Sospecho,
por principio (no digo “por principios”), de las producciones cinematográficas,
sean películas o series de televisión, que se publicitan bajo el rótulo “historia basada en hechos reales”. Crea
confusión y esconde, por lo común, una verdad a medias: presentar el producto
como fiel a la realidad. Un film (el cine) o una serie (la
televisión) son, necesariamente, ficción. Así pues, o lo uno o lo otro: o
real o no real. No pueden ser A y no A a la vez.
Un documento cinematográfico no es un
documental:
son productos distintos. Al primero, no cabe exigirle correspondencia con los
hechos; al segundo, sí. Empero, no decir la verdad, no significa mentir.
Tampoco que las inexactitudes coincidan en la realidad y en la ficción.
Entiendo que algo de este tipo ocurre en la miniserie Chernobyl (2019. HBO).
Me pongo, asimismo, en estado de
prevención (no digo “de alarma”) ante acciones y productos generadores de
unanimidad, o consensos a la búlgara.
Pues
bien, a poco de emitirse la serie de televisión, la opinión —generalmente,
pública— la ha elevado a categoría suprema: “la mejor serie de la Historia”. Si
tal coincidencia apunta a temas sensibles, protegidos o blindados a la crítica,
como puedan ser la energía atómica
(centrales nucleares) y el comunismo (la URSS), entonces la prevención se torna precaución. Una sombra de duda aparece en el horizonte cuando crítica y público, en opuestas orillas
ideológicas, alaban al unísono algo o a alguien. Y mucho más, en estos tiempos tan “polarizados”: Polo Norte y Polo Sur.
¿Cómo
puede aceptar persona de sensibilidad ecologista una serie sobre
Chernóbil que no critique abiertamente la energía nuclear o de inclinación progresista, una serie sobre
la URSS en la que, supuestamente, quede mal parada (tanto como la propia
instalación nuclear).
La serie de televisión Chernobyl es
un producto de ficción. En consecuencia, no cabe exigirle veracidad ni férrea
fidelidad a los hechos. La televisión, como el cine, es reflejo, recreación
(espectáculo recreativo), de las cosas, y, por tanto, conforma un “espacio de
no-verdad”. Ahora bien, llama
poderosamente la atención que en la serie Chernobyl las mentiras en la pantalla coincidan, casi al completo y con similar perspectiva,
con las de la "versión oficial". Por ejemplo, estas dos: 1) exponer la tragedia de la
explosión en la planta nuclear próxima a la ciudad de Kiev como una historia de buenos y malos, de inocentes y
culpables; 2) transformar a víctimas en valientes y aun en héroes.
Los
protagonistas principales, los héroes
narrativos de la serie, son Valeri Legásov (Jared Harris),
Ulana
Khomyuk (Emily Watson) y Borís
Shcherbina (Stellan Skarsgård). Este
último, vicepresidente del Gobierno soviético, supervisor general de la crisis,
y los dos primeros, científicos con amplios conocimientos en física nuclear.
El personaje de Khomyuk es ficticio, lo
que resulta muy significativo y revelador. En el epílogo final de la serie, donde el espectador tiene noticia del devenir
de los verdaderos protagonistas de la terrible peripecia (con las respectivas
fotos documentales), no se hace referencia explícita a la experta en física
interpretada por Emily Watson, sino de modo indirecto, al afirmarse que "representa a los muchos
científicos que trabajaron sin miedo y se pusieron en gran peligro para ayudar
a resolver la situación".
Deduzco,
asimismo, que en la elección de una actriz (y no un actor) para un personaje de
estas características habrá intervenido no poco la corrección política vigente, así como la cuota de género. Decisión que cada cual valorará
según su particular criterio. En cualquier caso, tal protagonismo no favorece
el desarrollo ni la credibilidad de los hechos
referidos. Personaje inverosímil, su
entrada en la trama es asombrosa: enterada de la noticia, parte de Minsk, donde
no parece ocupar un puesto relevante, hacia Moscú, para incorporarse de
inmediato al grupo directivo que gestiona la crisis, algo difícilmente
comprensible en un sistema cerrado, férreo,
burocratizado al máximo y con rígidos controles, como el régimen
soviético.
Los otros
héroes serían los biorobots: trabajadores
voluntarios enviados al corazón de
las tinieblas con la patriótica tarea de “cerrar la llave de paso”; hundidos en
el pantano nuclear, para tirar de la cadena y vaciar las cisternas pútridas; mandados
al infierno; “animales políticos”
(Aristóteles) sacrificándose por la causa.
El
reduccionismo maniqueo, la simplificación dicotómica, corre el riesgo de tornar una tragedia sin paliativos ni justificaciones ni salvedades en una acción heroica, una gesta popular, un
ejemplar sacrificio colectivo, con el consolador castigo a los malvados, lo
cual hace la tribulación todavía más penosa.
En
un espacio y un tiempo en que la inocencia había dejado de existir desde
hacía décadas, la serie articula la acción según una tosca división entre
“buenos” y “malos”, culpables con excusa y sin ella, individuos con buena o mala voluntad. Repárese, con todo, en que el único personaje “bueno”, “inocente”,
“salvable”, de la serie es Ulana Khomyuk (Emily Watson), en un papel que, en
realidad, nace de la imaginación de los guionistas. La heroína de la miniserie nunca existió.
Chernobyl
no es una producción a
desatender ni mucho menos a menospreciar. Percibo en ella, más que fallida, una serie desenfocada; más que bienintencionada,
ingenua.
La
producción es meritoria. El reparto, correcto sin más. Bastante lograda la
localización de exteriores en Lituania y Ucrania para recrear el escenario de
los hechos, muy eficiente, mostrando esa realidad gris y cetrina de la
supervivencia en la URSS (labor, todo sea dicho, facilitada por la uniformidad
arquitectónica y la parquedad del modo de la cotidianidad soviética). Algunas
secuencias son verdaderamente brillantes (en especial, los epílogos de los
episodios 1 y 2).
La serie, en suma, se queda mini, en
una verdad a medias: ni verdad ni mentira, sino todo lo contrario.
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