Érase una vez un guionista
aficionado a las películas, a dar el espectáculo y a llamar la atención. Un día
claro quiso seguir la senda de Steven Spielberg — quizás también la de David
Lean o incluso de Bernardo Bertolucci— , pero al penetrar en la noche oscura,
acabó convirtiéndose en un sosias de Michael Moore. Le va el género documental,
en general. Pero no tanto con el fin de interpretar el mundo, sino de
transformarlo. La historia oficial y los grandes relatos le interesan según lo
que cuenten y cómo. En cualquier caso, nuestro hombre en La Habana está siempre
a punto para reescribir los hechos, abrir expedientes, reabrir los casos,
cerrar contratos, convencido como está de que al final la historia le
absolverá.
Oliver
Stone practica el film-documento en formato espectáculo o en plan casero, según
las ocasiones, dependiendo del tema y personaje a tratar o retratar. Se sirve
para ello tanto de un travelling y una grúa como de una steady-cam, siempre con similar soltura, como quien edita sus
textos con parejo entusiasmo, sea en las prensas de una gran editorial o en una
rudimentaria vietnamita. Sea como
fuere, logra con facilidad ser la estrella del show, el centro del mundo, el deus ex machina, el nuevo Prometeo, pero
no en el sentido de la tradición occidental judeo-cristiana, sino tirando más a
lo oriental, entre el Tao y Mao.
A la vista de los resultados obtenidos en la gran industria o la manufactura, hay que reconocer que no
llega al virtuosismo de Leni Riefenstahl. Principalmente, porque posee (o es
poseído por) un carácter demasiado nervioso e inconstante, que le lleva a
transitar de la elegía y el culto a la personalidad al libelo y al reportaje
escandaloso, sin sucesión de continuidad, sin medias tintas. Tampoco puede
compararse su trabajo al de Sergei Eisenstein, puesto que las masas le
interesan poco, sólo para hacer de extra o figurante en los films de gran
presupuesto, nunca hasta el punto de darles protagonismo. Para este
excombatiente de la guerra de Vietnam, con síntomas de sufrir estrés postraumático, al que añadir un tropical síndrome de Estocolmo, los verdaderos
protagonistas son gente importante, no corriente; gente conocida y relevante,
rica y famosa. Como él mismo.
Érase una vez un cineasta con tendencia
al género épico que no ha acabado de asimilar la obra completa de William
Shakespeare, si bien se le ha quedado grabada una frase que puede servir de
bandera —o epitafio— a su filmografía: la vida es una historia contada por un
idiota, llena de estruendo y furia, que nada significa. Y así acaba el cuento.
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