los deseos más reprimidos, los sueños más
retorcidos. Fíjese bien la mirada en tela tan flamenca. Medio oculta entre las sombras, entrevemos una figura espectadora, que
no quita ojo a la pieza de carne pelada, probable consumidora de un objeto que
no tendrá vida, si bien servirá de alimento a los individuos con estómago que
llenar y apetito por complacer.
Rembrandt, El buey desollado, 1655
¿Quién ha dicho que todo esto no es bello? Es bello y poco
sublime, bello y muy siniestro, bello sin velo, verlo para creerlo. No nos referimos aquí,
bien es verdad, a una belleza pulcra y límpida, a una preciosidad, a un primor,
sino a un tipo de belleza afectada ―o mejor, atacada― de fealdad, y algo de
monstruosidad, que produce escalofríos y a veces hasta cierta repugnancia, sólo
de contemplarla. Ah, pero es una belleza que fascina e hipnotiza, como la
mirada de una serpiente. Así de bruta es
la naturaleza muerta.
Pero, ¿no íbamos a
tratar del cine de Verhoeven,
cineasta venido al mundo en Ámsterdam para dar que hablar? Es dique jamás seco, siempre sediento, ansioso de consumir licores
fuertes y abrirse a experiencias excitantes, una garganta profunda sin fondo,
un Gargantúa y un Pantagruel reunidos en franca francachela, sin pelos en la
lengua. Un fondeadero en el que echar el ancla y adentrarse en territorio
caliente, un barrio iluminado con chirriantes luces rojas de neón, donde uno
penetra huyendo del frío y la soledad, temiendo la inercia y no los callejones
oscuros. Una villa villana, obscena, descarada, desinhibida, entregada a la revista
pública y al deseo impúdico, sin reservas. Veo ventanas de las viviendas sin
cortinas, a pie de calle, semejando ser escaparates más que vitrinas, escenarios
de café teatro y de vida cotidiana en lugar de aposentos, watching room más que living
room, salas de exposiciones en vez de salón de estar. ¡Chicas, al salón!
Barco a la vista.
Delicias turcas (Paul Verhoeven, 1973)
Tras dejar agotados a los nativos holandeses ―acostumbrados, cierto
es, a la carne cruda, los ahumados y los brebajes potentes, sin hacer ascos a
los delicatesen, pero todo tiene un límite―, Verhoeven cruza el océano Atlántico buscando hacer las Américas, o sea,
hacer las delicias del público estadounidense. Nada tiene de puritano
peregrino, como sí lo tenían, y mucho, sus antepasados en el siglo XVII,
venidos de menos a más, o en eso se empeñaron aquellos hombres y mujeres
vestidos de oscuro. Verhoeven en
Hollywood es un holandés en colores y en cinemascope. Atrás quedó la
estrechez del presupuesto, el acento local y los films en blanco y negro. Es
momento de hacer cintas a lo grande, de
transformar a los señores (y a las señoras) de acero en robots policía, en
mutantes viajeros, en maquinas de sexo, en ejércitos galácticos.
En el set de rodaje de Robocop (1987)
En el set de rodaje de Desafío total (1990)
Se dirá que en Los
Ángeles, espacio soleado que cultiva, como en el Mediterráneo, sabrosas
naranjas, todo esto queda un tanto glacial, de una frialdad metálica, gélida, que no frígida. Es, por tanto,
cuestión de no cruzarse de brazos y demostrar que el movimiento se demuestra
andando, aunque las piernas no sirvan sólo para caminar. El realizador errante logra
en América algunos taquillazos, seguidos de algún gatillazo, por lo que pronto
comienza a cojear. Para no quedar encerrado en el refrigerador, como un plato
precocinado, ni ser incluido en la lista negra, vuelve a Holanda, a la
coproducción europea, a probar fortuna de nuevo. O sea, al Eros y al Thánatos,
si queremos tomarnos en serio las películas de Paul Verhoeven.
Instinto básico (Paul Verhoeven, 1992)
Hola, Fernando, buenos días; no conozco la obra 'holandesa' de Verhoeven, aunque tengo alguna referencia (leída) de ella, y en cuanto a la 'usamericana' más notoria, que sí que he visto (concretamente, las tres pelis que ilustras con fotografías), no me llama mayormente la atención, aunque sí que le reconozco su condición de entretenimientos solventes. Espero que profundices más en la línea abierta con el artículo, y procuraré estar atento a la lectura.
ResponderEliminarUn abrazo y hasta pronto.
Pues, no creo, Manuel, que profundice mucho más en un cineasta cuyas pelis tampoco me interesan demasiado. Creo que con lo que dicho y hecho ya es suficiente.
EliminarSalucines
Después de un tiempo sin pasarme, espero que no me condene, aunque aquí el juez sea yo, vengo a hacerle la vista de rigor.Memorable entrada sobre este holandes errante. Es imagen de Sharon Stone siempre la tengo asociada a un mando a distancia, era época analogica y era dificl verlo, ahora en blue ray uno puede hacer virguerias...
ResponderEliminarSaludos y abrazos
Roy
Puede usted pasarse por aquí, amigo Roy, cuando pueda y desee hacerlo. Sin más. Aunque, me parece que tendré que sacar con más frecuencia fotos de Sharon Stone para atraer su atención...
EliminarSalucines