Páginas

lunes, 31 de marzo de 2014

SÓLO LOS AMANTES SOBREVIVEN (2013)


Título original: Only Lovers Left Alive
Año: 2013
Duración: 123 minutos
Nacionalidad: Reino Unido
Director: Jim Jarmusch
Guión: Jim Jarmusch
Música: SQÜRL
Fotografía: Yorick Le Saux
Reparto: Tilda Swinton, Tom Hiddleston, Mia Wasikowska, John Hurt, Anton Yelchin, Slimane Dazi, Jeffrey Wright
Producción: Recorded Picture Company / Pandora Films / Faliro House Productions

Es, justamente, porque aprecio y admiro, en su conjunto, la obra cinematográfica de Jim Jarmusch que me siento impelido a mostrar, aquí y ahora, públicamente, mi desagrado y decepción por el último film realizado, Sólo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive, 2013). Si, visto lo visto, simplemente sintiera desaprobación por esta cinta absurda, mascullaría el lamento a solas, o, a lo más, lo transmitiría en privado a las personas allegadas a mí. Más que nada para prevenirles. Pero, el caso tiene antecedentes…

Desde que soporté con resignación la mema película consumada previamente por Jarmusch, Los límites del control (The Limits of Control, 2009), me he dedicado a repasar periódicamente algunas de sus películas anteriores (con sumo agrado, por cierto), más que a estar expectante en lo que podía estar tramando. Pero, esto, amigos míos, ya no es otro desliz, un nuevo y consecutivo traspié. Tampoco un simple paso atrás, tras haber dirigido, hace casi diez años, la muy atractiva película Flores rotas (Broken Flowers, 2005). Esto ya es reincidencia y contumacia, obstinación e insistencia en la desfachatez. Esto roza la majadería hecha con nocturnidad y alevosía: película de vampiros con ansia de ambrosía.


Dicen que los films sobre vampirismo han vuelto a ponerse de moda. No sé, yo salgo poco de noche y no sigo la moda de ningún modo. También se cuenta que gustan mucho al público las cintas sobre zombies: a éstos los veo a diario en el metro y por la calle, de manera que no tengo mucho interés por la versión cinematográfica del asunto.

Pues bien, Jarmusch ha tenido que buscar financiación en el Reino Unido para perpetrar este producto mostrenco, porque en EE UU (que son muy egoístas) ya no tiene quien le produzca. El europeo es esnob con vocación y el inglés, especialmente inclinado al dandismo. Precisamente, las disposiciones que necesitaba Jarmusch para poder facturar la última entrega de su ¿definitivamente? torcida filmografía.

En la primera mitad del siglo XX, docenas de cineastas europeos (y con ellos, actores y técnicos) buscaban refugio y trabajo en Hollywood, favoreciendo así en gran medida la materialización y el esplendor del periodo dorado del cine americano. Posteriormente, el Séptimo Arte tuvo su particular Little Big Horn y ha sido vencido por los cineastas apaches (en acepción francesa) y las nuevas olas, por no decir «tsunamis deconstruccionistas». Hoy, cuando el cine ya hace tiempo que no es lo que era, puede volver a darse el fenómeno inverso; ya acontecido a partir de los años cincuenta, coincidiendo con la Guerra Fría y el desmantelamiento de los estudios en Hollywood. Y ahora con la Crisis… Woody Allen sería uno de los adalides o símbolos de dicha tendencia transoceánica inversa contemporánea.

Sea como fuere, resulta lamentable presenciar —y penoso tener que certificar— la decadencia de cineastas que uno ha estimado y tenido por la última esperanza de resurrección del viejo arte total del siglo XX. Vana esperanza. Pongamos que hablo de los citados (¿«finados», cinematográficamente?) Allen y Jarmusch, pero también de Martin Scorsese, los hermanos Coen, David Lynch, Tim Burton

Pero, oiga, ¿de qué va la película de marras? Difícil saberlo. Adam (Tom Hiddleston) y Eve (Tilda Swinton) son dos vampiros que sobreviven como pueden. A pesar de los nombres, ninguno reside en el Paraíso, sino él en Detroit (alegoría actual de la crisis urbana y social en EE UU) y ella en Tánger (supongo que porque le gusta y ya está). Más bien, diríase que están en el limbo, aburridísimos, colmados de eternidad



La primera secuencia los muestra, por medio de sendos planos cenitales, recostados cada uno en sus respectivos aposentos, mirando al infinito. Desde lo alto —el cénit no es el Cielo—, parece que un dios —o mejor, el genio maligno— les observa, mientras un disco de vinilo (¡qué antiguo!) gira y gira (como il mondo) ilustrando ese eterno retorno que es el vivir sin morir y muero porque no muero.


Adam es músico new age, no por profesión, sino porque es un artista de larga carrera. Eva va de aquí para allá (se pone el velo musulmán para salir a la calle), visitando de cuando en cuando a lo que queda de Christopher Marlowe (John Hurt), no el detective privado ni tampoco el novelista Paul Bowles, sino el autor que escribió lo que dicen que William Shakespeare escribió; en tal caso, el vampiro debería ser éste y aquél, el vampirizado. Pero, estas criaturas de la noche son muy peculiares.

De pronto, Eve llama desde su iPhone a Adam y le anuncia su visita. Tras siglos de relación, le echa de menos. También los vampiros tienen corazón y sangre en las venas. Quien llega sin avisar al apartamento-museo de Adam es Ava (Mia Wasikowska), no la Gardner, sino la hermana de Eve, aunque la muy vamp devora a los hombres como la célebre actriz. Aquello se convierte en un piso de estudiantes con asignaturas pendientes. Oveja negra de la familia monster, Ava trastorna la existencia tranquila, refinada y exquisita de estos vampiros de diseño.
Acostumbrados a una vida eterna sosegada y calmosa, Adam y Eve viajan en clase preferente, van a discotecas de último grito, compran con dinero en efectivo en bancos de sangre el fluido vital que beben en petacas de plata o copas de cristal fino, danzan con garbo y duermen enroscados. 




También hablan. O mejor disertan sobre las calamidades de il mondo que gira y gira; lo dicho, son vampiros de buen corazón y con nobles sentimientos, al menos mientras dispongan de barra libre para echarse un trago de néctar color borgoña. Pero, film-denuncia al cabo, lamentan que el plasma  tampoco es como el de antaño, añada del XIX. Ahora está contaminado hasta en las clínicas; de hecho, Marlowe fallece (pero, ¿no era inmortal, o sea, no mortal?) por beber sangre ponzoñosa que debía haber dejado correr. Y de la calidad del agua, para qué hablar. Adónde vamos a ir a parar, se pregunta Adam desde la presunta eternidad... En consecuencia, se ven obligados a sustraer lo que antes compraban. Y no digo más.

Tras el visionado del último film dirigido por Jarmusch, a algunos antiguos amantes de su filmografía les costará sobrevivir a tamaña experiencia, siendo reducidos  al estatuto de zombies. Al menos así lo siente quien esto suscribe. Aunque tampoco es cuestión de hacerse mala sangre…



lunes, 24 de marzo de 2014

BOB, EL JUGADOR (1956)

Título original: Bob le flambeur
Año: 1956
Duración: 101 minutos
Nacionalidad: Francia
Director: Jean-Pierre Melville
Guión: Jean-Pierre Melville, basado en una historia de Jean-Pierre Melville y Auguste Le Breton
Música: Eddie Barclay, Jo Boyer
Fotografía: Henri Decae
Reparto: Roger Duchesne, Isabelle Corey, Daniel Cauchy, Guy Decomble, André Garret, Claude Cerval
Producción: Rialto Pictures


Quinta película en la filmografía de Jean-Pierre Melville, Bob, el jugador (Bob le flambeur, 1956) representa la primera incursión del cineasta francés en el policíaco, género cinematográfico en el cual realizó sus mejores trabajos y adquirió renombre internacional. Tal reconocimiento es justo y merecido desde este mismo paso inicial. Historia de gángsters y delincuentes de medio pelo, de jugadores de fortuna y atracadores, de casinos y tipos cansinos, de prostitutas y proxenetas, el mundo del hampa, en fin, atrapado en su propio círculo vicioso, en esta ocasión, el barrio de Montmatre en París, con epicentro en el área caliente de Pigalle. Melville ofrece ya en esta cinta un retrato vivo y reconocible de las constantes narrativas y estilísticas del conjunto de su producción, entre cuyos títulos constan obras memorables como El confidente (Le doulos, 1962); Hasta el último aliento (Le Deuxième Souffle, 1966); El silencio de un hombre, (Le samouraï, 1967); El círculo rojo (Le cercle rouge, 1970); Crónica negra (Un flic, 1972).

En las películas de Melville destaca, en efecto, el perfil psicológico de los protagonistas: sujetos solitarios y poco locuaces actuando fuera de la ley; fríamente fijados a un rígido código de conducta; oficiantes del delito con sentido de la profesionalidad; sin impulso criminal (en la mayor parte de los casos) aunque resolutivos cuando es preciso; honrando un valor de la amistad más ansiada que consoladora. Pero, acaso por encima del retrato de los personajes, lo que verdaderamente domina e imprime carácter en los films policíacos de Melville son el espacio y el tempo narrativo. En ellos no interesan tanto los tejados y el cielo de París como los bajos fondos de la urbe, los cuartuchos en pensiones y los garitos de juego, los bares y los clubes de jazz, fragmentos de un microcosmos en el que los personajes parecen conocer y moverse con soltura, aunque que, después de todo, son atrapados y engullidos por ellos. Sea en el propio París o en Nueva York, donde rueda Dos hombres en Manhattan (Deux hommmes in Manhattan, 1959), la ciudad es un lugar hostil para el protagonista, donde se siente extraño sin remedio. Sólo en su propia interioridad y soledad reina el héroe melvilliano.

Para tratarse de un cine —el policíaco o género criminal o de gángsters— tipificado como de acción, la narración en Melville es morosa y flemática, comedida y reflexiva. Largos silencios coexisten con diálogos próximos al circunloquio. Las secuencias suelen cerrarse por medio de suaves fundidos, dejando a menudo la situación sólo sugerida. A menudo pienso que Melville no rueda lo que acontece a los personajes, sino lo que les pasa por la cabeza. Cine, pues, el del cineasta francés muy cerebral y poco pasional. Tanto es así que las historias de amor quedan habitualmente al servicio de la trama criminal, diluidas en un segundo plano.

 
Nacido con el nombre de Jean-Pierre Grumbach, el cineasta firma sus obras cinematográficas con el nombre «Melville», en homenaje al escritor norteamericano Herman Melville. El cine americano (en especial, el policíaco) y el arte de contar historias componen el prontuario a seguir. En este sentido, el propio Melville encaja perfectamente con la tipología de los personajes de las películas que realiza: un individuo desubicado y fuera de sitio; demasiado americano para los franceses, demasiado francés para los americanos. Porque sucede que no es éste el modelo de hacer films (clásico y no hostil a Hollywood) que imperará en Francia después de la II Guerra Mundial, sino el que es común compendiar en un término idolatrado por el «cine europeo moderno», a saber, la nouvelle vague y sus descendientes

Gene Hackman en una célebre escena de La noche se mueve (1975, Arthur Penn)

El protagonista de Bob, el jugador (Roger Duchesne), es un otoñal vividor con un pasado de cierto esplendor y realce ganados en los márgenes de la ley. Aparentemente, ha pagado ya su correspondiente pena al precio de una indeterminada estancia entre rejas. Respetado por los círculos hampones de Montmartre —y aun por el propio inspector de policía del distrito (Guy Decomble), a quien le salvó la vida en una ocasión—, Bob está encerrado en un itinerario espacio-temporal rutinario y maquinal, viviendo de rentas, en el amplio sentido de la expresión. Viste elegantemente, tiene maneras ceremoniosas y habita un apartamento con vistas a la colina del Sacré-Coeur, delatando así su ser: un aristócrata del delito venido a menos. Jugador obsesivo, sale cada noche en busca de la compañía de las cartas de la baraja y los dados, pero la fortuna no suele acompañarle sobre el tapete verde. Tal vez en la ruleta…


Cierta noche conoce a una bella joven, Anne (Isabelle Corey), quien, dedicada al oficio más viejo del mundo, no tiene, sin embargo, beneficio ni siquiera una cama donde dormir. Bob le ofrece su propia casa, no con las intenciones que ella supone: Bob, el jugador, es un caballero noctámbulo de vuelta de todo, sus dedos se limitan a acariciar los naipes y los sueños. Cede su lecho a la muchacha; él se instala en el piso superior del apartamento. El cuerpo femenino está reservado para el joven discípulo de Bob, Paulo (Daniel Cauchy), entre muchos otros hombres, incluido el proxeneta Marc (Gérard Buhr). Con ambos protectores Anne tiene confidencias muy comprometedoras, animadas por el abrazo del deseo entre sábanas.


Bob, por su parte, se deja tentar por otra pasión que cambie el rumbo de su existencia circular. La proposición que le hacen unos compinches, más próxima a sus expectativas existenciales que la aventura sexual, consiste en robar en el casino de la ciudad normanda de Deauville. La operación se pone en marcha, pero, cuando la fortuna parece sonreír a Bob en la ruleta, el destino se impone y la fatalidad gana la partida al viejo jugador.



Por un momento, Bob había anhelado ensanchar su mundo y salir de la tela de araña en la que estaba instalado. Vano sueño. Su reino es de este mundo, pero, además de Montmatre, sólo contempla otro tipo de prisión: la cárcel. Mientras sube detenido al vehículo policial, varios empleados del casino depositan en el maletero los fajos de billetes ganados en la ruleta. Ha ganado, en efecto. Tremenda ironía. Pero le espera una condena de cinco años, como le hace saber el inspector. Tú vigila mi dinero, responde Bob, el jugador, para que no vuele mientras tanto…



lunes, 17 de marzo de 2014

MONTANA (1950)


Título original: Montana
Año: 1950
Duración: 76 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Ray Enright
Guión: James R. Webb, Borden Chase y Charles O'Neal, a partir de una historia de Ernest Haycox
Música: David Buttolph
Fotografía: Karl Freund
Reparto: Errol Flynn, Alexis Smith, S.Z. Sakall, Douglas Kennedy, James Brown, Ian MacDonald, Charles Irwin
Producción: Warner Bros.


Esta semana en la pantalla de Cinema Genovés he programado un western que algunos tildarán de «menor», pero para mi gusto resulta de lo más atractivo: Montana (1950). Una típica producción de Warner Brothers, dirigida por un realizador, Ray Enright, y un actor principal, Errol Flynn, de la casa, quien está muy bien acompañado en la cabecera del reparto por Alexis Smith, actriz de la segunda escala el estrellato, pero que siempre la recuerdo cumpliendo espléndidamente con los papeles a su cargo. En las funciones de camarógrafo, el experto, además de incansable innovador en las técnicas de fotografía, Karl Freund, quien logra en este film unas imágenes de un color poderoso y crudo, casi violento, muy adecuado para la trama que en él tiene lugar.

No se ha frecuentado en el western uno de los conflictos más agrios y sangrientos del «salvaje Oeste», del Oeste ganadero por colonizar y civilizar: el que enfrentó a vaqueros y a ovejeros, es decir, a criadores de ganado vacuno y de corderos, respectivamente. El asunto en litigio residía básicamente en la posesión y disfrute de los pastos y las charcas con que alimentar y dar de beber a los animales, así como el control de paso franco para su correspondiente traslado y comercialización. En este caso, las circunstancias de raíz económica venían acompañadas por el odio y la repulsión hacia las ovejas que anidaba en el alma ruda de los legendarios vaqueros, en el sentido más estricto del término y no en el genérico, que suele ser el de uso más corriente. Según los ganaderos vacunos, la oveja dejaba yerma las praderas al comerse las raíces, y tras de sí un olor infecto: mira quién habla. Y, por si esto fuera poco, los pastores, «parias de las praderas», no eran genuinos vaqueros ni solían portar armas de fuego; el verdadero «trabajo» los hacían los perros pastores; iban a pie y no a caballo; no eran, pues, auténticos caballeros: dijo la sartén al cazo.


Los criadores de bovinos colocaban en las demarcaciones donde explotaban su negocio, carteles informativos (por lo general, amenazadores para los forasteros), especialmente dirigidos a los competidores ovejeros. Uno de estos avisos contempla Morgan Lane (Errol Flynn) mientras conduce una manada de ovejas en las proximidades de Montana. De igual modo que el actor que  lo interpreta, Lane es oriundo de Australia, zona del planeta rica en ganado lanar. La cuadrilla que trabaja para él está compuesta por un escocés, mexicanos y españoles. Nada más cruzar el límite marcado, sufren el primer ataque de sus enemigos, matando éstos a uno de los pastores.

Aprovechando la llegada al campamento, montado no lejos de Montana, de «Papa» Otto Schultz (S.Z. Sakall), un vendedor ambulante de origen alemán, Lane decide llegarse hasta el pueblo haciéndose pasar por socio del comerciante. Ataviado con ropas elegantes y sin pistolas, desea conocer cómo está el ambiente en la ciudad. Nada más pisar la calle mayor, se topa con Maria Singleton (Alexis Smith) y Rodney Ackroyd (Douglas Kennedy), prometidos, propietarios del rancho principal de la comarca y «dueños» de facto de la localidad.




La muchacha ha perdido a su padre y un hermano en la anterior «guerra» entre ganaderos y pastores. Desea acabar con aquella sangría sin fin, pero el orgullo y la tradición familiar los lleva en la propia sangre. Dicha inclinación, a la que hay que sumar el haberse enamorado del galán pastoril, facilita el happy endind, lo que no impide previos enfrentamientos armados, peleas de salón y hasta duelos en la calle principal, uno de ellos muy especial.


Film con todas las constantes del género, aun con las peculiaridades señaladas, bien dirigido y mejor interpretado, todo lo cual hace de Montana un título recomendable y a ver.



lunes, 10 de marzo de 2014

LIBERTAD (1929)


Título original: Liberty
Año: 1929
Duración: 20 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Leo McCarey
Guión: Leo McCarey, H.M. Walker
Fotografía: George Stevens
Reparto: Stan Laurel, Oliver Hardy, Tom Kennedy, Sam Lufkin, James Finlayson, Jack Hill, Harry Bernard, Jean Harlow
Productora: Hal Roach Studios / Metro-Goldwyn-Mayer



Si tengo que seleccionar el título más meritorio de la extensa y rica filmografía de Stan Laurel y Oliver Hardy (El Gordo y el Flaco), he aquí mi opción: Liberty, un cortometraje sencillamente genial. En la dirección, Leo McCarey. Operador y director de fotografía, George Stevens. Sólo en los primeros momentos del cine fue posible reunir en una misma producción cinematográfica tanta categoría y celebridad, libertad creativa y pasión artística. Comedias tan divertidas, hilarantes y descacharrantes como Liberty (1929), haberlas, haylas.  Es verdad. Sea como fuere, esta semana traemos a Cinema Genovés una pequeña obra maestra, una diversión asegurada, que ningún buen aficionado al cine debería perderse. Y por si fuera poco lo señalado hasta ahora, la cinta cuenta con una de las primeras intervenciones fílmicas de Jean Harlow, interpretando un breve papel, antes de convertirse en rubia platino y en superestrella de Hollywood.

Leo McCarey, uno de los grandes del cinematógrafo, mostró una extraordinaria capacidad para la comedia a lo largo de su carrera. Además del título que nos ocupa, dirigió, entre más de cien trabajos, Torero a la fuerza (The Kid from Spain, 1932), Sopa de ganso (Duck Soup, 1933) y Milky Way (1936), tal vez las cintas más emblemáticas de Eddie Cantor, los Hermanos Marx y Harold Lloyd, respectivamente. Como puede comprobarse, refiero nombres y cintas de primera categoría, palabras mayores… Aunque, en este caso, debamos fijar nuestra atención en un memorable film mudo.

Para hacer posible la buena comedia, además de (buen) sentido del humor, hay que tener la facultad de saber reírse de uno mismo. La cinematografía americana y la italiana son los modelos de este principio llevados a su máxima expresión y perfección práctica. He aquí una grandeza cinematográfica sin complejos. Reparemos en el arranque de Liberty. Un breve prólogo, en el que son ensalzados los valores de la libertad en la historia de EE UU por medio de intertítulos, ilustrados con imágenes de tropas norteamericanas y presidentes de la nación: Washington y Lincoln, nada menos.


Primera secuencia. Como muestra palpable de que la libertad, en efecto, es el primer valor estadounidense, vemos a dos presidiarios, interpretados por Oliver y Hardy, fugados de la cárcel, que corren por una carretera huyendo de los guardias… Unos compinches les esperan a pocos metros en un coche donde les han preparado ropa civil con la que sustituir la delatadora vestimenta a rayas. Un coche de la policía les pisan los talones, de modo que el cambio de ropa se hace precipitadamente.


Una vez en la ciudad, bajan del coche y advierten los ya ex­-presidiarios que han intercambiado los sombreros de bombín. Se trata sólo de la primera bomba cómica, un error, en cualquier caso, fácil de remediar. La segunda es percatarse de que uno lleva los pantalones del otro y viceversa; lo que al Gordo le aprieta, al Flaco le viene grande. Es preciso poner las cosas en su lugar, pero ¿dónde, estando en el centro de la urbe con gente por todas partes? Buscando el amparo de una esquina o un callejón intentan varias veces hacer el cambio, operación que produce situaciones muy comprometidas e inciertas, que invitan al equívoco: ver a dos adultos con los pantalones a media pierna… 


Intentan infructuosamente realizar su objetivo en el interior de un taxi. Al salir del coche, ajustándose las calzas, todavía de tallas desajustadas, una pareja (la muchacha es interpretada por Jean Harlow) los observa con estupefacción, echando un atento y receloso vistazo en la cabina del vehículo antes de introducirse en él.


Ocultándose tras una pila de cajas de mariscos, un cangrejo muy vivaracho se cuela accidentalmente en el interior de la anchurosa prenda que porta Stan, sin éste reparar en el detalle. Lo que sí percibe entre sorpresa y  picazón son los pellizcos que le propina periódicamente el crustáceo. Oliver, ignorando la causa de los saltitos acompasados y compulsivos de Stan, le reprende que llame la atención de esa manera. Amigos míos, hay que verlo para creerlo…


Huyendo nuevamente de la policía que los toma por pervertidos o, como mínimo, gamberros, uno de ellos saltarín, llegan al solar donde está construyéndose un rascacielos. Deciden subirse a un andamio, el más alto de la obra, donde encontrar un poco de privacidad. Allí, finalmente, logran intercambiarse los pantalones, incluido el cangrejo que pasa a hacerse un nuevo hogar entre el calzón y las carnes de Oliver, a quien le toca ahora sufrir las caricias del animal. A continuación, viene lo más difícil: lograr deslizarse por las vigas del edificio en construcción, superar el vértigo y bajar a tierra. En este punto, los paralelismos con el humor aéreo y acróbata de Harold Lloyd son notorios, aun contando con las divertidas torpezas de la pareja de cómicos más famosa de la historia del cine.


Última escena. Cuando logran por fin llegar al montacargas, un policía les espera bajo, a pie de obra. El elevador, que también desciende, lo hace tan raudo que pilla al agente en la base del mismo, quedando éste aplastado. Stan y Oliver, con el campo abierto, escapan presurosos hacia la libertad. Una vez elevado de nuevo el montacargas, un enano interpretando al policía que le calló parte del mundo encima, refunfuña, patalea y maldice su mala suerte, y que se les hayan escapado los dos piezas.

Pero, ¿qué es esto de contar las películas? Esta no hay que perdérsela, caramba…


lunes, 3 de marzo de 2014

LA GRAN GUERRA (1959)



Título original: La grande guerra
Año: 1959
Duración: 135 minutos
Nacionalidad: Italia
Director: Mario Monicelli
Guión: Mario Monicelli, Furio Scarpelli, Luciano Vincenzoni, Agenore Incrocci
Música: Nino Rota
Fotografía: Giuseppe Rotunno, Giuseppe Serrandi, Leonida Barboni, Roberto Gerardi
Reparto: Alberto Sordi, Vittorio Gassman, Silvana Mangano, Folco Lulli, Bernard Blier, Romolo Valli, Vittorio Sanipoli, Nicola Arigliano

Coproducción Italia-Francia: Dino de Laurentiis Cinematografica / Gray-Film



En el presente 2014 se conmemoran los cien años del estallido de la Primera Guerra Mundial, la «Guerra del 14», suceso que condicionó poderosamente el devenir del siglo XX, especialmente en Europa. No será, entonces, inoportuno dedicar una sesión de Cinema Genovés a examinar algún título especialmente memorable ambientando en acontecimiento tan tremendo. No son pocas las películas que de manera directa o indirecta han tratado sobre el mismo. Si tengo que escoger de entre todos los que he visionado, me inclino por los siguientes cinco títulos: El gran desfile (Big Parade1925. King Vidor), Cuatro hijos (Four sons1928. John Ford), Alas (Wings1927William A. Wellman), La Gran Guerra (La Grande Guerra1959. Mario Monicelli), Lawrence de Arabia (1962, David Lean).

No se tratan, en rigor, de films de o sobre la Primera Guerra Mundial. Tal vez por ello son mis predilectas, porque, aun teniendo como telón de fondo el citado conflicto bélico, por encima de todo, lo trascienden, adquiriendo así un valor universal. Hay bastantes de otro tipo, acaso las más reconocidas y distinguidas, como por ejemplo: Sin novedad en el frente (All Quiet on the Western Front, 1930. Lewis Milestone) o Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957. Stanley Kubrick). Pero tengo la impresión de que su reconocimiento y celebridad provienen más del mensaje que contiene (antibelicismo genérico, por ejemplo) que de los propios valores cinematográficos que pueda albergar. Es curioso. No es frecuente encontrar películas sobre la Segunda Guerra Mundial cuyo principal propósito sea lanzar una proclama pacifista (antibelicista y aun antimilitarista) en estado puro; casi diría que insólito (otro asunto es el del tratamiento de la posguerra). Cuando sucede lo contrario a propósito de la Primera Guerra Mundial. La perspectiva y mirada del asunto se transforma, pues, cuando cambia el escenario bélico; por ejemplo, la guerra de Vietnam o la misma Segunda Guerra Mundial. Y dejo aquí la reflexión, más apropiada para ser desarrollada in extenso en un libro que en una entrada de blog.

De mis cinco películas favoritas en la «Crisis Mundial» (Winston Churchill), deseo destacar ahora La Gran Guerra, acaso porque es la que he revisionado más recientemente. Vuelvo una y otra vez a dicho film y nunca deja de emocionarme, divertirme y conmoverme, de admirar este trabajo portentoso. La industria italiana del cine ha dejado buenas muestras de poseer rigor y vigor. En esta ocasión, Dino de Laurentiis, en coproducción con Francia, echa el resto poniendo en marcha esta auténtica super-producción. No se escatimó en ella una lira ni un franco francés a la hora de ofrecer un trabajo sólido y espectacular, minucioso y vigoroso, una recreación impresionante de la Italia de 1916 recién incorporada al conflicto bélico. La partitura es encomendada a Nino RotaMario Monicelli firma guión y dirección. Al frente del reparto, Vittorio Gassman, Alberto Sordi y Silvana Mangano.



Con el fantasma de la batalla de Caporetto flotando por todo el film, que es como mentar el desastre de Verdún para los franceses —es decir, el recordatorio de la derrota militar contra los alemanes y la humillación nacional de imposible olvido—, la cinta sitúa al espectador en los primeros movimientos del ejército italiano en el frente bélico. La primera secuencia nos sitúa en un centro de reclutamiento italiano. Giovanni Busacca (Vittorio Gassman), milanés, mientras hace cola para alistarse, propone a un veterano allí presente, cortándose las uñas de las manos, Oreste Jacovacci (Alberto Sordi), que a cambio de treinta liras le busque un buen destino, seguro y facilón. El ya uniformado le tima, lo cual no impide que cada cual más pillastre, se vuelvan inseparables, como la picardía y la perrería. Hasta el último aliento…


Mario Monicelli, quien luce una filmografía de primera división, nunca ha estado más inspirado y acertado como en este film. Realiza lo más difícil que puede pretenderse en el arte cinematográfico: combinar con pericia y precisión la comedia y el drama en una misma cinta. Lo lograba a menudo John Ford. Bastantes veces Ernst Lubitsch y Alfred Hitchcock; algunas, Billy Wilder. Y ya me dirán ustedes si me he dejado algún otro caso ejemplar. En La Gran Guerra he aquí la constante, la mezcla de situaciones trágicas llevadas con ternura y gracia, nunca con ira no furia, con otras incluso hilarantes.

En una determinada secuencia, tal transición de lo triste y dramático a lo festivo y burlesco se logra con una maestría raramente superable. Giovanni y Oreste, dos pillos que intentan escaquearse cuanto pueden y conseguir ganancias por medio del engaño a la menor ocasión, han conseguido unas monedas tras montar una falsa colecta para la tropa poco después de llegar a una población amiga. La compañía a la que pertenecen ha sido fuertemente golpeada en el último encuentro con las fuerzas austriacas, causando baja uno de sus camaradas más queridos.


Tras repartirse las ganancias del engaño, topan en la estación con la mujer del amigo muerto. Les pregunta si conocen a su esposo, Bordin (Folco Lulli), y si saben cómo está. Comoquiera que éstos no se sienten con valor para decirle la verdad, ella les pide que le entreguen cuando le vean un paquete con ropa limpia que ha preparado para el marido, y añade que es una pena no haber podido verle porque contaba con que le diera algo de dinero, ahorrado de la soldada, pues son muchos de familia y les falta de casi todo, aunque no importa, ya se arreglará. Oreste y Giovanni cruzan sus miradas, rebuscan en los bolsillos y le entregan el botín recién logrado. Oh, no puedo aceptarlo. No se preocupe, señora, Bordin nos lo repondrá cuando nos encontremos con él. Tras acompañar a la mujer hasta el tren y sin cortar el plano, ni decir palabra los truhanes de buen corazón, la cámara les sigue hasta la estación, donde civiles y militares, al son de una simple armónica, bailan una alegre cantinela en la cantina, todos ríen, buscan su pareja y parecen divertirse. La secuencia se cierra con lentitud y elegancia.


Monicelli, director funcional y poco dado habitualmente a ejercicios de estilo, lleva a cabo en esta cinta unos movimientos de cámara, planos secuencia y con grúa, filma unas escenas de batalla, concibe unos encuadres meticulosos y logra unas escenas de masas tan espectaculares que dan fe de una calidad y un oficio que no sorprende porque es sabido, pero que no deja de maravillarme.


No hay énfasis ni subrayados en esta película prodigiosa. A diferencia de lo que denomino el cine de trinchera, Monicelli evita moralizar y discursear. Los personajes son tratados con ternura, y ni siquiera el enemigo es estigmatizado (apenas mostrado en las escenas finales), cada uno está en su bando y cumple órdenes. Romanos, milaneses y sicilianos se mofan constantemente de las procedencias del otro, pero cuando suena el himno nacional, todos se levantan y gritan «Viva Italia». La relación que mantiene Giovanni con la prostituta Constantina (Silvana Mangano) es delicada y cálida por ambas partes, no meramente física ni transaccional. Los oficiales y los soldados discuten entre sí sin cuartel, pero en el fondo se guardan mutuo respeto y aun afecto..


Tunantes y bribones sin malicia, Giovanni y Oreste son, finalmente, víctimas de su propia picardía. Enviados a recoger unos aparejos en el puesto de abastecimiento más próximo al emplazamiento de la compañía, y a punto la puesta de sol, deciden pasar la noche en un pajar cercano y partir al amanecer. Pero sucede que durante la noche, y ante el avance imprevisto del enemigo, los mandos italianos dan orden urgente de retirarse. Les despierta, justamente, la llegada de los austriacos. Son detenidos e interrogados a fin de informar sobre el movimiento de su compañía. Aun sabiendo a lo que se exponen si no hablan, ninguno habla. Tampoco hay aquí énfasis ni grandilocuencia al mostrar el heroísmo trágico de los sinvergüenzas. Sólo ironía. En la compañía, varios compañeros de Giovanni y Oreste, celebran la retirada austriaca. A la vista de que no les han visto el pelo, hacen bromas sobre ellos: otra vez que se han escaqueado estos dos…