Título: Oci ciornie
Año: 1987
Duración: 118 minutos
Nacionalidad: Italia
Director: Nikita Mikhalkov
Guión: Alexander Adabachian,
Suso Cecchi d'Amico, Nikita Mikhalkov (basado en cuentos de Anton Chejov)
Música: Francis Lai
Fotografía: Franco di Giacomo
Reparto: Marcello Mastroianni, Silvana Mangano, Marthe Keller, Yelena
Safonova, Pina Cei, Vsevolod Larionov
Productora: Excelsior Film TV / RAI Uno
¿Qué tienen esencialmente en común el cine italiano y el ruso? Pues, uno
diría —así, a bote pronto— que las inherentes a la industria y al oficio
cinematográfico, y poco más. A menos que algún sesudo crítico me descubra el
mediterráneo que baña y aclara tamaño asunto teórico-práctico. ¿Y qué decir de
las diferencias existentes entre la cultura, la sensibilidad y la concepción
del mundo en el país mediterráneo y en el inmenso territorio euroasiático? Pues
eso, que son inmensas. Entre un latino y
un eslavo, se mire como se mire, hay bastantes kilómetros de distancia.
Es por esto que concebir un proyecto
cinematográfico, como Ojos negros,
basado en cuentos del escritor ruso Anton Chejov, un film ambientado
buena parte del mismo en territorio ruso (escenarios reales), bajo una
producción italiana, puede generar cierto escepticismo en cuanto a los
resultados. Pues bien, digámoslo ya: disipen ustedes cualquier duda o
prevención, porque Oci ciornie es que una obra excepcional, un
hermosísimo film que a mí, personalmente, me encanta.

No se trata de una co-producción
ítalo-rusa (en 1987, Rusia todavía pertenecía a la Unión Soviética), lo que no
hubiese beneficiado, a mi juicio, el resultado. Pudo optarse, sin eslavos
inconvenientes, por el género de la comedia para vehicular la historia. Porque en la comedia, los italianos son unos maestros
indiscutibles; más convincentes que los rusos, me parece a mí. No obstante, fue un gran acierto haber contratado a un
director ruso, de estilo tan minucioso y depurado como Nikita Mikhalkov, para dirigir el proyecto. Un realizador preciso y
controlado a la hora de rodar secuencias de interiores, pero no menos inspirado
y bien dotado para recoger con su mirada azul el alma de las ciudades y la
estepa rusas.
Otro gran acierto del film es el
reparto. Y, por encima de todo y de todos, brilla con luz propia Marcello
Mastroianni, que está —¿cómo decirlo en una sola palabra?— colosal. Perfectamente acompañado por Silvana Mangano
y Marthe Keller. Por lo que respecta
a Yelena Safonova (Anna, la dama rusa del perrito) cumple bastante bien su papel, sabiendo Mikhalkov qué y cuánto protagonismo
concederle en la cinta. Primero, por las propias posibilidades interpretativas
de la actriz, y, segundo, porque la
fuerza y el atractivo del personaje que interpreta residen más en sus evocaciones que en sus
presencias, en sus apariciones
que en sus manifestaciones.
La
estructura del guión es impecable,
asumiendo con valentía y destreza el siempre difícil recurso estructural de un
largo flashback como hilo conductor
de la narración. El pulso de la dirección es contenido y justo, punteado con
insertos y saltos al presente más que correctos, rigurosos.

Pavel (Vsevolod
Larionov), hombre maduro y apocado, pasajero en un crucero de luna de miel,
deja a su mujer descansando en una hamaca de la cubierta del barco, y se introduce en el
restaurante para tomar un refrigerio. El camarero le informa que todavía hay que esperar unas dos horas para abrir y servir el almuerzo; el tiempo justo que precisa
Mikhalkov para narrar la historia. Un taciturno compañero de viaje, Romano Patroni (Marcello Mastroianni), quien ocupa una de las mesas, invita al
sofocado caballero a sentarse a su lado y compartir un refresco. Tras
las presentaciones, Romano descubre que Pavel es ruso. De pronto, algo se agita —aviva
y despierta— en el corazón del atribulado individuo. Rememora su vida y ello le
anima a contársela al recién llegado. La interpretación de Mastroianni es tan
perfecta, que la convulsiva y regocijante reacción de Romano al evocar Rusia
nos ofrece, en unos segundos, el cariz y el carácter del personaje: inmaduro y bufón, tierno y sentimental,
flotante e inconstante; un tarambana, en fin.

Pronto, este Casanova en decadencia,
este arquitecto de un solo proyecto, este hombre ingenuo y ocioso, casado con Elisa (Silvana Mangano), elegante dama de la alta sociedad,
este seductor de opereta, en fin, se enamora en un balneario de una misteriosa
dama acompañada de un perrito; todo lo enamorado que puede estarlo un tipo ligero y caprichoso, simple y
juguetón, aunque encantador, como Romano. La dama del perrito ha aprendido
el italiano escuchando ópera. Romano aprende lento en las cosas del saber, pero
es ágil en las cosas del querer. Consigue recordar en pocos
segundos la palabra rusa Sabatchka, como llaman al perrito,
talismán y nombre clave para no perder el rastro de la misteriosa mujer rusa.
Tina (Marthe Keller), amante de Romano, lanza sus redes sobre el maduro galán enamorado. Pero Romano sólo tiene ojos negros para la dama de blanco con perrito. La corteja y contenta de mil maneras, pero ésta, súbitamente, desaparece, dejando una carta de despedida.
Romano se escuda en un
presunto viaje de negocios para desplazarse a Rusia tras la estela enamorada. A
fin de entrar en los círculos de la alta sociedad y así, con suerte, encontrar
a la joven, intenta venderles a las autoridades locales un cristal irrompible.
Las situaciones creadas alrededor de esta argucia son tan extravagantes como hilarantes. Finalmente, logra su
objetivo y topa con la estrella luminosa que le ha hechizado tan profundamente.
Anna, mujer casada, sortea la acometida del tenaz pretendiente como mejor puede.
También Romano es hombre casado. Pero, no hay problema. Retorna a Italia,
consigue el divorcio y volverá a Rusia a los brazos de la amada dama.

La
marcha de Rusia por parte de Romano está filmada por Mikhalkov con emotiva pulcritud
y una gran belleza. Al alba, montado
en un carro que lo traslada a la estación de ferrocarril, Romano se queda
dormido. En sueños, vuelve a su mente la nana que le contaba la mamma para dormirse, cuando era sólo un
niño… Pero, otra música, las alegres melodías danzantes de los gitanos,
solapándose con aquélla, le despierta:
— ¡Gitanos! ¡Soy yo, Romano! ¿Os
acordáis? ¡Romano! ¡Gitanos! ¡Me voy, pero volveré pronto! ¡Esperadme!
Vuelta a la realidad. Vuelta a Italia.
Vuelta al principio. No desvelaré el final, en consideración a quienes no hayan
visionado la película. Sí añadiré tan sólo que, tras el relato de Romano, Pavel
se siente incitado a confesarse. Hace siete años encontré, nos dice, a una
reservada dama que había sido desgraciada en su matrimonio. Vivía entonces con
su tía, dicen que esperando a alguien… Le pedí matrimonio, varias veces. Me
rechazó. Lo sé, soy una nulidad, viejo, feo y tímido. Me dijo que no me quería, no
dejaba de llorar, aunque, finamente, aceptó. Y yo acepté a mi vez aquella humillación,
porque la adoro.
La misteriosa dama de blanco, oteando el
horizonte, sigue esperando en la cubierta del barco.